Entonces, Donna elevó la vista y, aunque en un principio pareció que fuera a acercarse a Rinaldo, feliz por tenerlo de nuevo junto a ella, una sombra de recelo empañó su alegría.

– Ven a ver a Toni. ¿Verdad que es bonito?

Capítulo 11

En alguna región de sus sueños, Donna oía el llanto de Toni. Lloraba y lloraba y Donna luchaba por despertarse; pero los tentáculos del sueño la agarraban con insistencia. Estaba tan cansada… pero su niño la necesitaba.

Por fin logró abrir los ojos y se dio cuenta de que el llanto había cesado. Por un momento se preguntó si todo había formado parte de un sueño, pero su instinto maternal le decía que Toni sí la había estado llamando, aunque ya se hubiera callado.

Entonces notó que la puerta de su habitación estaba cerrada, cuando ella la había dejado ligeramente entornada. Un rayo de luz se calaba por debajo de la puerta.

Se acercó sigilosamente a la habitación del bebé y escuchó. Al otro lado se oía el suave arrullo de una voz y Donna se preguntó si no seguiría aún soñando, pues la voz parecía la de Rinaldo. Abrió la puerta con suavidad.

Rinaldo estaba allí, con Toni, a quien estaba colocando sobre una mesita cubierta por una toalla. Sujetaba al niño con soltura, sosteniéndole la cabeza con una mano, como si estuviera acostumbrado a cuidar bebés, y lo hablaba con dulzura.

– ¿Te sorprende verme, piccolo bambino? ¿Pensabas que vendría tu mamma? Es que ella está muy cansada, así que esta noche vamos a dejarla que duerma tranquilamente, ¿te parece?

Donna no podía creerse lo que estaba viendo. Desde que Rinaldo había vuelto a casa, hacía dos semanas, apenas si había mostrado interés por el bebé; pero ahora, le estaba hablando como si, instintivamente, los dos hablaran un mismo idioma.

Toni lo miraba fijamente, con los ojos muy abiertos y curiosos. Rinaldo seguía hablándole en un suave arrullo que Donna apenas oía.

– No te creas que no sé lo que estoy haciendo. No es la primera vez que lo hago, aunque reconozco que hace muchos años desde la última vez. Cuando mi hermano era pequeño, mi mamá me enseñó a cuidar de él.

Donna no podía ver la cara de Rinaldo, que estaba sacando unos pañales limpios, pero podía oír la sonrisa de su voz mientras le confesaba:

– Yo no quería hacerlo. Tenía nueve años y no lo entendía. «Mamá, los bebés son para las niñas», protestaba yo. Pero ella contestaba que todos los hombres debían saber cuidar de un bebé. Y tenía razón.

Empezó a ponerle el pañal con habilidad, moviendo los dedos muy diestramente.

– ¿Está bien así? -le preguntó con seriedad, como si Toni pudiera entenderlo de verdad. Y quizá fuera así, pues éste emitió un ruidito de satisfacción-. Tendré que acostumbrarme a estos pañales modernos. Antes, los pañales eran toallas sujetas con un alfiler y había que practicar mucho para pillarle el truco al alfiler. Una vez pinché a tu pa… a mi hermano, y no paró de gritar durante una hora.

Toni emitió un ruidito parecido a una risa y, para deleite de Donna, Rinaldo sonrió. Donna podía ver la ternura con que Rinaldo miraba al pequeño. Ya había terminado de cambiarle, pero, en vez de devolverlo a la cuna, se sentó con él en su regazo. El bebé se acomodó relajado y se quedó mirando a Rinaldo.

– ¿Ya estás cómodo? -le preguntó éste-. No te molesta que haya venido yo, ¿verdad? Ya es hora de que nos vayamos conociendo, de hombre a hombre, y eso es imposible con tantas mujeres como tenernos siempre alrededor.

Donna saltó una risilla involuntaria y Rinaldo elevó la mirada al instante.

– Supongo que por hoy ya hemos tenido un primer contacto -le dijo sonriendo-. Hasta la próxima… ¿Quieres comprobar si lo he hecho todo bien? -le preguntó a Donna, después de colocar a Toni en la cuna.

– No, ya veo que eres todo un experto.

– ¿Qué fue de ese ratón que Selina nos regaló?

– Me temo que Sasha le tomó cariño. Nadie le explicó que no era un ratón de verdad y…

– No se te ocurriría encerrar al gato aquí por casualidad, ¿no?

– No, pero le di una buena sardina de cena al día siguiente como recompensa -reconoció Donna.

Ambos rieron. El corazón de Donna estaba henchido de alegría. Rinaldo apagó la luz de la lamparita.

– Gracias -dijo ella-. Estaba un poco cansada.

– ¿Estás cansada ahora? -preguntó tocándole la cara.

– No -susurró, con el corazón acelerado-. Ahora no -le devolvió la caricia en la cara.

Rinaldo la rodeó y le dio un beso suave, como pidiendo permiso. Permanecieron juntos un segundo, compartiendo el calor de sus cuerpos.

– Hueles a polvos de talco -murmuró Donna.

– Y tú hueles a sueño.

Nada estaba siendo como ella había temido. En vez de forzarla para acostarse con ella, Rinaldo se mantuvo prudente hasta que Donna le agarró la mano.

Segundos después, su camisón había caído al suelo, descubriendo una figura aún voluptuosa. Rinaldo recorrió su cuerpo de caricias delicadas y Donna lo invitó a que siguiera seduciéndola.

Después de quitarle el pijama de seda, Donna deslizó los dedos por el pecho de Rinaldo y, poco a poco, ambos fueron avivando la chispa de sus pasiones.

De los dos, ella era la que más urgencia tenía. Todo su cuerpo se derretía por fundirse con Rinaldo. Habían pasado cuatro meses desde el parto, y Donna había recobrado todas sus fuerzas. Su realización como madre le había dado un brillo en los ojos, y ahora quería realizarse como mujer. Amaba a ese hombre y esa noche no estaba dispuesta a aceptar una negativa.

Se abandonó gozosa a sus caricias, disfrutando con el olor de su cuerpo y de su excitación en los preliminares del amor. Estaba lista para recibirlo mucho antes de que Rinaldo la poseyera y, cuando por fin la penetró, Donna exhalo completamente satisfecha.

El dolor y la soledad habían desaparecido. Estaba haciendo lo que era natural: mostrarle amor a su marido. Ya tendrían tiempo de discutir problemas pendientes, los cuales, seguro, se resolverían mucho más fácilmente después de aquella experiencia tan gloriosa.

Lo miró a la cara y se preguntó si Rinaldo era consciente de la expresión de asombro que tenía. Pero en seguida olvidó su pregunta, abandonada a los placeres de la carne. La estaba haciendo gozar como jamás se había atrevido a soñar y después de culminar su unión, Donna se amansó entre sus brazos… y se durmió.

Al despertar, Rinaldo estaba junto a la ventana, su cuerpo iluminado por los albores del amanecer.

– Ven -dijo Donna, extendiendo una mano.

Pero, aunque se acercó, Rinaldo no se metió con ella en la cama, sino que se quedó sujetándole la mano, como inseguro de qué debía hacer.

– ¿Qué pasa? -preguntó Donna, desconcertada.

– Nada… o sea… tenernos que hablar, Donna… de muchas cosas. Quería haber hablado contigo antes de esto… Lo de anoche me pilló por sorpresa.

– A mí también, pero, ¿qué importa?

– Será mejor que hablemos primero -dijo. Le dio un beso fugaz y salió de la habitación.

¿Qué sexto sentido avisó a Selina para que ésta los visitara ese día? Quizá fuera el instinto de un gato que araña cuando huele el peligro.

Donna estaba en el jardín cuando María le comunicó disgustada que Selina estaba en casa y había subido a la habitación del niño «como si fuera la patrona».

Donna subió a toda prisa. Se detuvo en el vano de la puerta, sorprendida por lo que estaba viendo. Selina estaba de pie con Toni en sus brazos. Estaba sonriendo al bebé de una manera que perturbó a Donna. No había ternura, sino sentimiento de posesión. Toni parecía intuir que algo iba mal, porque se movía nervioso y ponía gestos de desagrado.

– Yo lo sujetaré -dijo Donna extendiendo los brazos.

– Si sólo estamos conociéndonos, ¿verdad, pequeñín? -respondió Selina sin soltar a Toni.

– He dicho que yo lo sujetaré -repitió Donna.

– No deberías ser tan posesiva, Donna. El no es sólo hijo tuyo, ya sabes.

– Por lo que a ti respecta, sí -dijo Donna con voz severa-. Dámelo.

– No creo que quiera ir contigo -Selina se rió-. Creo que prefiere seguir con su otra mamma, ¿a que sí, precioso? Sí, claro que sí. Tenernos que conocernos mejor.

– Dámelo de una vez -repitió Donna con una voz tan serena como intimidante.

Selina miró fijamente a los ojos de Donna, se encogió de hombros y le devolvió a Toni, que se relajó en cuanto sintió los brazos de su madre a su alrededor. Le colocó la cabeza sobre el hombro al tiempo que le daba palmaditas en la espalda para calmarlo.

– No vuelvas a hablar de él como si fueras su madre. Jamás -le ordenó Donna.

– ¡Qué barbaridad! ¡Sí que eres posesiva! -Exclamó Selina entre risas-. Sabía que las madres de ahora tenían un carácter protector, pero lo tuyo es ridículo. Deberías ir al psiquiatra, chica.

– Tú no tienes nada que ver con Toni y nunca serás su madre, ni su madrina, ni nada parecido.

– Bueno, yo que tú no estaría tan segura de eso.

– ¿ Y eso qué significa?

– Vamos, Donna, ¿es que no lo sabes? Rinaldo sólo se casó contigo para asegurar el bienestar del hijo de su hermano. Para él fue un sacrificio, porque él y yo somos amantes. Lo sabías desde el principio y no creo que seas tan estúpida como para haberlo olvidado.

El corazón de Donna latía con una especie de temor, pero se obligó a ocultarlo, clavó la mirada en los ojos de Selina y le devolvió el insulto:

– Sé que quieres casarte con Rinaldo desde que tu carrera como actriz se convirtió en una mediocridad -arrancó Donna-. La verdad es que nunca llegaste demasiado lejos, ¿verdad, Selina? Sólo algún papelucho en el que hacías de florero, una lástima. Claro que hay muchas actrices bonitas y los directores las prefieren adolescentes, en vez de treintañeras.

– Tengo veintisiete años -espetó Selina.

– Sí, claro. Llevas teniendo veintisiete desde hace cinco años. No te culpo por intentar mantener tu juventud, ya que eso es lo único que has tenido que merezca la pena. Pero eso pasó hace mucho tiempo, ¿verdad, pequeña? Y ahora intentas recuperar a un hombre que desechaste hace trece años. ¿De verdad crees que Rinaldo no lo sabe? Te estás engañando, Selina.

– No, me parece que eres tú la que se está engañando -respondió Selina después de sofocar su indignación-. Rinaldo y yo nos entendemos. Yo volví a su lado porque él me lo suplicó, y tuve que renunciar a un montón de papeles para complacerlo. El pobrecito seguía tan enamorado de mí que habría aceptado cualquier cosa con tal de retenerme.

– No te creo -la interrumpió Donna, luchando por mantenerse firme.

– ¿No sabes cuántas veces ha compartido mi cama después de casarse contigo? No, supongo que has preferido meter la cabeza debajo de la arena. Pero mientras tú te estabas hinchando como una foca, Rinaldo y yo hacíamos el amor en cualquier sitio y a cualquier hora. A veces venía a mi apartamento y a veces iba yo a su despacho. Tiene una habitación donde trabaja, ¿sabías? -Selina intentaba humillar a Donna-. Y no siempre lo hacíamos en la cama. Rinaldo es un hombre al que le gusta experimentar con el sexo, aunque supongo que tú no has tenido oportunidad de descubrirlo. ¿O me equivoco? ¿Ha sido amable contigo alguna vez? En realidad me da igual. Le dije que hiciera lo que fuera necesario para que estuvieras tranquila.

– ¡Estupideces! -Exclamó Donna-. Si Rinaldo hubiera querido, se habría casado contigo antes de conocerme.

– Cara, él me suplicaba que nos casáramos y que tuviéramos un hijo, y era yo la que se negaba. Te ríes de mi belleza perdida. Pues bien, yo no quería estropear mi figura con un embarazo. Gracias a ti, ese problema se ha solucionado. En cuanto Rinaldo me comentó que estabas embarazada, le dije que se casara contigo. Costó un poco convencerlo, pero…

– Espera un momento -susurró Donna-. ¿Estás diciendo que tú lo persuadiste para que se casara conmigo? Debes de estar bromeando; jamás me creería algo así.

– ¿Y a mí qué me importa lo que tú te creas? Rinaldo quería al bebé y yo le dije cómo podía conseguirlo.

– Estás… mintiendo. Rinaldo ya no siente nada por ti -afirmó Donna sin mucha convicción.

– ¿Sí? Entonces, ¿dónde ha estado los tres meses siguientes al nacimiento de Toni? No estuvo aquí cuidando de ti, eso seguro.

– Tenía trabajo…

– ¿Trabajo? No había nada de lo que sus empleados no pudieran encargarse. Ni siquiera sabes dónde estaba.

– Estaba en Calabria…

– Lo telefoneabas al móvil, ¿verdad?

– Sí, claro… -Donna se quedó callada al darse cuenta de que, efectivamente, siempre lo había llamado al móvil. Podía haber estado en cualquier sitio.

– En el fondo sabías que él estaba conmigo, ¿me equivoco? -Selina sonrió con crueldad-. Sobre todo después de que vinieras a mi piso a «visitarme»… Lo pasamos de maravilla. Después de estos últimos meses aguantándote, estaba desesperado por desfogarse con una auténtica mujer. Una vez llamaste justo cuando estábamos…