– ¡Basta! -gritó Donna.

– El plan era que se casara contigo para luego divorciarse, cuando ya hubieras tenido al bebé y no fueras de utilidad.

– Rinaldo nunca se divorciará de mí -aseguró Donna, después de recobrar la compostura.

– ¿Y por qué crees que sólo se casó contigo por lo civil? -Selina se rió burlonamente-. Porque así es mucho más fácil divorciarse. Ya está organizando los papeles. Te pagará bien por cerrar el trato y tú abandonarás el país para no volver nunca. Toni, por supuesto, se quedará con nosotros. Lo que me sorprende es que todo esto resulte novedoso para ti. Yo pensaba que Rinaldo ya te había ido preparando; aunque me dice que es difícil; que a veces eres tan obtusa que no hay manera de que te enteres de las cosas. ¿De veras no te ha soltado ninguna indirecta últimamente? No importa. Al final te rendirás. Ya sabes cómo es cuando decide salirse con la suya.

– Sal de mi casa ahora mismo -dijo Donna con una frialdad amenazante-. Y no vuelvas a poner un pie en ella en tu vida.

– Claro, claro. Olvidaba que es tu casa, ¿no es cierto? -Selina sonrió con ironía-. De momento. Pero pronto será mía. Rinaldo lleva años deseando traerme. Tú sólo eres una inquilina temporal.

Donna dejó a Toni en la cuna y luego se volvió hacia Selina, la cual no tu va tiempo de adivinar las intenciones de la primera. Levantó un brazo para defenderse, pero Donna lo esquivó y le pegó un puñetazo en la sien izquierda.

– Y ahora, ¡largo! -le ordenó Donna, que echó a Selina de la habitación a empujones.

– ¡Deja de empujarme! -gritó Selina inútilmente-. ¡Déjame!

– Te acompañaré a la puerta.

La agarró por una oreja y la hizo bajar así las escaleras, mientras todos los sirvientes se congregaban abajo para asistir a la humillación de Selina. Algunos se cubrieron la boca con la mano, pero otros no se molestaron. Dos de ellos llegaron a abrirle la puerta a Donna y se despidieron de Selina sonriéndola burlonamente. A ninguno le gustaba aquella mujer.

Sólo cuando llegaron a su coche la saltó Donna. Selina se dio media vuelta. La pelea le había alborotado el peinado y parecía una borracha; tenía la cara roja y le corrían lágrimas por las mejillas.

– Te arrepentirás de esto -la amenazó enrabietada.

– Más lo lamentarás tú si te vuelves a atrever a acercarte a mi marido o a mi hijo -la advirtió Donna.

– ¿Tu marido? -Selina quiso burlarse de Donna, pero no tuvo valor al ver sus ojos. Algo en su mirada la impulsó a refugiarse en el coche y a arrancar a toda velocidad.

Donna esperó hasta que el coche desapareció y luego regresó a casa a grandes zancadas. Se sentía muy desgraciada. Deseaba con todo el corazón no creer las despreciables afirmaciones de Selina, pero había muchos detalles que encajaban. La temprana ausencia de Rinaldo después de nacer Toni, su insistencia en darle sólo el número del móvil, la simultánea desaparición de Selina…

Y, sobre todo, lo que le había dicho que tenían que hablar, después de compartir una noche fantástica. ¿Qué querría contarle?, ¿estaría arrepentido de haberse acostado con ella?

Si ése era el caso y Rinaldo estaba participando de verdad en el plan tan infame que le había descrito Selina, no podía quedarse allí mucho tiempo. Puede que incluso en esos momentos, la otra mujer estuviera telefoneando a Rinaldo, avisándolo para que val viera a casa en seguida.

Donna empezó a meter ropa en una maleta. Estaba actuando por instinto, sin atreverse a consultar lo que sentía su corazón, pues, a pesar del comienzo tan desastroso con Rinaldo, éste había acabado ganándose su amor. A veces hasta había tenido la impresión de que él también la quería a ella. Su inesperada ternura con el bebé la había maravillado. Y, sin embargo, se había estado riendo de ella todo el tiempo de ella, viéndose a escondidas con Selina, su verdadero amor. Tenía que haber estado ciega para no darse cuenta antes.

Estaban en Italia, donde él tenía poder y ella no tenía nada. No podía arriesgarse a enfrentarse a Rinaldo en su territorio. Tenía que regresar a Inglaterra antes de que pudieran detenerla.

En el garaje había un segundo coche que Donna usaba de vez en cuando. Bajó su maleta a todo correr y las metió en el asiento trasero. Pero Donna sabía que no podía marcharse sin antes despedirse de Piero, el cual se extrañó nada más verla entrar con el niño en brazos.

– He venido a despedirme -dijo con suavidad-. Tengo que irme. Lo siento… Te echaré de menos… pero tengo que…

– No, no… -susurró muy afligido.

– Dile a Rinaldo… -estaba resultando más difícil de lo que había previsto-… sólo dile adiós de mi parte.

Se inclinó para que Piero pudiera tocar a Toni y luego le dio un beso en la mejilla. Se dio media vuelta y salió de la habitación.

Durante las siguientes dos horas, se notó un pesado ambiente de incertidumbre en Villa Mantini. Los sirvientes no sabían qué pensar y relacionaban la marcha de Donna con la escena que habían presenciado con Selina. Todos sintieron alivio cuando Rinaldo regresó, pero su alivio tornó en temor cuando éste preguntó por el paradero de su mujer y de su hijo.

– ¿Dejaste que se marchara sin saber adónde iba? -le preguntó furioso a María.

– No te enfades conmigo -respondió María-. Ella es la patrona. Nosotros no tenemos derecho a cuestionar sus decisiones.

– Creía que te caía bien -espetó Rinaldo.

– Es una mujer estupenda -aseguró María-. Y te digo esto: de no ser por la otra cosa que sucedió, te diría que se ha ido para escapar de tu desagradable temperamento. Y no me mires así. Te conozco desde que eras un bebé y no me das miedo.

– ¿Qué quieres decir? -Preguntó Rinaldo-. ¿Qué otra cosa sucedió?

– Selina estuvo aquí. No sé lo que se dirían entre ellas, pero la patrona la echó de casa.

– ¿Le dijo que se marchara?

– No, la echó a empujones.

– ¿Literalmente?

– La bajó por las escaleras tirándole de una oreja -le explicó María.

Antes de que Rinaldo pudiera contestar, oyeron la campana con la que Piero los llamaba cuando quería algo. Se notaba cierta angustia en el campaneo. Subieron rápidamente y se encontró a Piero en la cama, con una terrible cara de ansiedad.

– Tranquilo, abuelo. Estoy aquí -dijo apretándole la mano con suavidad-. Todo está bien -añadió, aunque en el fondo temía que nada iba bien en absoluto.

– Donna… -susurró Piero-. Donna…

– Vendrá a verte muy pronto -quiso tranquilizarlo-. Pero antes… ¡Dios mío! ¿Qué es ese ruido?

Venía de abajo, y allá fue Rinaldo a toda velocidad, hasta encontrarse con Selina a los pies de las escaleras.

– Rinaldo -chilló la mujer al verlo-. ¡Gracias a Dios que estás en casa!

Se había arreglado el peinado y el maquillaje. Subió hacia él, se tiró a sus pies y rompió a llorar. Rinaldo la levantó sin el menor afecto.

– ¿Por qué estás tan histérica?

– Donna… se ha vuelto loca… me atacó…

– He oído que te echó de casa. ¿Por qué, Selina?, ¿qué le hiciste?

– Yo no hice nada, te lo juro.

– ¿Has estado incordiándola? -le preguntó-. Donna no te habría echado si no hubiera tenido algún motivo.

– Yo sólo saqué al bebé de la cuna para mecerlo. Lo quiero mucho y ella… ella parecía haberse vuelto loca. Es muy posesiva con el niño. No quiere compartirlo con nadie, ni siquiera contigo.

– Es la madre de Toni -dijo Rinaldo-. Y siempre hay una relación especial entre madre e hijo. Es natural.

– ¿Es natural que sea tan egoísta que le dé igual cómo trate a los demás?

– ¿A qué te refieres?

– ¿Por qué te crees que se casó contigo?

– Porque la obligué -afirmó Rinaldo.

– Eso es lo que tú te crees. Después de aparentar que la boda contigo la disgustaba, aprovechó la oportunidad que se le presentaba. Ella quería el apellido de la familia, para ella y para el niño. Y ahora que lo tiene, sólo quiere divorciarse y llegar a un acuerdo económico contigo.

– ¿De dónde te sacas esas estúpidas ideas?

– Ella misma me lo confesó. Siempre ha sabido que a mí no podía engañarme, Por eso me odia, porque sabe que yo te quiero y que siempre lucharé por ti. Hoy se quitó la careta y vi a la Donna verdadera, egoísta e implacable. ¿Por qué no la traes aquí, a ver si se atreve a negar lo que estoy diciendo?

– Donna no está aquí -dijo Rinaldo-. Se ha marchado con Toni.

– ¿Lo ves? -Dijo Selina después de llevarse las manos a la boca en un gesto de fingido dramatismo-. Después de confesarme sus intenciones, se ha marchado en seguida, antes de que yo pudiera avisarte.

– Pero tú no me has avisado -dijo Rinaldo con frialdad-. Podrías haberme telefoneado, en vez de esperar a que volviera a casa.

– Yo… por teléfono no me habrías creído -Improvisó Selina-. Incluso a mí me parece increíble lo perversa y calculadora que es. Me da miedo…

– Razón de más para avisarme, antes de que se llevara a Toni -dijo Rinaldo, mirándola implacablemente.

– ¿Por qué estamos parados perdiendo el tiempo? Si saca al bebé del país, no volverás a verla jamás -lo atosigó Selina.

– ¿Oíste tú algo? -le pregunto Rinaldo a María, que subía por las escaleras.

– Ya te he dicho lo que oí -replico ella-. Hubo una pelea y la patrona la echó de casa -añadió. Luego, sin favorecer a ninguna de las dos, se metió en la habitación de Piero.

– Me atacó como si estuviera poseída -protestó Selina.

– Lo dudo -dijo Rinaldo-. Llevo muchos meses casado con Donna y la voy conociendo. Y te conozco desde hace muchos años, Selina, y sé que eres capaz de cualquier cosa para salirte con la tuya. Ya no soy el chico inocente de antes. Te lo dije cuando corte con nuestra relación, pero tú no quisiste escucharme.

– Piensa lo que te dé la gana sobre mi -repuso Selina con voz temblorosa-. Recházame si quieres. Puede que me lo merezca. Lo único que ahora importa es que Toni esté a salvo. Donna te lo ha quitado.

Rinaldo se dio cuenta de que Selina tenía razón: Donna se había llevado a Toni sin decirle a él ni una palabra. Por mucho que desconfiara de Selina, los hechos hablaban por sí solos. Sintió como si Donna le hubiera dado un puñetazo en el estómago.

Intentó expulsar el dolor, sofocarlo concentrándose en su rabia, que era como se había enfrentado siempre al dolor. Así había superado los peores momentos tras la muerte de su madre. Lo había ayudado a presentar una cara de indiferencia al mundo cuando su hermano se había ido de Italia y lo había rescatado del horror de su muerte. La rabia era buena, controlaba la debilidad, y a Rinaldo le aterrorizaba ser débil. Por eso, echó mano de la rabia una vez más.

Al principio le resultó sencillo. Donna no tenía derecho a desaparecer con el niño.

– Espérame abajo -le dijo a Selina. En ese momento, María salió de la habitación de Piero.

– Quiere hablar contigo -le dijo.

– Ahora no. Intenta tranquilizarlo y dile que volveré lo antes posible -fue a su dormitorio y llamó por teléfono a Gino Forselli, para describir el coche de Donna-. Probablemente vaya hacia el Norte, a pasar la frontera.

– Si sólo salió hace dos horas, aún no habrá llegado a la aduana -le aseguró Forselli-. Me encargaré de que no pase. ¿Quieres que la arrestemos?

– ¡No! -dijo Rinaldo explosivamente-. Simplemente no la pierdas de vista y tenme al corriente.

Colgó el auricular y se sentó en la cama, sorprendido de que el truco de la rabia le hubiera fallado. Estaba ahí, pero en vez de apagar el dolor, le producía una ingrata amargura. Donna lo había engañado, desafiado, burlado, pero todo eso no era nada en comparación con lo que más le dolía: lo había rechazado.

Capítulo 12

– Tiene que ir a ver al signor Piero -lo presionó María, que acababa de entrar en la habitación de Rinaldo-. Es muy importante.

Lo encontró incorporado en la cama, sofocado y nervioso.

– Tranquilízate, abuelo -le dijo-. Todo saldrá bien.

– No… no… -Piero se esforzaba por hablar, pero cuanto más nervioso se ponía, más le costaba articular palabra-. Donna… -se tumbó sobre las almohadas.

– ¿Qué pasa con Donna?

Pero Piero no podía decir nada más. Rinaldo lo miró a los ojos y vio en ellos que su abuelo sabía algo importante que él desconocía.

– ¿Qué le pasa? Intenta decírmelo, traza las letras en mi mano -Rinaldo agarró la mano del abuelo y la colocó sobre su palma. Piero trazó una D-. Donna, ¿verdad? ¿Qué le pasa a Donna?

Piero trazó más letras. Al principio, Rinaldo no entendía nada; pero, María, que lo había seguido a la habitación del abuelo, sacó a Rinaldo de su aturdimiento.

– Amor -dijo ella con firmeza-. Donna te ama.

Eso es lo que está diciendo tu abuelo.

– Eso parece, ¿verdad? -Dijo Rinaldo con amargura-. Mirad, agradezco lo que los dos…