Hannah siguió acostada hasta que lo vio abandonar el dormitorio.

La noche había sido interesante, pensó. Y no del todo relajada. Desde luego, no había resultado en absoluto como la había planeado.

En primer lugar porque la… la experiencia propiamente dicha había sido muchísimo más carnal de lo que se imaginaba. ¡Y el doble de placentera, además! Aunque la hubiera dejado bastante dolorida.

Y en segundo lugar porque albergaba la incómoda sospecha de que tener un amante iba a conllevar algo más que lanzarse indirectas subidas de tono y retozar alegremente entre las sábanas. Un detalle que no había esperado ni deseado.

Sospechaba que el affaire con Constantine Huxtable acabaría enredándola en una especie de relación, como le sucedió con su matrimonio.

Y no quería una relación. Esa vez no.

O tal vez sí. Una relación unilateral o ceñida a sus propias condiciones. Comprenderlo le produjo cierta sorpresa. La verdad era que había deseado conocer más cosas de él desde el principio, conocerlo a fondo, de hecho. Y se lo había dejado claro. Era un hombre enigmático y misterioso. Se sabían ciertas cosas sobre él. Pero no sabía de nadie que lo conociera de verdad. Su duque no lo había conocido, aunque hablaba de él de vez en cuando. Según sospechaba su esposo, el carácter sombrío y taciturno de Constantine se debía al odio; y sus agradables modales cuando se desenvolvía en sociedad se debían al amor. Por tanto, aseguraba que se trataba de un hombre complejo y peligroso, poseedor de un atractivo arrollador. Así tal cual lo había dicho.

Posiblemente ese comentario fuese la semilla de su decisión de conseguir al señor Constantine Huxtable como amante.

Esa noche había admitido odiar a su retrasado hermano pequeño. Sin embargo, estaba convencida de que también lo había querido mucho. Hasta un punto rayano en el dolor.

De lo que no se había dado cuenta hasta esa noche, craso error por su parte, era de que no se podía mantener una relación unilateral. Constantine había descubierto más cosas sobre ella que ella sobre él.

¡Por el amor de Dios!

Su reputación acabaría hecha jirones si a Constantine se le ocurría comentar entre la alta sociedad lo que había descubierto esa noche. Aunque no lo haría, claro.

Sin embargo, lo cierto era que estaba al tanto.

Y eso resultaba de lo más irritante.

No quería una relación. Solo quería… bueno, debía aprender a emplear la palabra. El duque la había utilizado siempre en su presencia y ella no era mojigata ni mucho menos. Lo único que quería de Constantine Huxtable era sexo.

Y la verdad era que la noche, en cuanto al sexo, había sido gloriosa. Ni siquiera había notado el dolor hasta que todo pasó. El momento en cuestión podría haberse alargado durante toda la noche por lo que a ella se refería. Pobre Constantine. Habría acabado muerto.

Soltó un resoplido muy poco elegante mientras pasaba las piernas por el borde de la cama y comenzaba a buscar las medias.


La duquesa no quería que la acompañara, pero Con pasó por alto sus protestas. La ayudó a subir al carruaje y la siguió al interior. Una vez sentados, cogió su mano y se la colocó en el muslo.

Ataviada con la capa blanca y con la cabeza cubierta por la amplia capucha, parecía la de siempre.

No obstante, jamás volvería a verla de esa forma. Lo que era comprensible, claro. La había visto sin ropa y sin sus artísticos peinados. Había poseído su cuerpo. Pero no era solo eso.

Al menos en un aspecto concreto no era la mujer que todos creían, que todos suponían que era. El tipo de mujer que le habría costado la misma vida aparentar que era.

El matrimonio con el duque no había sido consumado. Un detalle en absoluto sorprendente. Porque, de hecho, se había especulado mucho sobre el tema. Sin embargo, todos esos amantes con los que había paseado orgullosa: Zimmer, Bentley, Hardingraye por nombrar unos cuantos…

No habían sido sus amantes.

Él había sido el primero.

Era una idea desconcertante. Nunca había desvirgado a una mujer. Nunca había querido hacerlo. ¡Dios santo!

– Duquesa, necesitarás unos cuantos días para reponerte -dijo cuando el carruaje se acercaba a Hanover Square-. ¿Fijamos una cita para el próximo martes, después del baile de los Kitteridge?

Ella, por supuesto, jamás le permitiría decir la última palabra, aunque había cedido en el almuerzo al aire libre del día anterior. De modo que era su turno para decidir.

– Mejor el lunes por la noche -respondió-. El duque tiene un palco en el teatro, pero nadie lo usa salvo yo. Le he prometido a Barbara que iríamos una noche. Invitaré al señor y a la señora Park y tal vez también a su hijo, el clérigo, si sigue en la ciudad. Tú serás mi acompañante.

– Un grupo perfecto -comentó él-. Un clérigo, la prometida de un clérigo, aunque no del anteriormente mencionado, los padres de dicho clérigo y la duquesa de Dunbarton con su nuevo amante, a quien llaman «demonio» en ocasiones.

– Es agradable promover temas de conversación interesantes en los salones -replicó ella.

Con pensó que sería una buena meta siempre y cuando se tratase de la duquesa de Dunbarton.

Se llevó su mano a los labios al percatarse de que el carruaje doblaba en la esquina, tras lo cual aminoró la velocidad hasta detenerse. En ese momento inclinó la cabeza y la besó en la boca.

– Esperaré la llegada del lunes por la noche con ansia -le dijo.

– ¿Pero no del lunes por la tarde? -preguntó ella.

– Tendré que tolerarlo -comentó-. Al fin y al cabo, el postre siempre resulta más apetecible después de una cena, tal como hemos descubierto esta noche. -Le dio unos golpecitos a la portezuela para indicarle al cochero que estaban listos para apearse.

Alguien se había levantado ya en casa de la duquesa. La puerta se abrió justo cuando él pisaba la acera y se volvía para tenderle la mano a ella.

La observó subir los escalones sin prisas, con la espalda erguida y la cabeza en alto. La puerta se cerró en silencio tras ella.

Aquello distaba un poco de su acostumbrada aventura primaveral, pensó.

Era un poco menos cómoda.

Pero un poco más erótica.

¿Qué demonios había querido decir con eso de que «también lo odiaba»?

Nunca había odiado a Jon. Jamás. Lo había querido muchísimo. Todavía lloraba su muerte. A veces tenía la impresión de que nunca dejaría de hacerlo. Había un negro y enorme vacío allí donde antes estaba Jon.

«También lo odiaba.»

Le había confesado esas palabras a la duquesa de Dunbarton, ni más ni menos.

¿Qué demonios había querido decir?

¿Y qué más ocultaba la duquesa aparte del pequeño y ya descubierto detalle de su virginidad?

La repuesta era «nada», por supuesto. Había confesado abiertamente que se había casado con Dunbarton por el título y por el dinero. Y en esos momentos estaba usando la libertad y el poder que ostentaba para disfrutar del placer sensual.

No era el más indicado para recriminarle nada.


Se volvió y miró ceñudo a su cochero, que aguardaba a que volviera a subirse al carruaje.

– Vete a casa -le ordenó-. Yo iré caminando.

El cochero meneó la cabeza despacio mientras cerraba la portezuela.

– Como quiera, señor -replicó.

CAPÍTULO 07

El hijo del señor y la señora Park, el clérigo, no se encontraba en la ciudad. Sin embargo, el hermano menor de la señora Park estaba pasando una temporada con ellos y le encantó la idea de acudir como invitado al palco de la duquesa de Dunbarton el lunes por la noche, acompañando a su hermana y a su cuñado. Hannah también invitó a los barones Montford después de que Barbara y ella se los encontraran en la biblioteca de Hookham el lunes por la mañana y se detuvieran a charlar con la pareja.

Lady Montford era prima del señor Huxtable.

– Una ópera y una obra de teatro en la misma semana -dijo Barbara mientras viajaban la una al lado de la otra en el carruaje el lunes por la noche-. Por no mencionar las galerías de arte, los museos, las bibliotecas y las compras. Todos los días les escribo un libro a mis padres y a Simón en vez de una sencilla carta. Voy a quedarme sin tinta, Hannah.

– Tienes que venir más a menudo a la ciudad -replicó ella-. Aunque supongo que tu insoportable vicario no dejará que te escapes una vez que os caséis.

– Seguro que yo no quiero escaparme una vez que nos casemos -replicó Barbara-. Estoy ansiosa por emprender la vida de esposa de un vicario y de regresar a la vicaría. Aunque convenceré a Simón para que me traiga de vez en cuando y así nos veremos otra vez. Y tal vez tú puedas venir a… -Sin embargo, guardó silencio de repente y se volvió para mirarla en la penumbra del carruaje. Se disculpó con una sonrisa-. No, por supuesto que no vendrás -continuó-. Pero ojalá lo hicieras. Tal vez ya sea hora de que…

– Es hora de ir al teatro, Babs -la interrumpió ella.

El carruaje aminoró la marcha hasta detenerse en Drury Lane, donde contemplaron a la multitud que deambulaba por el lugar, muchos a la espera de que llegaran más personas para poder entrar. Constantine Huxtable se encontraba entre ellas, con aspecto elegante y demoníaco a la vez debido a su frac negro y su sombrero de copa.

– Mira, ahí está -dijo Barbara-. Hannah, ¿estás segura de que…?

– Lo estoy, tonta -le aseguró-. Somos amantes, Babs, y no he terminado con él ni mucho menos. Apostaría lo que fuera a que ese detalle no se lo has comentado a tu vicario en las cartas.

– Ni a mis padres -añadió su amiga-. Se preocuparían muchísimo. Es posible que lleven más de once años sin verte, Hannah, pero siguen teniéndote mucho cariño.

Le dio unas palmaditas en la rodilla a Barbara.

– Nos ha visto -dijo.

Y de hecho fue Constantine quien abrió la portezuela del carruaje y desplegó los escalones en vez del cochero.

– Señoras, buenas noches -las saludó-. Tenemos suerte de que la lluvia de esta tarde haya cesado, al menos de momento. ¿Señorita Leavensworth? -Constantine le ofreció la mano a Barbara, que la aceptó y lo saludó con cortesía.

Los modales de su amiga, por supuesto, siempre eran impecables.

Hannah inspiró hondo. Era la primera vez que lo veía desde la semana anterior. La noche pasada en su casa le parecía casi un sueño, salvo por los efectos físicos que sintió durante los días posteriores. Y salvo por la alarmante punzada de deseo que la atravesó en cuanto volvió a verlo. Y por la emoción de lo que estaba por llegar esa noche.

«¡Dios mío, es guapísimo!», pensó.

En cuestión de minutos, por supuesto, todos los espectadores que acudieran esa noche al teatro sabrían, o creerían saber, que Constantine era su nuevo amante. Uno más de una larga lista de amantes. Al día siguiente a esa misma hora todo el que no hubiera asistido al teatro también lo sabría.

El señor Constantine Huxtable era el nuevo amante de la duquesa de Dunbarton.

Sin embargo y por primera vez, estarían en lo cierto.

Barbara ya estaba sana y salva en la acera.

– ¿Duquesa? -Le tendió la mano y sus ojos se encontraron.

Jamás había visto unos ojos tan oscuros. Ni tan hipnóticos. Nunca había visto unos ojos que tuvieran ese efecto tan letal en sus rodillas.

– Espero que alguien haya secado la acera-le dijo al tiempo que aceptaba su mano-. No me gustaría mojarme el bajo del vestido.

Era evidente que alguien lo había hecho. Y que también se habían encargado de controlar a la multitud. Se había abierto un camino para permitirles entrar en el teatro. Hannah contuvo una sonrisa al entrar, cogida del brazo derecho de Constantine. Barbara iba cogida del brazo izquierdo.

El palco ducal, que se encontraba en la primera planta de las tres que rodeaban el patio de butacas con forma de herradura, estaba situado cerca del escenario. Entrar en el palco era casi como salir a escena. Dudaba mucho que alguno de los presentes no se volviera para verlos entrar y saludar al resto de los invitados, que habían llegado antes y estaban de pie, charlando, a la espera de tomar asiento. Seguro que todos repararon en el detalle de que la amiga de la duquesa se sentó entre la señora Park y el hermano de esta, mientras que ella lo hacía junto al señor Constantine Huxtable.

Su nuevo favorito. El primero desde la muerte del viejo duque y su regreso a la ciudad. Su nuevo amante.

Fue fácil interpretar los cuchicheos que se escucharon por todo el teatro.

También fue fácil echar un lento vistazo a su alrededor con despreocupación, tal como había hecho en incontables ocasiones mientras el duque seguía vivo. La había enseñado a mirar a su alrededor en vez de clavar la vista en el regazo. La única diferencia era que en ese momento no sentía la alegre curiosidad que siempre la acompañaba al saber que las especulaciones acerca de su acompañante masculino eran erróneas.