Recordaba una época en la que Elliott consideraba el matrimonio como una tortura a evitar en la medida de lo posible. Hasta que llegara el momento se limitaba a disfrutar de la vida al máximo. Los dos lo habían hecho. Cuanto más peligrosa era una aventura, más les gustaba. La muerte del padre de Elliott lo cambió todo… y también cambió a su primo. Porque de repente se convirtió en vizconde, en el heredero a un ducado… y en el tutor legal de Jonathan, el conde de Merton. Y de un día para otro se transformó en un hombre serio y sin sentido del humor, en un hombre consumido por una devoción absoluta hacia el deber.

Con cogió un plato y una taza de té y se unió al resto de los invitados, como le habían dicho que hiciera. Se le daba bien relacionarse con los demás. Claro que ¿a qué dama o caballero bien educado no se le daba bien? La habilidad para entablar conversaciones banales era un atributo indispensable entre las clases altas.

El problema de las conversaciones banales, sin embargo, era que permitían que la mente divagara y se pusiera a pensar en cualquier cosa que le apeteciera.

Vanessa estaba envejeciendo bien. Ya habría pasado de los treinta. No era tan guapa como sus hermanas, pero siempre había sido cariñosa, vivaracha y simpática, y todas esas cualidades trascendían la belleza física. Le cayó bien desde el principio. Cuando llegó a Warren Hall con Stephen y sus hermanas poco después de la muerte de Jon, él se encontraba consumido por el odio y el resentimiento. Se quedó para recibirlos solo porque Elliott le había ordenado que se fuera. Sin embargo, sentía algo extraño con respecto a la muerte de Jon, y era que su hermano no desapareció cuando enterraron su cuerpo en el cementerio. Se trasladó a una parte de sí mismo que mucho se temía que era su corazón, de modo que le resultaba imposible mirar ciertas cosas o a ciertas personas sin verlas tal como Jon las habría visto.

A Jon le habría encantado descubrir que tenía nuevos primos. Nuevas personas a las que amar. Y a él le resultó muy fácil encariñarse de Vanessa porque era imposible odiarla.

Llevaba años intentando no pensar en ella. Le había hecho daño. Él le presentó con toda deliberación a la antigua amante de Elliott en el teatro poco después de casarse, y luego había acompañado a esa mujer a un baile en casa de Elliott y Vanessa. La alta sociedad en pleno fue testigo del momento. Lo había hecho para avergonzar a su primo, por supuesto. Pero a la postre había humillado a Vanessa y le había provocado un sufrimiento indecible. Después, Elliott le contó barbaridades sobre él, y con la misma resolución y franqueza con la que parecía abordar todos los problemas de la vida, Vanessa lo llevó a un aparte en los jardines de Vauxhall una noche y le soltó sin pelos en la lengua lo que pensaba de él, añadiendo que esperaba no volver a verlo nunca y que no volvería a dirigirle la palabra por voluntad propia en lo que le quedaba de vida. Una promesa que había mantenido.

El recuerdo de aquella conversación seguía remordiéndole la conciencia. Y no podía hacer nada en absoluto para cambiarlo. En su momento se disculpó por haberla expuesto deliberadamente a semejante humillación. Vanessa se negó a perdonarlo. No había nada más que decir al respecto.

¿Por qué había invitado la duquesa a los duques esa tarde si sabía que no se hablaban? ¿A qué estaba jugando? ¿Y durante cuánto tiempo iba a permitir él que siguiera el juego?

No mucho, decidió. Se lo dejaría bien claro más tarde, cuando la acompañara al parque. Aunque allí no podrían mantener una conversación en privado. Así que tendría que buscar la oportunidad de hacerlo.

La duquesa no pasó todo el tiempo con Elliott y Vanessa. Circuló entre el resto de sus invitados y demostró ser una anfitriona amable y acogedora. Con había asistido a algún que otro baile organizado por ella en el pasado, pero nunca había estado en una de sus reuniones más íntimas.

Lord Enderby la invitó con gran deferencia a llevarla a dar un paseo por el parque más tarde.

– Siento muchísimo rechazar su invitación, lord Enderby -rehusó ella-. Ya he aceptado la invitación del señor Huxtable.

Con se percató de que todas las miradas se clavaban en él. En el caso de que alguien hubiera descartado por imposible el rumor que debía de llevar circulando desde hacía una semana, seguramente ya no tendría dudas al respecto. Porque no la había invitado durante ese té, y todos se habían dado cuenta. De modo que quedó claro que lo habían acordado de antemano.

– Tal vez en otra ocasión -le dijo ella a Enderby.

Sus palabras actuaron a modo de señal para que los invitados se marcharan. Con se quedó junto a una de las ventanas, con la vista clavada en el exterior y las manos entrelazadas a la espalda mientras la duquesa despedía a sus invitados.

– Voy a por mí bonete y nos vemos en la acera -le dijo ella cuando se quedaron a solas.

Y se marchó antes de que él pudiera darse media vuelta.

¿Eran imaginaciones suyas o había un deje gélido en su voz?

¿Qué sentido tenía semejante actitud?

Sin embargo, lo supo de repente. O estuvo casi seguro de saberlo. Qué tonto había sido al no darse cuenta antes, de hecho… Esa misma mañana, en cuanto recibió su parca nota. O la noche anterior, en cuanto desapareció sin dirigirle la palabra.

Le había hecho unas preguntas indiscretas a su amiga durante el baile y ella lo había descubierto de alguna manera.

Además, ¿dónde estaba la señorita Leavensworth esa tarde?

Bajó las escaleras. Se percató de que su tílburi ya estaba delante de la puerta.


– ¿Dónde está la señorita Leavensworth esta tarde? -preguntó Constantine mientras la ayudaba a subir al alto asiento de su tílburi, tras lo cual rodeó el carruaje para sentarse junto a ella y hacerse cargo de las riendas.

A Hannah le encantaba pasear en tílburi. Pero el paseo de esa tarde no era por diversión. Estaba de mal humor. Abrió la sombrilla y se cubrió con ella.

– Esta mañana recibió una carta de unos parientes del reverendo Newcombe, su prometido -contestó-. Van a pasar unos días en la ciudad y la han invitado a visitar los jardines de Kew con ellos y con sus hijos.

– Será una excursión agradable -replicó él-. Y el tiempo no podía ser más propicio. No hace mucho calor ni mucho viento.

– Supongo que podríamos hablar del tiempo hasta que lleguemos al parque, señor Huxtable -dijo Hannah en cuanto Constantine salió de la plaza-. Yo, en cambio, prefiero dejar constancia de lo molesta que me siento con usted.

– Sí -replicó él, que volvió la cabeza para mirarla-. Ya me había dado cuenta.

– Anoche, en mitad de la fiesta, encontré a Barbara al borde del llanto en el tocador de señoras.

– Vaya -dijo él antes de clavar la vista al frente.

– Creía haber traicionado mi confianza -explicó-. Temía que diera por terminada nuestra amistad. Pero, como es una dama de moral inquebrantable y rígida, se sentía en la obligación de confesarme lo que había hecho en vez de ocultármelo.

Constantine no le preguntó a qué se refería. Se limitó a guiar con habilidad los caballos para adelantar a una carreta que circulaba más despacio que ellos.

– Crecí en el pueblo de Markle, en Lincolnshire -siguió-. Era la hija del señor Joseph Delmont, un caballero de escasa importancia social o fortuna. Tenía una hermana, Dawn. Ahora es lady Young, la esposa de sir Colin Young, un baronet. Fue en la boda de un primo suyo, ahora fallecido, donde conocí al duque de Dunbarton, con quien me casé cinco días después. No he vuelto a Markle ni he mantenido contacto alguno con ningún miembro de mi familia desde entonces. ¿Quiere saber algo más, señor Huxtable?

Constantine seguía con la mirada fija al frente. Un enorme y antiguo carruaje avanzaba hacia ellos por el centro de la calzada pese a los improperios que le proferían los transeúntes al distraído cochero. De modo que se vio obligado a apartarse para evitar una colisión. Tenía los labios apretados.

– ¿Sobre el motivo por el que nunca he vuelto a casa, por ejemplo? -sugirió. Sentía los fuertes latidos del corazón en el pecho. Le estaban atronando los oídos.

En ese momento Hannah se percató de que el carruaje pertenecía a la condesa viuda de Blackwell y de que la dama en cuestión la saludaba con un regio gesto de la cabeza desde una de las ventanillas. Le devolvió el saludo con una sonrisa y un gesto de la mano.

– Pues te diré por qué -dijo, tuteándolo de nuevo y dispuesta a responder la pregunta aunque él no la hiciera-. Durante dicha boda, descubrí que Colin Young, mi prometido, se encontraba detrás del cenador con mi hermana, en una situación que solo podría calificarse de «comprometida» si no se quiere herir la sensibilidad del interlocutor con un lenguaje más descriptivo. Y después de que se… separasen y se arreglasen, ambos se mostraron desafiantes y a la defensiva en vez de avergonzados y contritos, u horrorizados, porque los hubiera descubierto. Dawn me dijo que se había cansado de estar siempre a mi sombra, de que nunca se fijaran en ella porque todo el mundo quería mirarme a mí. Que estaba harta de sentirse fea. Quería a Colin y Colin la quería a ella, y me aseguró que yo no podía hacer nada para cambiar ese hecho. Colin me dijo que mi hermana tenía razón. Había llegado hacía relativamente poco al vecindario y mi belleza lo cegó al principio, antes de conocer a Dawn y de darse cuenta de que la personalidad era muchísimo más importante que cualquier otra cosa. Y que el amor también lo era. Añadió que lo sentía muchísimo, pero que había decidido que quería a una mujer de verdad en vez de a una simple beldad. Su intención no era la de ofenderme, claro. Porque realmente yo era guapa. Colin esperaba que comprendiera su situación y que lo liberara de una obligación que se había convertido en una carga para él.

»Como si yo no fuera real. Como si yo fuera incapaz de sentir amor o compañerismo. Como si fuera incapaz de sentirme dolida porque era guapa.

»Y, después, cuando arrastré a mi padre a la biblioteca y me arrojé a sus abrazos en busca de consuelo y apoyo, me dijo con un suspiro que mi belleza llevaba toda la vida siendo una pesada carga para él… al menos desde que mi madre murió cuando yo tenía trece años. Me dijo que siempre fui la preferida de mi madre, pero que él era muy consciente de que tenía dos hijas. Que todas las muchachas me admiraban y querían ser mis amigas, de modo que prácticamente obviaban a Dawn; y que todos los jóvenes me rondaban y se peleaban para llamar mi atención, sin reparar siquiera en mi hermana. Me preguntó que por qué debía envidiar su felicidad cuando había acabado encontrando el amor después de todo. Me aseguró que si me preocupara mínimamente por mi hermana, me habría percatado de la situación semanas atrás. Me preguntó si iba a ser egoísta, como siempre, y me iba a negar a liberar a Colin Young de una promesa que había hecho sin pensar y de la que se había arrepentido casi de inmediato; si no era capaz de pensar en otra persona que no fuera yo misma al menos una vez en la vida. Porque según él, yo encontraría otro hombre cuando quisiera.

»Sin embargo, yo llevaba toda la vida intentando parecerme a las demás. Quería a mi hermana e intentaba que los demás la quisieran también. Nunca entendí por qué la gente no la apreciaba. Además, yo no la obligaba a estar a mi sombra. De verdad que no. De vez en cuando se las apañaba para quitarme amigos y admiradores, y se regodeaba después. No siempre nos llevábamos bien. Tuvimos unas cuantas peleas memorables, y estoy segura de que fui tan hiriente como ella. Pero era mi hermana. ¡La quería! Jamás pensé que pudiera arrebatarme a mi prometido. Existía un compromiso. Los juegos se habían acabado.

»Tal vez ellos tenían razón. Tal vez todo fuera culpa mía. Tal vez…

Hannah se detuvo para tomar aire. De hecho, estaba jadeando. La puerta de entrada al parque se encontraba muy cerca.

– Duquesa -dijo Constantine.

Sin embargo, alzó una mano para silenciarlo. Todavía no había terminado.

– Le quería -afirmó-. No pensé que tuviera que proteger mi corazón. Solo tenía ojos para él. Sabía que mi belleza podía ser una desventaja en ocasiones. Sabía que a veces las demás muchachas me envidiaban cuando había jóvenes cerca. Intenté no ser guapa. Lo intenté incluso de niña porque me avergonzaba que mi madre alabara mi belleza delante de Dawn y de otras niñas, que me mirase complacida y me atusara los tirabuzones para ponerme más guapa. Cuando fui lo bastante mayor para elegir mi propia ropa, intenté llevar vestidos discretos y peinarme con sencillez. Intenté agachar la cabeza y mantenerme callada cuando estaba con más personas. Intenté demostrar que no era vanidosa. Pero con Colin me creí libre para amar y para ser yo misma por fin.

No tengo palabras para describir cómo me sentí cuando mi padre me dejó sola y me dijo que debía poner buena cara y sonreír… El vacío, la soledad, el pánico… Y en ese momento descubrí que no estábamos solos en la biblioteca. El duque de Dunbarton estuvo presente todo el tiempo. Se había retirado a la biblioteca aburrido por la celebración y estaba sentado en un sillón orejero que había acercado a una ventana, colocándolo de espaldas a la estancia. No me percaté de su presencia hasta que estuve llorando con tanta fuerza que creí que iba a morirme. Pero a morirme de verdad.