Constantine hizo pasar el tílburi por la puerta del parque, pero había aminorado la marcha.
– Siempre recordaré las primeras palabras que me dirigió -continuó ella, cerrando los ojos-. «Mi querida señorita Delmont», me dijo con esa voz hastiada y algo ronca tan suya, «ninguna mujer puede ser demasiado guapa. Veo que voy a tener que casarme con usted y repetirle esa lección hasta que se la crea a pies juntillas. Será usted mi último proyecto en la vida». Y por extraño que parezca, por increíble que suene, me puse a reír y a llorar al mismo tiempo. La presencia del duque en la boda nos tenía a todos aterrados. Lo habíamos evitado en la medida de lo posible por miedo a que nos matara con una sola mirada si nos atrevíamos a cruzarnos en su camino o a posar los ojos en su ilustre persona. Sin embargo, allí estaba, diciéndome que iba a tener que casarse conmigo, que iba a encargarse de mi educación y que me iba a convertir en el último proyecto de su vida. Y dándome su delicado pañuelo de lino con una expresión bastante triste.
Constantine había aminorado tanto el paso que los caballos casi se habían detenido.
– ¿Ya estás satisfecho? -preguntó.
– Sí -contestó él con un suspiro-. Me has puesto en mi sitio, duquesa. De hecho, no podrías haber encontrado mejor manera de castigarme que responder todas las preguntas que el tacto y la delicadeza no me dejaron hacer anoche. Y has logrado que me pese mucho la impertinencia de las preguntas que sí hice. Te pido disculpas, aunque soy consciente de que las disculpas suelen ser inadecuadas. ¿Estaría pidiéndote perdón si no me hubieran descubierto? No lo sé, aunque ya me arrepentí en su momento, cuando me di cuenta de que la señorita Leavensworth se sentía incómoda con mis preguntas y de que yo no estaba siendo muy caballeroso al hacérselas a ella en vez de a ti.
Hannah supuso que eran unas disculpas bastante decentes.
– Si me lo permites, iré a ver a la señorita Leavensworth mañana y me disculparé con ella en persona -continuó Constantine.
Pese al paso de tortuga que llevaban, pronto se encontrarían inmersos en medio de la multitud que se congregaba por la tarde en el parque.
– ¿Y ahora qué? -Quiso saber Constantine-. ¿Quieres que te lleve de vuelta a casa? ¿Prefieres que no sigamos con nuestra relación?
Esa última pregunta la sobresaltó. ¿Lo prefería? La noche anterior o esa misma mañana habría contestado que sí. Incluso a primera hora de esa tarde. Pero a fin de cuentas, lo único que había hecho Constantine era formular unas cuantas preguntas sobre su vida. ¿Tan distintos eran? Ella también quería saber cosas sobre Constantine. Aunque siempre había pensado sonsacárselas en persona.
– ¡No! -Exclamó con un giro decidido de su sombrilla-. Necesito una aventura. No un matrimonio. Todavía no, al menos, y tal vez nunca lo necesite. No puedo librarme de la convicción de que sigo casada con el duque, aunque lleva muerto más de un año.
– Le querías -afirmó él.
Volvió la cabeza para mirarlo, en busca de un gesto irónico. Sin embargo, no encontró rastro de ironía en su expresión ni tampoco había escuchado un deje extraño en su voz.
– Le quería, sí -confesó-, con todo mi corazón. Fue mi ancla y mi seguridad durante diez años. Él me quería de forma incondicional, con toda el alma. Me adoraba, y yo lo adoraba a él. Nadie lo creerá, por supuesto, pero la verdad es que no me importa. -Se percató con horror de que le temblaba ligeramente la voz.
– Yo te creo -aseguró él en voz baja.
– Gracias -replicó-. Necesito un amante, Constantine. Es demasiado pronto para algo más… amor, matrimonio o lo que sea. Y en cierto sentido, en un sentido muy concreto, los años de mi matrimonio me han dejado famélica. Si te dejo ahora, tendré que empezar desde cero para encontrar otro amante, y eso sería muy tedioso.
– ¿Eso quiere decir que me has perdonado? -quiso saber él-. No volveré a hacer preguntas, duquesa. Puedes conservar los secretos que te queden, si acaso te queda alguno. No intentaré desentrañarlos.
– ¿No quieres conocerme? -Preguntó Hannah-. ¿No quieres averiguar todo lo que se puede saber sobre mí?
– Al igual que tú, duquesa -contestó él-, solo quiero una amante, no una esposa. No volveré a dejarme llevar por la curiosidad.
– Pues yo quiero averiguar todo lo que se puede saber sobre ti -aseguró-. Al fin y al cabo, un amante no es un objeto inanimado. Ni solo un cuerpo, aunque definitivamente sea un cuerpo espléndido y haga el amor de forma más que satisfactoria. -Cuando lo miró, se percató de que Constantine estaba sonriendo, algo que no hacía a menudo. Esa expresión le alteró de forma muy extraña la respiración-. El perdón tiene un precio, Constantine -continuó-. Estás en deuda conmigo. Vas a responder unas cuantas preguntas esta noche después de hacerme el amor.
– Acompáñame a casa ahora. -Volvió la cabeza para mirarla.
– Barbara estará de vuelta para la cena -adujo- y no he aceptado ninguna invitación para esta noche. Vamos a pasar una maravillosa noche en casa, charlando y disfrutando de nuestra mutua compañía. La quiero más que a nadie en el mundo ahora que el duque ha muerto, ¿sabes? Envíame tu carruaje a las once.
– ¿Te desobedece alguien alguna vez, duquesa?
Lo miró con una sonrisa arrogante.
– ¿No quieres verme esta noche? -Preguntó a su vez-. ¿Ni hacerme el amor?
Constantine sonrió de oreja a oreja.
– Enviaré mi carruaje a las once -contestó-. Estarás preparada a la hora en punto. Si no estás en mi casa a las once y cuarto, yo personalmente cerraré con llave.
Soltó una carcajada al escucharlo.
Y se vieron envueltos por la multitud.
De repente, Hannah se sintió increíblemente feliz.
Barbara estaba cansada después de su excursión a los jardines de Kew, aunque había disfrutado muchísimo y se lo describió a Hannah todo, en especial la pagoda, que era una de las estructuras más bonitas que había visto en la vida. Y también se lo había pasado de maravilla con los primos de Simón, a quienes no conocía. La habían tratado como si ya formara parte de la familia, y ella los había hecho reír buscando similitudes entre Simón y ellos. Había jugado al escondite con los niños, aunque ya tenían doce años. Eran gemelos, un niño y una niña.
Estaba ansiosa por escuchar los detalles del té que había celebrado Hannah, una idea organizada a toda prisa poco después del desayuno. Y escuchó con expresión desolada que Constantine se presentaría en casa a la mañana siguiente para disculparse por su comportamiento de la noche anterior.
– Tienes que decirle que está perdonado -dijo Barbara-, porque lo está. Estoy segura de que no tenía malas intenciones, Hannah. Solo quería saber más cosas sobre ti, y lo admiro por ello, ya que sugiere que te valora como persona. Tal vez esté enamorado de ti. Tal vez…
Sin embargo, Hannah se echó a reír.
– Aunque digas ser una solterona que se ha quedado a punto de vestir santos, a mí no me engañas. Sigues siendo la misma romántica empedernida de siempre. ¿Por qué ibas a esperar si no hasta rondar los treinta para escoger a tu compañero? Los sentimientos de Constantine Huxtable por mí no tienen nada que ver con el romanticismo, te lo aseguro. Y me parece perfecto, que lo sepas, porque los míos hacia él tampoco.
– No dejes que venga a hablar conmigo mañana -suplicó su amiga-. Me moriría de la vergüenza.
– Intentaré convencerlo de que no lo haga -prometió cariñosamente Hannah.
Barbara se acostó poco después de las diez.
El carruaje llegó a las once menos cinco. Hannah, que llevaba preparada desde las diez y media, esperó quince minutos antes de salir de la casa. Cuando el carruaje llegó a la casa de Constantine poco después de las once y cuarto, la puerta estaba cerrada con llave. Intentó abrirla ella misma al darse cuenta de que no se abría como siempre en cuanto llegaba y que la discreta llamada del cochero tampoco recibía respuesta.
– ¡Vaya! -exclamó, dividida entre la risa y la mortificación.
Y, como si acabara de pronunciar la palabra mágica, la puerta se abrió de par en par. Entró en la casa y Constantine cerró la puerta tras ella. Cuando se volvió para mirarlo, lo vio sosteniendo una enorme llave con la punta de un dedo.
– ¡Tirano! -le espetó.
– ¡Bruja!
Los dos se echaron a reír y Hannah se acercó para echarle los brazos al cuello y besarle con pasión. Constantine la abrazó por la cintura con fuerza y le devolvió el beso, con más pasión si cabía.
Sus pies apenas tocaban el suelo cuando terminaron. O cuando terminaron con los preliminares, para ser más exactos.
– Has cometido un error táctico -dijo Hannah-. Si querías dejar firme tu postura, no deberías haber abierto la puerta.
– Y si tú querías dejar firme la tuya -replicó Constantine-, no deberías haber bajado del carruaje ni subir de puntillas los escalones para intentar abrir la puerta.
– No he subido de puntillas -protestó-. Los he subido con elegancia.
– Sea como sea, has demostrado lo desesperada que estabas por llegar hasta mí -repuso él.
– ¿Y exactamente qué hacías detrás de la puerta con la llave en la mano? -preguntó-. ¿Porque no querías que llegara hasta ti? ¿Y por qué has abierto la puerta?
– Me he apiadado de ti -contestó.
– ¡Ja! -Y en ese momento sus pies abandonaron el suelo cuando se volvieron a besar-. Quiero hacerte unas cuantas preguntas -dijo en cuanto pudo-. Pensé en hacer una lista, pero no he encontrado una hoja lo suficientemente grande.
– Mmm -murmuró él mientras la dejaba en el suelo-. Pregunta lo que quieras, duquesa. -Sus ojos oscuros adoptaron una expresión ligeramente suspicaz.
– Todavía no -replicó-. Pueden esperar hasta después.
– ¿Después? -Enarcó las cejas.
– Después de que me hayas hecho el amor -respondió-. Después de que yo te haya hecho el amor. Después de que hayamos hecho el amor.
– ¿¡Tres veces!? ¿Qué aspecto tendré mañana, duquesa? Necesito descansar.
– Estarás mucho más atractivo y guapo sin hacerlo -aseguró Hannah.
Constantine dejó la llave en la consola del vestíbulo y le tendió la mano. Una vez que la aceptó, caminaron cogidos de la mano hacia la escalera.
«¡Por Dios!», exclamó Hannah para sus adentros, seguía sintiéndose feliz. Debería alegrarse por ello. Se había pasado todo el invierno deseando esa aventura primaveral con gran emoción. Y en el plano físico superaba todas sus expectativas con creces.
Entonces, ¿por qué no se alegraba? ¿Por las pullas, las bromas y las risas que compartían? ¿Porque tenía la extraña sensación de que ese día habían traspasado la barrera que separaba a los simples amantes de las personas inmersas en una especie de relación?
¿Porque se sentía feliz?
¿Acaso no podía ser feliz y alegrarse por ello a un tiempo? Ya lo pensaría después, decidió al entrar en el dormitorio en penumbra, mientras Constantine cerraba la puerta tras ellos. En ocasiones había cosas mejores que hacer que pensar.
CAPÍTULO 11
La primera vez hicieron el amor con frenesí. La segunda, con sensual languidez, si acaso podía aplicarse el término «languidez» al acto en sí. En todo caso, ambos estaban exhaustos cuando acabaron.
Hannah se colocó de lado sobre la cama, dándole la espalda, y él se acurrucó tras ella, pasándole un brazo bajo la cabeza y el otro por la cintura. Hannah se pegó a él y se colocó su mano bajo la mejilla.
Al cabo de un momento se quedó dormida.
Con no durmió. Los remordimientos de conciencia eran la semilla perfecta para el insomnio.
Se preguntó si todo el mundo era como él. Si todo el mundo cometía terribles errores a lo largo de su vida de los que después se arrepentía. Si la vida de los demás consistía en una confusa y contradictoria mezcla de culpabilidad e inocencia, odio y amor, zozobra y tranquilidad, y demás sentimientos diametralmente opuestos. O si la mayoría de la gente se catalogaba dentro de una descripción concreta: buena o mala; alegre o irascible; generosa o tacaña; etcétera, etcétera.
En su juventud había odiado a Jon, a su hermano pequeño. A la persona a quien más había querido en la vida. Había odiado a Jon por su carácter alegre y cariñoso, por la inocencia que demostraba pese a la dificultad de su vida, porque era un niño gordo, torpe y de rasgos faciales que lo asemejaban más a los asiáticos que a los ingleses. Y porque su cerebro trabajaba más despacio. Y porque moriría pronto. Lo odiaba porque no podía hacer nada para mejorar su vida. Y porque era algo que él de todas formas nunca había ambicionado. El heredero.
¿Cómo era posible odiar de forma tan atroz y al mismo tiempo amar tan profundamente? Se marchó de casa cuando tuvo edad suficiente e hizo todas las locuras de juventud que le fue posible, la mayoría con Elliott. En aquel entonces no le gustaba cómo lo trataba la vida ni le importaban las personas que había dejado atrás. ¿Qué motivos tenía para que no fuera así? Sin embargo, sabía quejón lo echaba mucho de menos y por eso lo odió más que nunca, pero volvió a casa porque le quería más que a su vida y sabía que no disfrutaría de él durante mucho tiempo más.
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