Hannah bailó la pieza inaugural con lord Netherby, la segunda con lord Hardingraye, un amigo íntimo con quien podía relajarse y hablar en confianza. Estaba nerviosa y emocionada. Porque luego bailaría un vals con Constantine. Solo bailaría esa pieza con él, pero sería suficiente. No había baile más fascinante que el vals cuando se contaba con una pareja atractiva, y nadie era más atractivo que Constantine Huxtable.
Bailaría el vals con él y después, cuando la fiesta acabara, la seguiría en su carruaje como la noche anterior y se marcharía con él para pasar la noche en su casa, o lo que quedara de noche.
Esa sería la tónica de sus días, y de sus noches, durante el resto de la primavera.
«¡Ojalá fuera para siempre!», deseó. Por primera vez en la vida no ansiaba la llegada del verano. Que se demorara todo lo que quisiera. Y tampoco se sentía culpable con respecto a Barbara. Al fin y al cabo no la iba a desatender. Pasarían todos los días juntas.
¡Qué maravilloso le parecía todo después de la tristeza del año anterior! Porque había sido muy triste. Al duque no le habría gustado que fingiera lo contrario. Lo había llorado, todavía lo hacía, pero llorarlo en soledad (literalmente hablando) y llevar luto durante un año entero había sido aburridísimo. El duque le habría aconsejado que saliera a disfrutar de la vida, estaba convencida de ello. Sin embargo, solo había salido para cabalgar y cabalgar por la propiedad y por los terrenos cercanos a Copeland Manor, y para visitar a sus amigos de El Fin del Mundo cada pocos días. Había sido una esposa fiel en vida del duque. Y había sido una viuda fiel durante el año de luto.
Y en ese momento… pues se estaba divirtiendo de lo lindo. No pensaba fingir lo contrario. Había soñado con eso, lo había planeado y estaba sucediendo. Y lo mejor de todo era que el duque la aplaudiría. Estaba segurísima.
– Excelencia, podría decirse que está usted resplandeciente desde su regreso a Londres -le dijo lord Hardingraye-. De hecho, si resplandeciera un poco más, me vería obligado a protegerme los ojos con una pantalla y me acusarían de ser un excéntrico.
– Ya es un excéntrico -replicó ella con una sonrisa-. Todo el mundo lo dice.
Los ojos de lord Hardingraye la miraron con un brillo alegre.
Constantine estaba bailando con lady Fornwald.
Barbara estaba… Barbara no estaba en el salón de baile. Echó un vistazo por la estancia, pero no vio a su amiga por ningún lado. Ni siquiera escondida en algún rincón tranquilo. Recordaba que se había disculpado después de la pieza inaugural para ir al tocador de señoras, pero de eso hacía siglos.
La música llegó a su fin y Barbara seguía sin aparecer. Ojeó la multitud para asegurarse de que no la veía antes de ir en su busca al tocador. Era imposible que todavía estuviera allí.
Sin embargo, sí que estaba.
Sentada en un rincón de espaldas a la puerta, ignorando a un grupo de jovencitas parlanchinas que a su vez la ignoraban a ella mientras reían y hablaban a chillidos. En otro rincón vio a una silenciosa doncella que aguardaba por si alguien necesitaba ayuda con un bajo descosido o con algún tirabuzón que hubiera que devolver a su sitio.
– ¿Babs? -Hannah se sentó junto a su amiga-. ¿Te encuentras mal?
Barbara ni siquiera la miró. Tenía un pañuelo en las manos que no paraba de retorcer. No había rastro de lágrimas en sus mejillas, pero parecía estar al borde del llanto.
– Vas a odiarme -aseguró-. No volverás a confiar en mí.
– ¿Babs? -repitió Hannah.
– Te he traicionado -adujo Barbara-. Sé cuánto valoras la privacidad y te he traicionado.
¡Qué afirmación más rara! Esperó a que su amiga terminara de explicarse.
– Le he dicho al señor Huxtable el nombre de nuestro pueblo -siguió Barbara-. Le he hablado de s… sir Colin Young. He estado a punto de hablarle sobre… ¡sobre Dawn! Me mordí la lengua en el último momento. Y le he dicho que sir Colin era un primo lejano del duque de Dunbarton.
– ¿A eso lo llamas «traición»? -Preguntó Hannah tras una breve pausa-. ¿Le has dado toda esa información por iniciativa propia?
– No -reconoció su amiga-. Él me preguntó. Y yo le respondí. Lo siento muchísimo, Hannah. Sé que no podrás perdonarme. Sé que esos nombres están prohibidos incluso entre nosotras. Y de todas formas se los he soltado alegremente a tu… al señor Huxtable.
– ¿Fueron preguntas a la ligera? -Quiso saber-. Me refiero a las que él te hizo.
– No lo creo -respondió Barbara mientras se le llenaban los ojos de lágrimas que acabaron resbalando por sus mejillas-. No, no lo creo. Quería información, así que ha interrogado a una palurda recién llegada del campo que ignora por completo las argucias de la alta sociedad. Lo siento muchísimo.
– Qué tonta eres -le dijo al tiempo que colocaba una mano sobre su nuca, ya que su amiga había inclinado la cabeza-. Lo que le has dicho solo son datos básicos que podría haber averiguado con suma facilidad por cualquier otro medio. Ni que le hubieras dicho que soy una asesina, una bígama o una… ¿qué otra cosa podrías haber dicho que fuera una terrible revelación?
– ¿Un salteador de caminos? -sugirió Barbara entre sollozos.
– Una bandolera -la corrigió-. Apenas le has dicho nada. Y la verdad es que tampoco hay mucho que decir, ¿no te parece? Un montón de tonterías bastante sórdidas. No es un terrible secreto. He protegido los detalles de mi pasado porque me apetecía. No tengo nada que ocultar. Ni de lo que ocultarme.
– Entonces, ¿por qué…? -preguntó Barbara.
– No me estoy ocultando, Babs -la interrumpió-. Ahora tengo una vida nueva que me gusta infinitamente más que la anterior. He decidido no echar la vista atrás, hacer oídos sordos a los recuerdos, evitar cualquier cosa que pueda revivirla.
– Estás enfadada -señaló Barbara, cuyo llanto se intensificó.
– Lo estoy -admitió-. Pero no contigo. -Le frotó la nuca con más fuerza-. Estoy enfadada por ti. Estoy enfadada con cierto caballero que esta noche tendrá que buscarse a otra para bailar el vals. Porque desde luego que conmigo no va a bailarlo.
Barbara se enjugó las lágrimas y se sonó la nariz.
– Debería haber vuelto antes al salón de baile con una sonrisa en los labios -dijo-. Sabes que no apruebo tu relación con el señor Huxtable, pero no me gustaría ser la causante de alguna desavenencia entre vosotros.
– Si se produce alguna desavenencia -replicó-, tú no serás la causante, Babs. ¡Madre mía! Tienes los ojos rojos. Hasta la nariz la tienes como un tomate.
– Siempre evito llorar -aseguró Barbara-. Porque al final me pasa esto. Sobre todo lo de la nariz.
Hannah soltó una súbita carcajada.
– ¿Te acuerdas de cómo nos aprovechábamos de eso cuando éramos pequeñas? Como cuando rompimos la ventana del invernadero porque estábamos jugando muy cerca con la pelota y vimos que el jardinero se acercaba echando humo por las orejas.
– Recuerdo que me dijiste que llorara. -Barbara sonrió pese a las lágrimas.
– Se te puso la cara colorada casi al instante -continuó-. Todo el mundo se compadecía de ti. Así que era imposible que me castigaran mientras te consolaban y te decían que había sido un accidente y que no te preocuparas.
– ¡Ay, Dios, éramos un par de sinvergüenzas!
Ambas se echaron a reír. De hecho, por unos instantes se asemejaron muchísimo al grupo de jovencitas que ya había regresado al salón de baile. La música volvía a sonar. La tercera pieza había comenzado.
Hannah se puso de pie. Había conseguido tranquilizar a Barbara, pero ella seguía enfadada. Más bien furiosa.
– Nos iremos a casa -dijo-. Estoy cansada y tú tienes la nariz como un tomate. Son motivos más que suficientes.
– Pero Hannah… -protestó Barbara con expresión contrita.
Sin embargo, ella estaba hablando con la doncella que no tardó en salir del tocador de señoras para comunicar que la duquesa requería su carruaje en la puerta principal.
– Vámonos a casa -repitió al tiempo que se volvía hacia Barbara con una sonrisa-. Nos tomaremos un té y disfrutaremos de un ratito placentero antes de irnos a la cama. No te tendré a mi lado por mucho tiempo más, a menos que quieras escribirle a tu vicario para decirle que has cambiado de opinión con respecto a convertirte en su esposa y has decidido quedarte conmigo para siempre, claro.
– ¡Ay, Hannah!
– Ya -replicó ella con un suspiro teatral-. Sabía que no querrías hacerlo. Así que tengo que disfrutar de tu compañía mientras pueda.
– ¿Vas a… vas a poner fin a tu relación con el señor Huxtable? -preguntó Barbara.
– Mañana me encargaré de esa relación y del señor Huxtable -contestó ella mientras salía de la estancia.
Barbara la siguió.
La duquesa de Dunbarton había vuelto a los jueguecitos, decidió Con. La vio abandonar temprano el salón de baile y cuando fue a la sala de juegos en su busca antes de que diera comienzo la cuarta pieza, el vals que le había prometido, descubrió que tampoco se encontraba allí.
Tampoco había rastro de la señorita Leavensworth.
Él se quedó hasta el final. Bailó todas las piezas, incluido el vals. Y después se fue derecho a casa y durmió durante lo que quedaba de noche.
Que jugara lo que quisiera.
Eso sí, la pelota estaba en su tejado. No pensaba ir detrás de ella.
La duquesa madrugó para hacer su siguiente movimiento. A la mañana siguiente Con encontró una nota junto al plato de su desayuno, además del extenso informe semanal de Harvey Wexford, el administrador de Ainsley Park.
Descubrió que la letra de la duquesa era grande y de trazo grueso. Y que por escrito se expresaba tal cual hablaba. El saludo de cortesía brillaba por su ausencia, lo único que había escrito era su nombre en el anverso..
Espero verlo entre mis restantes invitados al té de esta tarde. Después me llevará a dar un paseo en carruaje por el parque.
H, DUQUESA DE DUNBARTON
Frunció los labios. Aquello no era una invitación. Era una orden. ¿Habrían recibido los demás invitados notas similares a la suya? ¿La obedecerían todos?
¿La obedecería él?
Por supuesto que sí. Todavía no estaba dispuesto a renunciar a ella. Estaba disfrutando mucho de su aventura pese al sorprendente descubrimiento de la primera noche, y todavía les quedaban muchos placeres sensuales que compartir antes de seguir cada cual por su camino. Pero la razón primordial era que lo intrigaba, y eso lo había pillado por sorpresa. Quería descubrir qué escondía debajo de ese aparentemente frívolo exterior.
¿Qué sentido tenía que una mujer entregara diez años de su vida a cambio de posición y riqueza para acabar donando parte de dicha riqueza a ciertos «proyectos»? ¿Por qué se mantuvo siempre fiel si su matrimonio fue una farsa? ¿Por qué crear la impresión de que incluso se había encariñado con el viejo duque? ¿Qué había llevado a una mujer sensata como la señorita Leavensworth a mantenerse fiel a su amistad durante todos esos años? ¿Por qué le escribía la duquesa todas las semanas, manteniendo de esa forma una amistad que no le aportaba nada desde el punto de vista material?
¿Y por qué se hacía tantas preguntas?
No. No estaba listo para renunciar a ella.
Obedecería la orden e iría esa tarde a tomar el té a Dunbarton House. Y después la llevaría en su carruaje a dar un paseo por el parque.
Y por la noche… En fin, ya verían lo que hacían.
Hasta entonces se concentró en el informe de Wexford, que siempre devoraba de un tirón antes de releerlo con detenimiento, fijándose en los detalles.
CAPÍTULO 10
Cuando Con llegó a Dunbarton House, descubrió que ya había varios invitados en el salón, a quienes conocía en mayor o menor profundidad. Sin embargo, solo vio realmente a dos, a Elliott y a Vanessa, los duques de Moreland.
Hannah se acercó a él con la mano derecha extendida. Esbozaba su característica sonrisa arrogante y tenía los párpados entornados.
– Señor Huxtable -lo saludó-, es un detalle que haya venido.
– Duquesa. -Le hizo una reverencia mientras aceptaba su mano, aunque ella se soltó antes de que pudiera llevársela a los labios.
– Supongo que ya conoce a todo el mundo -comentó-. Por favor, sírvase un poco de té y pastas y únase a los demás. -Señaló con gesto vago la mesa, donde una criada estaba sirviendo el té.
Y se alejó para reunirse con Elliott y Vanessa, con quienes se sentó y charló, desentendiéndose del resto de los invitados.
¿Era una actitud deliberada?, se preguntó Constantine.
Por supuesto que lo era.
Elliott, que se había tensado considerablemente al verlo entrar, se sumó con presteza a la conversación. Parecía relajado, interesado y feliz. Desde luego sonreía mucho más de lo acostumbrado. Aunque era inevitable que se encontraran con relativa frecuencia en la misma estancia durante la temporada social y que incluso se vieran obligados de vez en cuando a mantener una charla cordial, Con rara vez miraba a su primo, su antiguo amigo, de un tiempo a esa parte. Pero su impresión era cierta, ya que se había percatado mucho antes, si bien no lo había analizado. Elliott era feliz. Llevaba nueve años casado, tenía tres hijos que iban desde los ocho años hasta unos pocos meses de vida, y estaba contento.
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