Y en ese momento comprendió que si había elegido a Constantine Huxtable para que fuera su primer amante, no lo había hecho solo por su atractivo físico, por muy considerable que este fuera. Se había sentido atraída por esa reserva, que dejaba traslucir la profundidad de su carácter y que, aunque indicara una segura oscuridad en su interior, también podía ocultar un universo de luz.
Se había sentido atraída por el misterio que irradiaba, aunque careciera de evidencias de que realmente existiera algún misterio.
Había sido consciente de todo eso desde el principio, por supuesto. Antes de que se convirtieran en amantes le había asegurado que insistiría en conocer todo lo que hubiera que conocer sobre él. Sin embargo, en aquel momento no comprendía lo que decía. Porque pensaba que su principal interés en Constantine radicaba en el plano físico.
¿Ya no era así?
Carecía de la experiencia para compararlo con otro. Pero estaba segura de que no había ningún hombre que pudiera complacerla tanto como él. Una idea nada esperanzadora para los años venideros. Había comenzado con lo mejor, de modo que… ¿qué llegaría después?
¿No tenía suficiente con el plano físico?
Ese afán por conocerlo… ¿no debería haber reflexionado al respecto antes de que fuera demasiado tarde?
Demasiado tarde ¿para qué?
– Ainsley Park -lo oyó decir de repente al tiempo que soltaba la taza y el platillo en la mesa que tenía al lado-. Así se llama mi propiedad en Gloucestershire. La mansión y los terrenos circundantes no pueden compararse con Warren Hall, pero también son impresionantes. Hasta la residencia de la viuda tiene un tamaño considerable. La granja que abastece a la propiedad también es grande. Además, la he ampliado al no arrendar dos de las parcelas que habían quedado vacantes. Es una propiedad próspera, un hervidero de actividad.
– ¿Era de tu padre? -quiso saber Hannah.
– No -contestó al tiempo que negaba también con la cabeza-. Todas las propiedades de mi padre estaban vinculadas al título. Son de Merton.
– ¿Y pudiste permitirte comprarla?
Constantine esbozó una lenta sonrisa.
– Esa es la pregunta que todos mis conocidos quieren que responda desde que la compré -respondió-. Sobre todo Moreland, que lo sabe. O más bien cree saberlo.
– ¿Y? -lo instó, al tiempo que soltaba la taza para después introducir las manos en las mangas del batín, cruzando los brazos.
– No la compré -contestó Constantine-. La gané.
– ¿¡La ganaste!?
– Cuando me marché de casa, me dediqué a apostar en las mesas de juego, tal como suelen hacer los caballeros ociosos -adujo-. Siempre acababa perdiéndolo todo, salvo la ropa que llevaba puesta; sin embargo, no era tan tonto como para apostar más de lo que llevaba encima, que tampoco es que fuera mucho. Tenía una asignación mensual, pero mi padre me ataba en corto. Sin embargo, la apuesta a la que me refiero tuvo lugar después de su muerte, cuando Jon ya era conde, y esa vez busqué de forma deliberada una mesa donde las apuestas fueran altas y no se diera cuartel, por decirlo de alguna manera. Y aposté con dinero que en realidad no me pertenecía, pero que había obtenido gracias a la venta de cierta joya. Algo de lo que ambos sabemos mucho, duquesa. Dicho dinero no me pertenecía, y creo que jamás he sentido un terror semejante al que sentí cuando me senté a la mesa para jugar y aposté la cantidad que mis contrincantes esperaban de mí.
Hannah cerró los ojos.
– Al cabo de diez minutos -siguió Constantine-, había ganado Ainsley Park. No era la casa solariega vinculada al título del hombre que se la jugó y perderla por una mala mano no pareció molestarlo en exceso. Lo que sí le molestó, tanto a él como a sus amigos, fue que cogiera mis ganancias y abandonara la partida. Me amenazaron con no volver a incluirme en su venerado círculo jamás. No sé si habrían cumplido la amenaza o no. Seguramente sí. Desde entonces no he vuelto a apostar; salvo cantidades pequeñas en bailes y en fiestas privadas, supongo.
– ¿Y el dinero de la venta de la joya? -preguntó ella.
– Se empleó para lo que se suponía que se debía emplear -contestó.
– ¿Y nadie sabe cómo adquiriste Ainsley Park?
– Que piensen lo que quieran -respondió.
– ¿Y qué es lo que suelen pensar?
– Que lo compré con dinero ilícito, supongo -contestó al tiempo que se encogía de hombros-. No andan muy desencaminados.
– ¿Vives solo en la propiedad? -quiso saber. Le parecía muy triste que se hubiera apartado de su familia y de sus amigos de esa manera.
Constantine soltó una breve carcajada.
– No precisamente -respondió-. De hecho, la casa… o más bien la mansión, está tan atestada de gente que no queda ninguna habitación libre para mí. Así que vivo en la residencia de la viuda. E incluso ese remanso de paz está siendo invadido de forma lenta pero inexorable.
Hannah movió las piernas de modo que las plantas de sus pies quedaron apoyadas en el asiento. Se abrazó las piernas y colocó la barbilla sobre las rodillas.
– Constantine, vas a tener que explicármelo o me pasaré toda una semana sin dormir por la curiosidad. Además, me lo debes. ¿Quiénes son esas personas que viven en tu propiedad?
– Empecé llevando mujeres -contestó-. Mujeres cuyo carácter y reputación estaban por los suelos porque o bien aquellos para los que trabajaban o bien sus superiores desde el punto de vista social consideraban entre los derechos que Dios les otorgó el de disponer a placer de las mujeres que se les antojaban. Mujeres acompañadas por sus hijos bastardos. En Ainsley Park tienen un hogar y un trabajo honesto que desempeñar en la casa o en la granja. Además, reciben formación como costureras, sombrereras, cocineras o cualquier otra profesión que les resulte interesante, siempre y cuando encuentre a alguien que imparta esos conocimientos a cambio de un alojamiento, de un plato de comida y de un salario módico. Al final les buscamos un puesto de trabajo con personas que están dispuestas a aceptarlas. A ellas, a sus bastardos y a sus reputaciones.
– ¿Por qué? -Quiso saber Hannah-. ¿Por qué ese tipo de mujer en concreto?
La expresión de Constantine se tornó seria y meditabunda.
– Digamos que… -comenzó-. Digamos que conocía a algunas mujeres en esas circunstancias y al hombre que les quitó todo salvo la vida. Sabía lo que habían perdido: sus trabajos, sus familias, el respeto de todos sus conocidos. Sabía lo que habían padecido: el ostracismo. Y sabía que con el poco dinero que podía darles de vez en cuando no las ayudaba a cambiar dichas circunstancias. Tenía muy claro que no podía ofrecerles mi ayuda abiertamente porque la gente llegaría a ciertas conclusiones, y eso habría empeorado su situación. Si acaso podía empeorar, claro. Yo conocía al hombre que les ocasionó todo eso y que fue despidiéndolas una a una de sus puestos de trabajo, y olvidándolas al sustituirlas por otras que posiblemente acabaran sufriendo el mismo destino.
Hannah se abrazó las piernas con más fuerza.
«¡Dios santo!», exclamó para sus adentros. «¿Su padre?»
Abrió la boca para preguntárselo en voz alta, pero era imposible preguntar algo así.
– Elliott, el duque de Moreland, te diría que ese hombre fui yo -siguió él.
– ¿Llegó a acusarte?
– Sí.
– ¿Y tú no lo negaste?
– No.
«¡Por Dios!», volvió a exclamar para sí. Sacarle información era como intentar obtener sangre exprimiendo una piedra.
– ¿Por qué no?
Constantine le lanzó una mirada muy seria.
– Había sido mi amigo -repuso-. Era mi primo, casi mi hermano. Nuestras madres eran hermanas. Ni siquiera tendría que habérmelo planteado. Yo jamás le habría preguntado algo así. Porque habría tenido muy claro que la respuesta era «no». Hicimos muchas salvajadas en nuestra juventud, pero jamás tomamos a una mujer en contra de su voluntad.
– Pero no lo negaste cuando te lo preguntó -señaló ella.
– No lo preguntó -precisó Constantine-. Lo afirmó. No sé cómo, pero descubrió lo que les había sucedido a esas mujeres y a sus hijos. Así que me lo echó en cara. Cuando se hace una acusación, no siempre, o más bien nunca, se pregunta de forma educada, duquesa.
– Qué tonto eres -replicó-. ¿Y ese es el motivo de vuestra rencilla?
– Entre otras cosas.
Hannah decidió no indagar más.
– Podríais haberlo aclarado todo con una simple negativa por tu parte -le recordó-, pero tu orgullo te lo impidió.
– La situación no debería haber requerido de ninguna negativa -adujo él-. Moreland era, y sigue siendo, un imbécil pomposo.
– Y tú eres un idiota testarudo -añadió Hannah-. Tú mismo usaste esas descripciones en una ocasión, y ahora veo que estabas en lo cierto.
Constantine se puso en pie, apartó el cubretetera y llenó de nuevo ambas tazas. Cuando volvió a sentarse, recordó que a Hannah le gustaba con leche y azúcar, de modo que volvió a levantarse para añadir ambas a su taza. Una taza a rebosar de té. Más incluso que la primera. Le ofreció un bizcocho, pero ella lo rehusó.
– Has dicho que empezaste llevando mujeres a Ainsley Park -le recordó.
– Un día vi a un muchacho aquí en Londres, en una carnicería -dijo Constantine-. Me detuve en la acera, fuera del establecimiento, porque el chico me recordaba muchísimo a Jon. Tenía los mismos rasgos faciales y el mismo físico, y supuse que a sus padres también les habrían dicho cuando nació que no sobrepasaría los doce años de vida. Habría seguido mi camino, pero en el minuto escaso que me detuve reparé en dos detalles: que el muchacho se esforzaba por agradar, pero que no agradaba en absoluto. En ese breve lapso de tiempo recibió dos bofetadas. Una de parte de un cliente y otra de parte del carnicero por disgustar al cliente. De modo que entré y le pagué al carnicero la suma estipulada para un aprendiz. Él a su vez había sacado al chico de un orfanato; prácticamente gratis, supongo. Unos días después, cuando volví a Ainsley Park, me llevé al chico, a Francis, conmigo. Le dimos trabajo en la cocina y en la granja, y se convirtió en objeto de adoración de todas las mujeres, sobre todo de la cocinera. Murió al cabo de un año, a los trece años de edad, más o menos, porque el pobre desconocía su fecha de nacimiento. Creo que fue un año muy feliz para él. -Guardó silencio para tomar un sorbo de té con la vista clavada en la taza.
Hannah se entretuvo con su propia taza a fin de concederle unos minutos para que recuperara la compostura. El brillo que había creído ver en sus ojos era muy real, al igual que la nota trémula de su voz.
Había llorado al chico de la carnicería, a Francis. Al chico que tanto le había recordado a su hermano.
– Descubrir a Francis me hizo comprender que para conseguir que el proyecto de Ainsley Park se financiara por sí mismo y no fuera una constante carga para mis limitados recursos económicos, debería lograr que la granja funcionara a pleno rendimiento. Los terrenos habían sufrido años de negligencia. Para ponerla en marcha y para que resultara rentable, necesitaba trabajadores, en su mayor parte hombres que realizaran las tareas más pesadas. Y puesto que debía contratar hombres, decidí que elegiría a aquellos a quienes les resultara imposible encontrar empleo en otro sitio. Duquesa, te sorprendería saber cuántos hombres hay en dichas circunstancias. Hombres con taras físicas o mentales; soldados jubilados o licenciados que han perdido algún miembro o algún ojo o incluso la cordura en la guerra y ya no son útiles para nadie en tiempos de paz, salvo para sí mismos. Son vagabundos o incluso ladrones que se ven obligados a delinquir porque no encuentran trabajo, pero que necesitan comer. Si quisiera, podría llenar veinte propiedades como Ainsley Park.
No, no se sentía sorprendida en absoluto.
– Algunos son capaces de realizar otras labores además de trabajar en las tierras de labor, y de hecho aspiran a hacer algo más. Así que se les instruye para que sean herreros, carpinteros, albañiles e incluso contables y secretarios. Y después se les busca un empleo de modo que queden vacantes en Ainsley Park. Algunos de los hombres y de las mujeres se casan, y las parejas se marchan en busca de una nueva vida.
– ¿Y no le has hablado a nadie sobre esto? -preguntó ella-. ¿Solo a mí?
Constantine meneó la cabeza antes de sonreír.
– Bueno, sí -contestó-. Se lo dije al rey.
– ¿¡Al rey!?
– Fue antes de que se convirtiera en rey, la verdad -matizó-. Todavía era el príncipe de Gales. Prinny. Una noche, ya de madrugada, estábamos los dos sentados en ese ostentoso palacio que tiene en Brighton, después de que los demás se acostaran. No recuerdo exactamente cómo surgió el tema. El caso es que los dos estábamos bebidos y una cosa llevó a la otra y al final acabé hablándole de Ainsley Park. Creo que… no, no creo porque lo recuerdo bien. Me abrazó con tanta fuerza que creí que me iba a partir todos los huesos y que acabaría aplastado contra su oronda figura. Estuvo a punto de ahogarme con sus lágrimas. Es un sentimental. Me declaró un santo, un mártir. Lo de creerme un mártir no me lo explicó, la verdad. Y añadió un sinfín de elogios más, a cual más exagerado. Después prometió ayudarme, recompensarme e informar a todo el reino de lo que hacía, entre otras cosas espantosas. Por suerte, tan pronto como recuperó la sobriedad, lo olvidó todo. Creo que incluso se olvidó de mi persona.
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