Y en ese momento comenzaba a darse cuenta de que su persona, tan hermosa y perfecta como era, tal vez no fuera suficiente.
A lo mejor estaba cansada. Y también seguía excitada. Y se alegraba de que fueran a cenar algo antes… aunque no comiera nada.
Constantine le quitó la capa, para lo cual se colocó tras ella. Sus manos apenas la tocaron.
– Duquesa -dijo él al tiempo que le señalaba la silla en la que se había sentado la semana anterior-, ¿quieres sentarte?
Sirvió el vino mientras ella se sentaba y se llenaba el plato con un poco de todo.
– ¿Te ha gustado la representación? -preguntó.
– He estado distraído durante la mayor parte -contestó Constantine-. Pero creo que ha sido entretenida.
– Barbara estaba contentísima -comentó-. Por supuesto, ella ve el escenario que es Londres a través de unos ojos inocentes.
– ¿Nunca había estado en la ciudad? -quiso saber él.
– Sí había estado antes -respondió Hannah-. Mientras estuve casada conseguí convencerla alguna que otra vez para que pasara un par de semanas conmigo, aunque casi siempre me visitaba en el campo, no en la ciudad. Y nunca se quedó mucho tiempo. El duque la aterraba.
– ¿Tenía motivos para ello? -preguntó él.
– Era un duque -adujo-. Ostentaba el título desde los doce años. Había sido duque durante más de sesenta años cuando me casé con él. Claro que tenía motivos para estar aterrada, aunque él siempre se esforzó por ser amable con ella. Es la hija de un vicario, Constantine.
– Pero ¿tú no le tenías miedo?
– Yo lo adoraba -contestó Hannah al tiempo que cogía la copa con la mano y hacía girar su contenido.
– ¿Cómo lo conociste?
¿Cómo era posible que la conversación hubiera tomado ese rumbo? Ese era el problema de las conversaciones.
– Tenía una familia a la que le encantaba describir como «prodigiosamente extensa y aburrida» -respondió ella-. La evitaba siempre que podía, que era gran parte del tiempo. Pero también tenía un enorme sentido del deber. Asistió a la boda de un pariente, que era el decimocuarto en la línea sucesoria al título. En una ocasión me explicó que se sentía obligado hacia cualquiera que estuviera por encima del vigésimo puesto en la línea sucesoria. Yo también asistí a la boda. Nos conocimos allí.
– Y os casasteis poco después -concluyó él-. Debió de ser amor a primera vista.
– De no haber detectado el deje irónico de tu voz -replicó-, te habría dicho que no fueras tonto.
Constantine la miró en silencio un buen rato.
– ¿Tu juventud y belleza frente a su posición y riqueza? -sugirió él.
– Una explicación aplicable a miles de matrimonios -comentó Hannah al tiempo que le daba un mordisquito al queso-. Haces que el duque y yo parezcamos muy ordinarios, Constantine.
– Estoy convencido de que no necesitas que te asegure que erais una pareja de lo más extraordinaria, pero lo haré de todas formas.
– Era espléndido, ¿verdad? -preguntó ella-. Ceremonioso, elegante y aristocrático hasta decir basta. Y con un porte que atraía las miradas pero que mantenía a la mayoría de las personas a cierta distancia. Pocos se atrevían a acercarse a él. ¡Seguro que fue magnífico de joven! Creo que me habría enamorado sin remedio de él si lo hubiera conocido en aquel entonces.
– ¿Sin remedio? -repitió él.
– Sí. -Suspiró-. Habría sido una absoluta pérdida de tiempo. No me habría mirado siquiera.
– Me cuesta creerlo, duquesa -repuso-. Pero supongo que de todas formas estabas un poco enamorada de él.
– Le quería -lo corrigió-. Y él me quería a mí. ¿No crees que la alta sociedad se asombraría si supiera que disfrutamos de un matrimonio feliz? Pero no, no se asombraría. Sencillamente no daría crédito. La gente cree lo que quiere… lo mismo que tú.
– Ya demostraste que me equivocaba de parte a parte hace poquísimo tiempo -convino Constantine.
– Esta noche has dicho que soy vanidosa -replicó-, cuando en realidad solo soy sincera.
– Sería absurdo que fueras por la vida diciendo que eres fea.
– Y una mentira tremenda -añadió ella. Apuró la copa mientras Constantine la miraba desde el otro extremo de la mesa.
– Y esta noche me has llamado avariciosa -continuó. Lo vio enarcar las cejas.
– Duquesa, espero ser lo bastante caballeroso como para no acusar a otra persona de avariciosa, mucho menos a la dama que es mi amante.
– Pero lo has insinuado -insistió-. En el teatro, mientras examinabas mis joyas con actitud burlona y me escuchabas hablar de ellas. Y ahora mismo acabas de suponer que conoces los motivos que me impulsaron a casarme con el duque.
– ¿Y me equivoco? -preguntó él.
Hannah extendió las manos a ambos lados de su plato, sobre la mesa. Se había quitado todas las joyas al llegar a casa y las había guardado en sus respectivas cajas fuertes. Sin embargo, se había puesto otros anillos. A decir verdad, siempre se sentía rara sin ellos. Todos sus dedos relucían, a excepción de los pulgares.
Se los quitó uno a uno y los dejó en el centro de la mesa, junto al candelabro.
– ¿Cuánto valen en total? -preguntó a Constantine cuando se los quitó todos-. Solo las piedras preciosas.
Constantine miró los anillos, la miró a ella y volvió a mirar los anillos. Extendió una mano y cogió el más grande. Lo sostuvo entre el pulgar y el índice, haciéndolo girar para que captara la luz.
«¡Por Dios!», pensó Hannah. Qué inesperadamente erótico era ver esa mano morena y de dedos largos coger uno de sus anillos.
Constantine dejó ese anillo y cogió otro.
Lo vio separar los anillos con la punta de un dedo a fin de extenderlos sobre la mesa.
Y después le dio una cifra que demostraba que estaba familiarizado con los diamantes.
– No -replicó.
Constantine dobló la cantidad.
– Frío, frío -aseguró ella.
Lo vio encogerse de hombros.
– Me rindo -dijo él.
– Cien libras.
Constantine se echó hacia atrás y la miró a los ojos.
– ¿Son falsos? -preguntó-. ¿Imitaciones de cristal?
– Estos sí -contestó-. Algunos son auténticos, los que recibí en las ocasiones más especiales. Todos los diamantes que llevaba esta noche en el teatro eran auténticos. Unos dos tercios de las piedras preciosas que poseo son falsas.
– ¿Dunbarton no era tan generoso como parecía?
– Era la generosidad personificada -le aseguró-. Me habría dado la mitad de su fortuna, y seguramente lo hizo, aunque la mayor parte estaba vinculada al título, por supuesto. Me bastaba con admirar algo para que fuera mío. Me bastaba con no admirar algo para que fuera mío.
Constantine no tenía nada que decir. La miró en silencio.
– Eran auténticas cuando me las regaló -continuó Hannah-. Hice que reemplazaran los diamantes con imitaciones de cristal. Son unas imitaciones muy buenas. De hecho, es posible que te haya dado una cifra bajísima por esos anillos. Es posible que valgan doscientas libras. Tal vez un poco más. Lo hice con el conocimiento del duque. Me lo consintió a regañadientes, pero ¿cómo iba a negarse? Me había enseñado a ser independiente, a pensar por mí misma, a decidir lo que quería y a negarme a aceptar un no por respuesta. Creo que estaba orgulloso de mí.
Constantine tenía el codo apoyado en la mesa y la barbilla, entre el pulgar y el índice.
– Hay ciertos… proyectos en los que estoy interesada -añadió ella a modo de explicación.
– ¿Has donado la pequeña fortuna que obtuviste por la venta de tus diamantes a ciertos proyectos, duquesa? -preguntó-. Aunque no creo que fuera pequeña, la verdad.
Se encogió de hombros antes de contestar:
– Una gotita insignificante en un océano enorme. Constantine, en este mundo sobra sufrimiento para satisfacer las inclinaciones filantrópicas de miles de ricos a quienes les gusta creer que tienen conciencia y que pueden aplacarla donando un poco de dinero.
Hannah se mordió la lengua para no seguir hablando. Sin duda alguna no la entendería. O la creería una sentimental sin remedio. Y tal vez lo fuera. ¿Por qué había sentido la necesidad de compartir con él lo poco que le había dicho? Constantine la veía como una mujer frívola, rica y consentida, como todos los demás. La creía una cazafortunas, una mujer que utilizaba su belleza para enriquecerse.
Aunque, en cierto sentido, lo era.
Pero había mucho más.
Hasta el momento no había sentido la necesidad de justificarse ante nadie. Al menos, no en los últimos once años. Se sentía muy segura de su personalidad. Se gustaba bastante. Al duque también le había gustado. Le importaba un comino lo que los demás pensaran de ella. De hecho, siempre había disfrutado muchísimo engatusando y engañando a la alta sociedad.
¿Constantine era distinto porque se trataba de su amante?
De él solo esperaba la mutua entrega de sus cuerpos.
No buscaba nada más.
Sin embargo, se había puesto esos anillos con toda deliberación. Había deseado que él lo supiera.
La había llamado vanidosa y prácticamente también la había llamado avariciosa.
¿Le importaba lo que él pensase? Qué irritante si era así.
¿Resultaría esa aventura primaveral menos placentera de lo que había pensado?
Constantine se puso en pie y rodeó la mesa. Le tendió una mano.
– No hemos venido aquí para hablar de causas filantrópicas ni de conciencias, duquesa -dijo.
– Creía que se te había olvidado -replicó al tiempo que se ponía en pie.
Y al cabo de un momento la estaba besando con determinación, pegándola a su cuerpo desde la cara hasta las rodillas. Hannah le echó los brazos al cuello y se convirtió en una participante activa.
¡Tenía un cuerpo tan fuerte, masculino y joven…!
No se arrepentía de nada. Eso era lo que anhelaba por encima de todas las cosas, al menos durante esa primavera. Tenía que recuperar mucho tiempo perdido, tenía muchos placeres que explorar.
Constantine alzó la cabeza y la miró, y en ese momento ella volvió a fijarse en lo oscuros que eran sus ojos y en lo bien que ocultaban su verdadera identidad. No le hacía falta conocerlo. Y sin embargo, siempre había querido hacerlo. Al fin y al cabo, Constantine no era solo un cuerpo masculino que utilizar para su placer. Ojalá lo fuera. La vida sería muchísimo más sencilla.
Y también tendría muchísimo menos aliciente.
Le recorrió la nariz con un dedo.
– ¿Cómo pasó? -preguntó.
– ¿La nariz rota? -precisó él-. Una pelea.
– Constantine -lo reprendió-, no empieces. No me hagas insistir.
– Con Moreland, aunque todavía no era Moreland -le explicó-. Con mi primo. Elliott. Éramos unos niños.
– ¿Y tú te llevaste la peor parte? -quiso saber.
– Mi primo se pasó todo un mes con pinta de salteador de caminos con antifaz -contestó-. Por desgracia, los moratones no necesitan que alguien los enderece porque se van solos. Las fracturas de nariz sí lo necesitan, y a la mía no la enderezaron en condiciones. El médico era un matasanos rural.
– Estás más guapo precisamente por la nariz -le aseguró Hannah-. Tal vez ese matasanos sabía muy bien lo que estaba haciendo. ¿Por qué os peleasteis?
– Dios sabrá -contestó él-. Recurrimos a los puños en más de una ocasión mientras crecíamos. Esa pelea fue una de las mejores.
– ¿Eso quiere decir que siempre fuisteis enemigos? -preguntó-. ¿O que erais amigos?
– Vivíamos a pocos kilómetros de distancia -respondió él-, y teníamos casi la misma edad. Elliott era… es, en realidad, tres años mayor que yo. Éramos muy buenos amigos, salvo cuando nos peleábamos.
– Pero en un momento dado os peleasteis y no hicisteis las paces -señaló.
– Algo así -replicó Constantine.
– ¿Qué pasó?
– Se comportó como un imbécil pomposo y yo me comporté como un idiota testarudo. Y seguramente no deba usar el pasado. Sigue siendo un imbécil pomposo.
– ¿Y tú sigues siendo un idiota testarudo?
– Él me llamaría algo peor.
– ¿No deberíais hablarlo? -Lo miró con el ceño fruncido.
– No -respondió con firmeza-. No deberíamos hablarlo en absoluto, duquesa. Y tú tampoco deberías estar hablando. Deberíamos estar en la cama, concentrados en darnos placer.
– Ah, pero así estamos disfrutando de la emoción que supone la espera.
– Al cuerno con la espera -replicó él, que bajó las manos, la cogió en brazos y salió de la estancia con ella.
– Un hombre dominante -comentó con aprobación al tiempo que lo abrazaba por el cuello una vez más-. Estoy segura de que me arrastrarías del pelo escaleras arriba si me resisto.
– Con una cachiporra en la mano libre -añadió él-. ¿Quieres resistirte?
– Ni hablar -contestó Hannah-. ¿Podrías andar más deprisa? ¿O subir los escalones de dos en dos?
Sus preguntas consiguieron arrancarle una carcajada, ¡por fin!
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