Empezaba a amanecer mientras avanzaban lentamente hacia la salida. Donna no dejaba de mirar hacia atrás, convencida de que Rinaldo aparecería en cualquier momento, persiguiéndolos.
Por fin alcanzaron la carretera, Toni pisó el acelerador y, en pocos segundos, perdieron de vista la villa de los Mantini. Donna esperaba no tener que volver a verla jamás.
Permanecieron en silencio varios minutos, a medida que el paisaje se iluminaba con el ascenso del sol.
– ¿Recuerdas la cara de Rinaldo cuando bajaste de las escaleras y se dio cuenta de que lo habías oído todo? -Preguntó Toni de repente, tronchado de la risa-. Nunca en mi vida lo había visto tan desconcertado.
– No lo bastante desconcertado para insultarme observó Donna, que, de todos modos, se sintió contagiada por el buen humor de Toni-. Me acusó de hacer pasar por tuyo el hijo de otro hombre -dijo, sin embargo, con más dureza de la que había usado con Toni nunca.
– ¿ Y qué? Yo no lo creí.
– Pero no tenía derecho a decirlo. ¿O es que va a seguir mancillándome el día de nuestra boda?
– No tendrá oportunidad de hacerlo. Nos casaremos primero y luego se lo cantaremos.
– Ni hablar -se negó Donna-. Eso es justo lo que él quiere que hagamos. Que nos casemos a escondidas como dos fugitivos, para seguir criticándome. Nos casaremos delante de todo el mundo y le mandaremos una invitación. Lo tendrá que aceptar, por las buenas o por las malas -añadió. De repente, la expresión despreocupada de Toni desapareció.
– Cara, tú no sabes cómo es Rinaldo cuando lo retan a algo por las malas. Hará cualquier cosa.
– ¿Qué puede hacer?
– Secuestrarme en plena iglesia, por ejemplo.
– Estoy hablando en serio.
– Y yo también. Rinaldo tiene amigos que lo harían, a cambio de una suma de dinero.
Donna miró a Toni, que tenía la vista puesta en la carretera. A juzgar por el ceño de su frente, era evidente que no estaba bromeando. Sabía que Rinaldo era un hombre despótico, arrogante y sin escrúpulos. Y ahora sabía que también era un hombre capaz de inspirar miedo hasta a su hermano.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Donna.
– A casa.
– ¿A casa? -repitió desconcertada.
– Quiero decir que volvernos a Inglaterra. A algún sitio donde no puedan encontrarnos. – Toni, no lo dirás en serio…
– ¡Claro que lo digo en serio! Pensaba que todo iba a salir mucho mejor, que le gustarías a Rinaldo y que te daría la bienvenida a nuestra familia. Todo habría sido mucho más sencillo…
– ¿Quieres decir que el hecho de que yo le gustara te habría evitado el enfado de tu hermano?
Toni se encogió de hombros, reacción que se clavó en el corazón de Donna como un pequeño puñal. Intentó convencerse de que no importaba; de que, al fin y al cabo, ella ya sabía que Toni era un hombre inmaduro. Pero aquello no alivió su decepción.
– Tenernos que echar gasolina – Toni desvió la conversación-. Creo que hay una gasolinera en seguida.
Avanzó unos metros, giró el volante y se detuvo frente a la expendedora de gasolina. Mientras él llenaba el depósito, Donna salió a estirar las piernas, agitada, consciente de que no podía seguir el viaje hasta no tener una charla en serio con Toni.
– Me apetece un café -comentó ella-. Y ahí enfrente están abriendo un bar.
Como a tantos otros italianos, a Toni le gustaba llevar sus pertenencias más necesarias en una bolsa de cuero, en bandolera. Sacó la suya del coche y siguió a Donna en dirección al bar.
– Siéntate mientras te pido algo -le dijo él.
Donna se sentó y cerró los ojos, estremecida por todo lo que había pasado. Le parecía imposible lo que había sucedido en solo un día; un día en el que su alegría y sus esperanzas se habían arruinado.
Pero no; no todo se había arruinado, se dijo colocándose la mano sobre el vientre. Todavía tenía al bebé.
Toni volvió con el café y le lanzó una sonrisa encantadora. Donna intentó recordarse que él seguía siendo el chico cariñoso al que amaba. Cuando estuvieran lejos de aquel lugar, todo val vería a ser perfecto.
Colocó una mano sobre la bolsa de cuero, pues Toni la había soltado de mala manera sobre una silla; sin embargo, ya era demasiado tarde y el contenido se cayó al suelo.
– ¡Maldita sea! -Exclamó Donna al recoger algo que se había caído-. ¿Cómo has podido hacer esto?
– Escucha, cara, ahora mismo iba a explicarte…
– Es el dinero que Rinaldo quiso obligarme a aceptar, ¿no? -preguntó furiosa-. ¡Te dije que no lo quería, pero lo guardaste entre tus cosas cuando me di media vuelta!
– Vamos, no montes un escándalo…
– ¿Un escándalo? Sabías de sobra lo que pensaba sobre ese dinero.
– Cara, vamos a necesitar dinero -se defendió Toni.
– ¡Pero no su dinero! -Exclamó hecha una fiera-. Eso nunca.
– ¿Qué tiene de malo su dinero? Es tan bueno como el de cualquier otra persona. Rinaldo es mi hermano. ¿Por qué no iba a ayudarnos?
– ¿Es que tengo que explicártelo?
Donna lo miró a los ojos y vio que Toni no comprendía sus motivos. Se sentía enferma. Agarró con fuerza el sobre, intentando decidir qué hacer, y a punto estuvo de desmayarse al notar un pequeño bulto en el interior del sobre.
– ¿Qué es esto? -Preguntó horrorizada, aunque sabía muy bien que se trataba del anillo de Piero -. Ya te expliqué por qué no podía aceptarlo -dijo desesperada.
– Pues yo sigo sin ver por qué no puedes quedarte con él -protestó Toni-. El abuelo te lo dio.
– Para darme la bienvenida a la familia. Pero nosotros estamos escapándonos de ella. Además, debería habérselo dado a Rinaldo, que es el hermano mayor.
– El abuelo podía hacer lo que quisiera con el anillo suspiró Toni, cansado de la discusión-. Y nos lo dio a nosotros. ¿Es que no ves que ahora somos independientes?
– ¿Independientes? ¿Con el dinero de Rinaldo y con el anillo de Piero?
– Bueno, a mí me parece una buena jugada aprovechar el dinero con el que Rinaldo intentó chantajearte. Me encantaría ver su cara cuando descubra que nos hemos marchado con el millón y medio.
– Falso -dijo Donna con amargura-. Preferirías estar en cualquier sitio antes que cerca de él. Te faltaría valor. Tú siempre lo haces todo en secreto. Como cuando me engañaste para que volviera al baño, para así poder guardar todo esto. ¿Cómo has podido…?
– Sólo me preocupo por ti -respondió ofendido -. Vamos a necesitar dinero para vivir hasta que nos casemos. Estoy seguro de que luego el abuelo nos pasará una buena mensualidad.
– ¿Una mensualidad? -Repitió Donna-. ¿Es que pretendes pasarte toda la vida mantenido por los demás? Toni, yo no puedo vivir así.
– Vamos, no te pongas dramática -replicó Toni irritado -. ¿Qué tiene de malo? Es el dinero de la familia.
– El dinero de la empresa de la familia; empresa en las que tú no trabajas -puntualizó Donna.
Toni se encogió de hombros. Luego dieron unos sorbos de café en silencio.
– ¿A qué se refería Rinaldo cuando dijo lo de tus roces con la Ley? -prosiguió Donna.
– ¿Por qué sacas eso ahora?
– Porque no me lo habías contado antes. ¿Qué sucedió?
– No pasó nada. Me siguió un coche de policía porque iba muy rápido, y al final se convirtió en una persecución. El coche de policía se estrelló.
– ¡Santo cielo! ¿Hubo algún herido?
– No, te lo prometo. Los policías salieron del coche, llamándome de todo, pero no les pasó nada.
– ¿Cuánto hace de eso?
– Unos seis meses. Justo antes de ir a Inglaterra.
– ¿Quieres decir que te escapaste a Inglaterra para que no te detuvieran? -preguntó Donna, que empezaba a atar cabos.
– Rinaldo dijo que me convenía ocultarme mientras él se ocupaba de todo. Un mes después me llamó para decirme que ya estaba a salvo; pero para entonces ya te había conocido, cara -le lanzó una de sus irresistibles sonrisas, pero éstas ya no surtían el mismo efecto en Donna.
– No me extraña que Rinaldo estuviera en mi contra desde el principio -murmuró. De pronto, apuró el café, metió el sobre en su bolso y se levantó -. Vamos -le ordenó a Toni, que la siguió obedientemente hacia el coche.
– ¡Oye, oye! Conduzco yo -protestó él al ver que Donna ocupaba el asiento del conductor.
– No, Toni. Yo conduzco -luego arrancó el coche y dio media vuelta.
– ¿Adónde vas? -preguntó Toni, despistado -. Vas en dirección contraria.
– Voy perfectamente. Volvernos a tu casa.
– ¿Cómo? ¿Estás loca? ¡Rinaldo estará enfadadísimo! -exclamó Toni, aterrorizado.
– Tenernos que devolver el dinero y el anillo. No nos pertenecen y no pienso quedarme con ellos.
– Está bien, como quieras: lo devolveremos todo por correo certificado. Y ahora, por favor, da media vuelta.
– No podemos mandar algo de tanto valor por correo. Además, quiero ver la cara de Rinaldo cuando le dé el dinero y le diga lo que puede hacer con él.
– Su cara es justo lo que yo no quiero ver -murmuró Toni.
– No te preocupes, yo cuidaré de ti -lo tranquilizó Donna.
En vez de sentirse ofendido porque Donna sugiriera que él necesitaba su protección, Toni protestó de nuevo:
– Eso es lo que tú te crees. Tú no has visto a Rinaldo cuando está enfadado de verdad. Por favor, ¡da media vuelta!
– ¡No!
– Mira, primero nos casamos, y luego volvernos a verlo.
– No -repitió Donna obstinadamente. Y, al tiempo que se negaba, supo que no habría tal boda. Ni siquiera por el bien de su pequeño, no podía casarse con Toni. Nunca estaría tranquila con ese niño grande, siempre escondiéndose o huyendo de algo. Le dejaría ver a su hijo todo cuanto quisiera, pero era una locura atarse a ese hombre inmaduro. Debería de haberse dado cuenta antes.
– Donna, ¡por favor!
– Voy a enfrentarme a Rinaldo -dijo con determinación-. No puede hacernos nada.
– ¡Por Dios! -casi estaba llorando-. No tienes ni idea de lo que dices. Tú no sabes cómo es mi hermano.
Corno no respondía, Toni, en un arrebato de decisión, agarró el volante. Donna deceleró e intentó apartar a Toni y mantener el coche en línea recta… inútilmente.
El coche dio un violento giro de ciento ochenta grados.
Donna hizo lo posible por recuperar el control de la dirección, pero no logró que Toni quitara las manos del volante.
– ¡Toni! -Gritó Donna-. ¡Toni, por favor!
Demasiado tarde. El mundo empezó a nublársele mientras el coche se elevaba y daba vueltas y más vueltas de campana. Fue lo último que Donna vio, aunque aún tuvo tiempo para oír el chirrido de los neumáticos y el último golpe, justo antes de detenerse; aun tuvo tiempo de oír a Toni gritando su nombre una y otra vez, hasta que su voz se desvaneció en el silencio.
Donna, en medio de aquella confusión, comprendió lo que significaba aquel silencio y empezó a susurrar el nombre de Toni, aunque sabía que no podía oírla. Que nunca más podría volver a oírla.
Estaba perdida en un túnel oscuro, dando vueltas, mareada, sintiendo su cuerpo lleno de cristales, agonizando cada vez que respiraba. Por fin abrió los ojos. Le costó fijar la mirada, pero acabó comprendiendo que se encontraba en una pequeña habitación, blanca.
Había una sombra oscura junto a la cama. Giró la cabeza lentamente y vio a Rinaldo Mantini. La estaba mirando con más odio del que jamás había visto en ningún ser humano.
Capítulo 4
– ¿Mi bebé? -preguntó Donna, después de un tenso silencio.
– No corre peligro -dijo Rinaldo con frialdad-. Tuviste suerte.
– ¿Y Toni?
– Muerto.
– ¡Dios, no! -Susurró horrorizada ante la confirmación de sus temores-. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? -preguntó tras reponerse de la impresión.
– Dos días. Al principio, los médicos dijeron que también morirías. Pero has sobrevivido.
– Tú habrías preferido que también me hubiese muerto, ¿no es cierto? -preguntó asustada por la expresión de Rinaldo.
– Les diré a los médicos que estás despierta -respondió, poniéndose en pie-. Ya hablaremos más adelante.
Y desapareció. Luego llegaron unas enfermeras, y Donna volvió a dormirse. Le dolía todo el cuerpo y se sentía muy desgraciada. Lo único que la consolaba era que su hijo seguía vivo.
Permaneció en estado de semiinconsciencia durante varios días. Rinaldo estaba siempre allí, observándola y, en medio de sus pesadillas, Donna podía sentir el odio de sus miradas. Por fin, despertó por completo. Y él seguía allí.
– No lo he imaginado, ¿verdad? -Le preguntó Donna-. Me dijiste que Toni está muerto.
– Muerto -confirmó con voz neutra-. Ayer fue su funeral.
– ¡Dios!, ¡pobre Toni! -empezó a llorar.
– Eso, llora por él -dijo con desprecio-. Llora por el hombre al que has matado; pero no esperes que te compadezca.
– Yo no maté a Toni -protestó débilmente-. Fue un accidente.
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