Volvía a ir de blanco resplandeciente. Encaje con hilos plateados sobre seda blanca. Llevaba el pelo rizado y recogido en un complicado moño, aunque algunos mechones le caían por las sienes y por el cuello, a fin de atraer miradas e incitar a la imaginación. El recogido estaba coronado por una pequeña tiara de relucientes diamantes. Los diamantes que adornaban sus orejas, su escote, sus muñecas y sus dedos enguantados titilaban y resplandecían a la luz de las velas. Se percató de que también llevaba diminutas escarapelas de diamantes bordadas en los laterales de sus escarpines blancos.
O tal vez no fueran diamantes…
La noche anterior había deshojado otro pétalo de la rosa, de modo que se planteó si habría más después de todo. Había vendido dos tercios de sus diamantes, sin duda alguna a cambio de una suma exorbitante, porque quería contribuir en ciertos «proyectos» de su interés.
Proyectos benéficos, si no había entendido mal. La dama tenía un corazoncito, por tanto, y conciencia social.
A su modo también había sido una revelación sorprendente, del mismo modo que lo fue su virginidad.
Porque albergaba la inquietante sospecha de que había juzgado fatal a la duquesa, de que tal vez no fuera una persona superficial después de todo. Sin embargo, no era el único que opinaba eso de ella, tal como habían demostrado las palabras de Margaret. De modo que no podía recriminárselas.
Atravesó el salón de baile en dirección a la duquesa, consciente de que su avance suscitaba el interés de los invitados. Muy pocos de los presentes ignorarían que la duquesa era su nueva amante o que él era el nuevo amante de la duquesa, según la perspectiva de cada cual. Era imposible que dos miembros de la alta sociedad mantuvieran una aventura en secreto.
Saludó a las damas con una reverencia, invitó a la duquesa a bailar uno de los valses de la noche y a la señorita Leavensworth, el primer baile. Para entonces el séquito de admiradores habituales se había reunido en torno a ella.
Acompañó a la señorita Leavensworth a la pista en cuanto vio que se formaban las filas. La había invitado a bailar porque era la amiga de la duquesa, su invitada, y también porque había charlado unos minutos con ella la noche anterior durante la velada en el teatro y había descubierto que le caía bien. Parecía una mujer sensata e inteligente.
La verdad era que no tenía ningún motivo oculto para bailar con ella, al menos no en un principio. Le preguntó por su hogar al pensar que tal vez sintiera nostalgia, sobre todo porque su prometido se encontraba en el pueblo que había dejado atrás.
– El problema de pasar la temporada social en Londres es que por mucho que uno se divierta -comentó mientras esperaban a que la música sonara-, siempre se siente nostalgia por el campo. A mí me sucede. ¿A usted también?
– Desde luego, señor Huxtable, aunque parece un tanto ingrato admitirlo -respondió ella con seriedad-. Es maravilloso estar aquí y nunca olvidaré que he asistido a bailes de la alta sociedad, al teatro y a la ópera, y que he visitado los museos y las galenas de arte más famosas durante mi estancia. Y lo mejor es que lo he hecho con Hannah, a quien veo muy poco. Hasta ir de compras ha resultado más emocionante de lo que imaginaba. Pero tiene razón, y confieso que echo mucho de menos a mi familia y a mi prometido.
– ¿Y su pueblo? -preguntó.
– También echo de menos el pueblo -admitió-. Londres es tan… grande.
Y en ese momento vio la forma de satisfacer una vaga curiosidad. O quizá no fuera tan vaga. Todos sabían que la duquesa había utilizado su belleza para salir del anonimato y convertirse en la esposa de un duque que seguía soltero a los setenta años. Un cuento de hadas en toda regla, salvo por el detalle de que la enorme diferencia de edad había privado a la historia de romanticismo, convirtiéndola en cambio en algo sórdido. No obstante, nada se sabía sobre la vida anónima de la que había surgido la duquesa. Y cuando le preguntó por su familia, ella se había limitado a encogerse de hombros y a contestarle que no tenía.
Sin embargo, en algún momento de su vida debió tener familia.
– ¿De qué pueblo es usted? -preguntó a la señorita Leavensworth.
– De Markle -respondió ella-, está en Lincolnshire. Nadie ha oído hablar de él, salvo los que viven a menos de veinte kilómetros a la redonda. Pero es tranquilo y muy bonito, y es mi hogar.
– ¿Sus padres aún viven?
– Sí. Tengo esa suerte. Mi padre era el vicario, pero ya se ha jubilado y vivimos en una casita a las afueras del pueblo. Es más pequeña que la vicaría, pero muy acogedora. Mis padres son muy felices en ella. Y yo también, aunque me mudaré a la vicaría cuando me case en agosto.
– Y en esa ocasión será la señora de la casa -comentó Huxtable-, no la hija.
– Sí. -Sonrió-. Me parecerá raro. Aunque estoy deseando con todas mis fuerzas que llegue el momento.
– Markle… -dijo Con, ceñudo-. Me suena de algo. ¿A qué aristócrata pertenecen las tierras?
– ¿Conoce a sir Colin Young? -Preguntó ella a su vez al tiempo que le ofrecía la respuesta-. Vive en Elm Court, muy cerca del pueblo. Con lady Young y sus cinco hijos. De hecho, lady Young es… -Guardó silencio de repente y se ruborizó.
Con esperó un instante y enarcó las cejas, pero ella no añadió nada más.
– Creo que el baile está a punto de comenzar -dijo.
– ¡Sí! -Exclamó su compañera con alegre entusiasmo-. Tiene razón. ¡Mire todas esas flores! Y todas las velas que hay en las arañas. Habrá cientos. Y tantísimos invitados… Soñaré con este momento cuando vuelva a casa.
Con supuso que no era de las mujeres que se dejaban llevar por el entusiasmo. Algo la había descompuesto. Sus preguntas, posiblemente, sobre todo la última. Y las respuestas que le había ofrecido. Incluso la que había dejado a medias. ¿Se habría percatado de que en realidad intentaba sonsacarle información?
Había sido un gesto muy feo por su parte.
Pero ¿quién era lady Young? Jamás había oído hablar de Markle ni de sir Colin Young. Probablemente fuera un baronet, pero el hombre no debía de haberse relacionado mucho con la sociedad londinense.
La pieza inaugural era una elegante contradanza de pasos complicados y majestuosos. La señorita Leavensworth era una buena bailarina.
La duquesa debió de crecer también en Markle. ¿Sería allí donde conoció al duque de Dunbarton? ¿Y de quién era la boda a la que el duque había asistido? ¿De Young?
A esas alturas había logrado incomodar a la señorita Leavensworth. Y se había recriminado por ello. De modo que no tenía excusas para seguir indagando. Pero lo hizo.
– Sir Colin Young… -dijo cuando los pasos del baile los unieron al menos un minuto-. ¿No es pariente del duque de Dunbarton?
– Un primo lejano, creo -contestó ella.
El decimocuarto en la línea de sucesión, si no andaba desencaminado.
Era imposible preguntarle como si tal cosa por el apellido de soltera de la duquesa. Sin embargo, supuso que su familia debía de ocupar un puesto más bajo en la escala social que el de Young, porque de lo contrario la señorita Leavensworth la habría mencionado como la familia más importante de la zona. A menos que la duquesa fuera una hermana o una hija del tal Young. Una posibilidad que no podía descartar. De cualquier forma, habría sobrepasado todas las esperanzas depositadas en ella al cazar a un duque, aunque fuera un anciano. O tal vez precisamente por eso. Casarse con él había sido un modo muy ingenioso de ganar posición y fortuna, además de la promesa de la inminente libertad.
Por supuesto, esa era la opinión generalizada que se tenía sobre la duquesa de Dunbarton.
Sin embargo…
Sin embargo, había vendido la mayor parte de las piedras preciosas que Dunbarton le había regalado para donar ese dinero a ciertos «proyectos» de su interés. Y conservaba el resto de las joyas por su valor sentimental.
En caso de que pudiera creerla, claro estaba. Pero la creía.
¿Sería la duquesa una mujer misteriosa después de todo?
¿Por qué estaba haciéndose todas esas preguntas? ¿Qué interés podía tener él en descubrir quién era de verdad… o quién había sido? Nunca había sentido semejante compulsión con ninguna de sus amantes.
Y en ese momento cayó en la cuenta de algo. ¿Cómo le sentaría a él que la duquesa hurgara en los rincones secretos de su vida?
No debía hacer más preguntas.
Acababan de llegar a la cabeza de sus respectivas filas, y era su turno de pasar entre ambas girando para volver al final y comenzar de nuevo. La señorita Leavensworth rió a carcajadas mientras giraban, y Con le sonrió.
No obstante, fue incapaz de detener el rumbo de sus pensamientos. La duquesa y la señorita Leavensworth eran amigas desde la infancia. Un detalle al que no le había dado importancia hasta ese momento. La señorita Leavensworth era una mujer de familia y aspiraciones modestas, la hija de un vicario jubilado, la prometida de un vicario en activo. Sin embargo, la duquesa había mantenido su amistad a lo largo de los diez años del matrimonio que la había encumbrado hasta una posición infinitamente más elevada que la que ocupaba la hija del vicario. Se le ocurrió otra pregunta.
– ¿Mantienen la duquesa y usted correspondencia cuando no se ven? -preguntó en cuanto los pasos de baile le volvieron a brindar la oportunidad de hablar.
– ¡Nos escribimos una vez a la semana como mínimo! -exclamó-. A veces más si hay algo interesante que contar. Hannah y yo somos unas consumadas redactoras de cartas.
– ¿La duquesa no la visita?
– No -respondió.
Sin añadir más explicación.
– Pero estoy intentando convencerla de que asista a mi boda en agosto -apostilló al cabo de un momento-. Para mí significaría mucho contar con la presencia de mi mejor amiga. Me ha dicho que no, pero todavía no he perdido la esperanza.
De modo que no pensaba volver a Markle ni siquiera para la ocasión de la boda de su amiga… La duquesa de Dunbarton que él había creído conocer, la que todo el mundo creía conocer, habría estado encantada de volver a casa con un séquito de criados para presumir de título y de fortuna delante de los palurdos entre los que había crecido.
¿Sería cierto entonces que no tenía familia?
– ¿No tiene familia con la que alojarse? -preguntó.
– Puede quedarse con mis padres -respondió la señorita Leavensworth-. Estarían encantados de que lo hiciera.
Lo que podía ser un sí o un no. Debía dejarlo ya. Se sentía un poco culpable. Quizá más que un poco. Estaba fisgoneando.
– ¿Ya ha visitado la Torre de Londres? -preguntó cambiando de tema.
– Todavía no -contestó ella-. Pero espero hacerlo antes de regresar a casa.
– Si les parece bien, estaría encantado de acompañarlas una tarde.
– ¡Oh, es muy amable, señor Huxtable! Sin embargo, no sé si a Hannah le interesará…
– Le recordaré que podrá colocarse en el mismo lugar en el que le cortaron la cabeza a Ana Bolena, entre muchas otras personas a lo largo de los años. Estoy seguro de que eso despertará su interés.
El comentario la hizo reír.
– Posiblemente tenga razón -reconoció-. Sin embargo, yo evitaré ese lugar de forma intencionada.
– Hablaré con la duquesa para organizar la visita -dijo.
Y se concentró en los pasos de baile. Una actividad que siempre le había gustado. Echó un vistazo por la fila de las damas y vio que estaban todas sus primas, Vanessa incluida, y también Averil y Jessica, las hermanas de Elliott. La única ausente era Cecily, que se encontraba en el campo esperando su tercer alumbramiento. La duquesa también bailaba, y su belleza era despampanante. A su lado se encontraba la condesa de Lanting, la hermana pequeña de Monty. Y por supuesto, también estaban todas las jovencitas que habían sido presentadas esa temporada en sociedad y lanzadas al mercado matrimonial. Algunas parecían alegres y contentas, otras fingían la expresión hastiada que estaba tan en boga, como si la situación fuera cotidiana para ellas y se aburrieran como ostras.
En la fila de la que él formaba parte se encontraban los caballeros.
La orquesta tocaba una melodía muy alegre. Los pies de los bailarines resonaban sobre el parquet, un sonido que siempre lo incitaba a seguir el ritmo con un pie aunque no se encontrara en la pista, sino observando en un lateral. El ambiente estaba cargado con el aroma de las flores, el perfume y el sudor.
Los Kitteridge debían de estar respirando aliviados. Su hija, bastante joven, estaba bailando con el vizconde de Doran, un joven candidato que no le cupo duda que había sido elegido a conciencia para la ocasión. De modo que podían considerar el baile como un gran éxito.
En ese momento tanto él como la señorita Leavensworth se acercaban de nuevo a la cabeza de la fila.
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