– Pues adelante. Ahora ti enes la oportunidad -le entregó sus pertenencias-. No quiero nada de ti.

– ¿Cómo mantendrás al niño?

– Eso a ti no te importa.

– Contesta -dijo enfadado.

– Soy enfermera. Me las arreglaré para ganarme la vida.

– ¿Y quién se ocupará del niño mientras trabajas?, ¿canguros?, ¿niñeras venidas de Dios sabe dónde?

– ¿Qué más te da? ¿No estás tan seguro de que mi hijo no es de Toni?

– Reconócelo -dijo sujetándola por los hombros, después de arrebatarle el sobre y tirarlo al suelo-. Di que ese hijo no es de Toni y me encargaré de que no te falte para vivir. ¡Pero reconócelo, por Dios!

Donna sintió algo parecido a la compasión. Rinaldo no sabía qué creer, aparte de que, fuera cual fuera la verdad, estaba sumido en un profundo dolor. Pero aquel hombre no había hecho más que ofenderla, de modo que no podía abandonarse a aquellos sentimientos comprensivos.

– No quiero nada de ti -dijo Donna con hostilidad-. ¿Es que no lo entiendes?

– ¡Reconócelo! Di que no es hijo de Toni y tendrás todo lo que quieras -repitió con expresión torturada.

– Lo único que quiero es alejarme de ti -gritó Donna-. Toni es el padre de mi hijo, pero llevará mi apellido y no el suyo, porque no quiero que nada me recuerde a ti. Me marcharé tan pronto como me recupere. Y ahora, por favor, vete. Estoy cansada y quiero quedarme sola.

Rinaldo la miró un segundo. Y luego salió de la habitación.

Ya había anochecido. Rinaldo estaba sentado en el jardín, mirando la luz de la luna reflejarse en la fuente. Una sirvienta apareció y le comunicó que un agente de policía había llamado a la puerta. Rinaldo despertó de sus sombríos pensamientos, se recompuso y le dijo a la sirvienta que hiciera pasar al policía. Se trataba de Gino Forselli, un hombre de la edad de Rinaldo y de alto rango, que no tenía por qué molestarse en hacer ese tipo de visitas. Pero ambos habían ido juntos al colegio y se conocían, así que se saludaron con cordialidad.

– Me alegra que seas tú el que haya venido, Gino dijo Rinaldo haciendo un esfuerzo, como si le costara regresar al mundo real.

– Lamento venir tan tarde, pero pensé que te gustaría oír lo que tengo que decirte.

– ¿Sobre qué?

– Ha aparecido un testigo que presenció el accidente.

– ¡Por fin! -exclamó Rinaldo triunfalmente-. Por fin saldrá a la luz la verdad. Se acabaron las mentiras -. ¿Por qué no habíais sabido nada de este testigo antes?

– Le daba miedo descubrirse; estaba visitando a una mujer en ausencia de su marido -explicó Gino se marchó de la casa de su amante al amanecer y estaba andando por la carretera cuando vio acercarse un coche rojo descapotable. Su declaración y la de la signorina Easton coinciden en todo. Dice que el coche iba en dirección Sur, hacia Roma…

– ¿Cómo? -exclamó Rinaldo, incrédulo. Miró a Forselli con rabia contenida-. ¿Estás seguro?

– Completamente. Según él, conducía una mujer, con un hombre a su lado. Vio al hombre agarrar el volante y entonces, el coche empezó a derrapar hasta que los movimientos fueron tan violentos que acabó dando dos vueltas de campana, para acabar mirando en dirección contraria. Nuestro testigo regresó a casa de su amante, llamó a la policía por teléfono y desapareció -le refirió Gino-. Debo reconocer que la historia de la signorina Easton sonaba poco creíble; después de todo, ¿por qué iba a Toni a agarrar así el volante? Eso significaría que…

– No importa -lo interrumpió Rinaldo bruscamente.

– El caso está cerrado -comentó Gino, después de carraspear-. Como tengo entendido que la mujer es, digamos, cercana a tu familia, quería ser el primero en darte la buena noticia.

– Sí -respondió Rinaldo-. Muy buena.


Donna estaba muy preocupada por Piero. Sólo él le había dado la bienvenida y, a cambio, ella había sido la causa de su grave estado de salud. Alicia decía que el abuelo se encontraba «tan bien como cabe esperar», pero se negaba a ser más precisa; seguramente, de acuerdo con las indicaciones de Rinaldo.

Tuvo mejor suerte con su enfermera de noche, Bianca, que era bastante habladora y dejó escapar que Piero se encontraba en la planta inmediatamente superior del edificio. Donna ocultó su interés, pero al amanecer, en el vacío del cambio de guardia, subió las escaleras y fue pasillo por pasillo, mirando los nombres que había en cada puerta, con el corazón en un puño. No estaba segura de lo que ocurriría cuando viera a Piero. Sólo sabía que tenía que decirle a aquel amable ancianito lo mucho que lamentaba todo lo sucedido.

Por fin dio con el letrero de Piero Mantini. Las fuerzas estuvieron a punto de abandonarla, pero se armó de valor y empujó la puerta con suavidad.

La habitación estaba casi a oscuras, pero pudo distinguir la silueta de Piero sobre la cama. Estaba tumbado, con los ojos cerrados, y su cara daba muestras evidentes de agotamiento y dolor. Casi se puso a llorar, al recordar la última vez que lo había visto, tan lleno de vida y jovialidad. Ahora parecía que ya no quería seguir viviendo y ella había contribuido a su desaliento.

De pronto, Donna tuvo la impresión de que había hecho algo terrible al colarse en su habitación. ¿Por qué iba a querer verla el abuelo? Se dio media vuelta y casi se chocó con Rinaldo, cuya entrada no había advertido Donna.

– ¿Se puede saber qué haces aquí? -La regañó Rinaldo-. ¿Es que no puedes quedarte quieta en tu habitación?

– Quería decirle lo mucho que lo siento -dijo desesperada.

– ¿Acaso crees que tus lágrimas de cocodrilo servirán para algo?

– Lo que siento por él es auténtico -insistió en voz baja.

– No tienes ni idea de lo que estás diciendo -replicó él-. Sal de aquí antes de que te eche yo.

Hubo un ligero movimiento en la cama y Rinaldo se acercó a la vera de Piero.

– No pasa nada, abuelo -dijo Rinaldo con una dulzura que sorprendió a los oídos de Donna-. Tranquilo estoy a tu lado.

Piero estaba intentando decir algo, pero el infarto le había producido una parálisis casi total. Donna lo miró con impotencia, compasivamente, y empezó a salir de la habitación. Sin embargo, el abuelo la vio a tiempo, y de pronto, se transformó por completo: su boca se contrajo y emitió desesperados, frustrados e incomprensibles sonidos. Al principio, Donna pensó que se había molestado, pero luego vio que Piero estaba estirando un brazo, como para alcanzarla.

Haciendo caso omiso de Rinaldo, se acercó al abuelo y le estrechó la mano esbozando una amplia sonrisa.

– Estaba preocupada por ti. Cuando me dijeron que estabas enfermo, quise venir a verte en seguida, pero… -las lágrimas se le agolparon en los ojos; pero logró contenerse y seguir adelante-. Sé lo mucho que querías a Toni. Yo también lo quería. Y ojalá todo hubiera salido de otra manera. Ojalá… -no pudo continuar, emocionada por la memoria del que había sido su prometido.

Piero respondió, no con palabras, sino con una mirada suave que le daba a entender que él no la odiaba. Después de los ataques de Rinaldo, el perdón de Piero fue como un bálsamo para el alma de Donna.

– Ahora deberías marcharte -le dijo Rinaldo con tranquilidad y dureza al mismo tiempo-. Mi abuelo está cansado.

– Pero está intentando decir algo -dijo Donna, que no quitaba los ojos de Piero.

Hada terribles esfuerzos por hablar, pero sólo lograba articular sombras de palabras. Donna creyó entender que estaba diciendo «bebé».

– El bebé está bien -lo tranquilizó. A juzgar por el brillo de sus ojos, había dicho lo que Piero esperaba oír-. Sigue conmigo. Hace falta mucho más que un accidente para acabar con tu bisnieto -añadió animada.

Notó que a Rinaldo no le había sentado bien que llamara a aquel bebé bisnieto de su abuelo, pero a ella le dio igual, pues no era más que la verdad.

Los párpados de Piero descendieron para dormir tranquilo y el brillo de su cara se apagó, confiriendo a su piel una tonalidad grisácea. Donna sintió una mano de Rinaldo sobre su brazo, lo miró a la cara y entendió que le estaba indicando que saliera de la habitación. Se agachó impulsivamente y le dio un beso al abuelo en la mejilla antes de seguir a Rinaldo, que la esperaba fuera. Luego afrontó su cara, esperando su expresión de desprecio, pero su rostro resultó indescifrable.

– Ven conmigo -le dijo simplemente. Cuando hubieron regresado a la habitación de Donna, prosiguió-. No entiendo lo que pasa contigo. Mi abuelo estaba más muerto que vivo y, en cuanto has aparecido tú, causante de su infarto, parece que ha recobrado su vigor. No tiene sentido.

– Para mí sí lo tiene -dijo Donna-. Es un hombre lleno de amor y no está amargado como tú, Rinaldo. Sabe que yo llevo al hijo de Toni y eso le devuelve las ganas de vivir -explicó evitando mirarlo a los ojos, cuya intensidad la azoraba sobremanera.

– ¿Y cuando te marches? -Preguntó Rinaldo-. ¿Qué motivo tendrá para seguir viviendo?

– Tendrás que ser tú quien lo animes.

– Yo no puedo -respondió sombríamente -. Siempre fue Toni el que lo alegraba, con quien se divertía y se reía.

– Lo visitaré para que vea a su bisnieto, si me lo permites. Sé que piensas que estoy mintiendo, pero te juro… -se detuvo al ver que Rinaldo levantaba una mano.

– Anoche vino a verme un agente de policía -arrancó él-. Han localizado a un testigo que asegura haber presenciado el accidente.

– ¿Y? -preguntó inquieta.

– No me creía que estuvieras diciendo la verdad. Pero ahora parece que no me queda otro remedio. El testigo ha confirmado que ibais de vuelta a Roma… así como el resto de las cosas que cantaste.

Donna se sentó en la cama. Aquella imprevista noticia casi la había hecho perder el equilibrio. Un segundo después, miró a Rinaldo, cuya expresión seguía hostil como siempre. Su sentido del honor lo había obligado a admitir lo que sabía, pero su rechazo hacia ella parecía incorruptible.

– Así que no hay nada que me impida marcharme comentó Donna.

– Hay mil razones que impiden que te marches -la corrigió Rinaldo con vehemencia-. Llevas en tus entrañas al hijo de mi hermano. Supongo que tengo que aceptarlo.

– ¿Porque has descubierto que he dicho la verdad sobre el accidente? -preguntó enfadada-. Eso no tiene que ver.

Pero sí tenía que ver, y los dos lo sabían. Rinaldo se la había imaginado como una mujer perversa y mentirosa y ya no estaba tan seguro de que su juicio fuera acertado. Por su parte, Donna no se sentía triunfante y sólo deseó alejarse de Rinaldo, regresar a su país y ponerse a salvo. Poco antes había soñado con ir a Italia, pero su aciaga experiencia lo había cambiado todo y ya sólo quería escapar.

– Y aunque me alegre de que por fin me creas- prosiguió Donna-, eso no cambia las cosas.

– Por supuesto que las cambia. ¿Acaso piensas que vaya permitir que el bebé de mi hermano nazca de una madre soltera?

– Toni está muerto. No puedo casarme con él.

– Evidentemente -dijo con frialdad-. Tienes que casarte conmigo.

– Si es una broma -comentó Donna, indignada-, es de un gusto pésimo.

– A mí no me gustan las bromas -aseguró.

– Entonces es que estás loco.

– Nunca he estado más cuerdo. Es la única solución posible.

– ¡De eso nada! Ya te he dicho que me vuelvo a Inglaterra.

– ¿En tu estado? -Preguntó Rinaldo-. ¿Cómo pretendes viajar así?

– Ahora no; me iré dentro de unos días.

– Muy bien. Dentro de unos días val veremos a discutir esta cuestión. Te aconsejo que consideres mi sugerencia muy seriamente.

– ¿Era una sugerencia? -Preguntó con sarcasmo-. A mí me ha parecido una orden.

– Bueno, no puedo obligarte a que te cases conmigo, ¿no? -Respondió con suavidad-. Sólo puedo sugerirte y pedirte que recapacites. Cuando estemos casados, tu hijo tendrá un hogar y tú no tendrás problemas de dinero. ¿Por qué ibas a rechazarme?

– ¿Por qué? -repitió escandalizada-. Porque tú has sido mi enemigo desde que me conociste. Porque tú y yo nunca podremos hacer las paces. Porque me produces repulsión.

– Tampoco tú me gustas a mí -se encogió de hombros-. Pero hay que tener sentido del deber. No quiero que el hijo de Toni nazca ilegítimamente, como un bastardo. Estamos en Italia, signorina, y esas cosas tienen su importancia aquí.

– Pero yo no estaré aquí -le recordó.

– Está bien, vamos a dejarlo -suspiró impaciente-. Pero no te des demasiada prisa por marcharte. Tu visita le ha hecho bien a mi abuelo. Puede que si lo visitas más a menudo se recupere. Se lo debes.

– Sí, se lo debo -convino sin dudarlo-. Y me alegra poder hacer algo por él. Piero siempre ha sido muy amable conmigo.

– Bien. Tengo que irme. Volveré más tarde.

Rinaldo se marchó y dejó a Donna con un fuerte dolor de cabeza. Descubrir el verdadero estado de salud de Piero, su cálida reacción al verla, saber que un testigo había enterrado cualquier sospecha que hubiera sobre ella y, finalmente, la descabellada e indecente proposición de Rinaldo la habían dejado demasiado alterada como para pensar con serenidad.