– Gracias, señor Huxtable -dijo la señorita Leavensworth-. Fue un placer bailar con usted.
– Que sepa que no se me ha olvidado que desea ver la Torre de Londres antes de regresar a Markle, y que la duquesa hace siglos que no la ve. El tiempo ha mejorado muchísimo hoy. De hecho, creo que el sol está a punto de abrirse camino entre las nubes. ¿Le apetece acompañarme a visitarla esta tarde? Tal vez podríamos tomar un helado en Gunter's después.
– ¿Un helado? -La señorita Leavensworth puso los ojos como platos-. Vaya, no los he probado en la vida, pero he oído que son deliciosos.
– Pues asunto arreglado, iremos a Gunter's después -sentenció y miró a Hannah.
Por supuesto, ella diría que tenían un compromiso previo esa tarde.
– Estaremos listas a las doce y media -dijo en cambio. Lo que seguramente quería decir que estarían listas a la una menos cuarto.
– No las entretengo más, me voy para que puedan seguir con la lectura y con la carta -dijo, mientras se despedía con un gesto de la cabeza. Se marchó sin decir nada más.
Mientras dejaba la plaza atrás, Con rememoró la apariencia de la duquesa. Llevaba un sencillo vestido de algodón en color azul claro, un tono más claro que sus ojos. Sin joyas. Y con el pelo recogido en un sencillo moño en la nuca.
Sencilla y sin adornos.
Estaba arrebatadora.
La duquesa, por supuesto.
Cuando volvió a su puerta a las doce y media en punto, su aspecto era el de siempre. En esa ocasión fue en su carruaje, ya que los tres irían más cómodos que en el tílburi y había bastante distancia hasta la Torre de Londres.
Las dos damas estaban preparadas. Tal vez si la excursión fuera para ella sola, la duquesa lo habría hecho esperar por cuestión de principios; pero no era así, y la señorita Leavensworth parecía emocionada y alegre. Llegó a la conclusión de que la duquesa de Dunbarton quería a su amiga.
Había mucho que ver en la Torre de Londres. No obstante, ninguna de las damas se mostró interesada en las viejas mazmorras, ni en las cámaras de tortura ni en los instrumentos de ejecución. De hecho, la duquesa se estremeció con lo que parecía verdadero espanto cuando uno de los guardias reales los invitó a visitar la exposición.
De modo que visitaron el zoológico y pasaron mucho tiempo admirando los exóticos animales salvajes, en especial los leones.
– Son espléndidos -dijo la señorita Leavensworth-. Ahora entiendo por qué dicen que son los reyes de la selva. ¿Y tú, Hannah?
Sin embargo, la duquesa no era tan fácil de complacer.
– Pero ¿dónde está la selva? -Preguntó a su vez-. Pobres criaturas. ¿Cómo pueden ser reyes cuando están encerrados en una jaula? Es preferible ser un humilde conejo, una tortuga o un topo y ser libre.
– Pero supongo que los alimentan bien -replicó la señorita Leavensworth-. Y aquí están protegidos de los elementos. Y son muy admirados.
– Y por supuesto dicha admiración compensa una multitud de pecados -repuso la duquesa.
– Pues yo me alegro de haberlos visto -declaró la señorita Leavensworth, negándose a aceptar las críticas de su amiga-. Hasta ahora solo había podido leer sobre ellos en los libros y verlos en dibujos. Y los libros nunca transmiten los olores, ¿verdad? ¡Uf!
– ¿Vamos a ver las joyas de la Corona? -sugirió él.
La señorita Leavensworth se quedó fascinada al verlas. Y por casualidades de la vida, los parientes de su prometido, junto con sus hijos, aparecieron cinco minutos después de que ellos llegaran. Hubo exclamaciones de sorpresa y deleite, y también algunos abrazos, tras los cuales se produjeron las presentaciones. De modo que Con conoció al señor y a la señora Newcombe y a Pamela y a Peter, ya que la duquesa los había conocido unos días antes cuando fueron a su casa para recoger a la señorita Leavensworth de camino a los jardines de Kew.
– Necesito un poco de aire fresco -anunció la duquesa al cabo de unos minutos-. Constantine ha prometido llevarme a las almenas de la Torre Blanca, Babs, y ahora es el momento perfecto, ya que tú le tienes pánico a las alturas. Volveremos enseguida.
– Nos quedaremos con Barbara mientras usted admira las vistas, excelencia -le aseguró la señora Newcombe-. Tómese su tiempo. Solo nos quedan por ver las mazmorras, por insistencia de nuestros hijos, y no tenemos prisa.
La duquesa se cogió de su brazo y subieron juntos hasta las almenas de la Torre Blanca, el punto más alto a excepción de las cuatro torretas situadas en las esquinas.
– ¿Esta noche? -preguntó en cuanto pudieron alejarse de los demás.
– Sí -contestó ella-. Me vendrá muy bien. Esta noche tengo que asistir a una cena y a una recepción en el palacio de Saint James y seguro que será un aburrimiento. Pero ya sabes que cuando se recibe una invitación real, no puedes rehusar porque te venga mal, aunque seas la duquesa de Dunbarton. Barbara va a cenar con los Park. Puedes enviarme tu carruaje a las once.
Salieron a las almenas de la Torre y descubrieron que todas las nubes habían desaparecido, dejando un cielo azul y un sol radiante.
La duquesa abrió su sombrilla y se cubrió con ella. Ese día llevaba un bonete, atado con una cinta debajo de la barbilla. Menos mal, porque el viento soplaba bastante fuerte a esa altura.
Recorrieron el perímetro de las almenas, admirando las distintas vistas de la ciudad y de la campiña que se extendía más allá de los edificios, y después se detuvieron para contemplar el Támesis.
La duquesa echó la sombrilla hacia atrás y alzó la cara hacia el cielo. Uno de los cuervos por los que era tan famosa la Torre de Londres volaba sobre ellos en ese momento.
– Constantine, ¿nunca has pensado que sería maravilloso volar? ¿Estar solo en la inmensidad, con el viento y el cielo?
– ¿La única dimensión que el hombre todavía no ha conquistado? -replicó-. Sería interesante admirar el mundo desde la perspectiva de un pájaro. Claro que siempre puedes montar en un globo aerostático.
– Pero eso resta libertad -replicó Hannah-. Yo quiero tener alas. Pero da igual. De momento este lugar está lo bastante alto. ¿A que es precioso?
Con volvió la cabeza para sonreírle. No era muy habitual escuchar semejante entusiasmo por parte de la duquesa, ni ver una expresión tan emocionada en su rostro. Había apoyado los brazos en las almenas y tenía la vista clavada en el río. Su sombrilla estaba apoyada contra la muralla.
– Tal vez debería marcharme a algún lugar exótico y distante -continuó ella-. Egipto, la India, China… ¿Alguna vez has querido verlos?
– ¿Escapar de mí mismo? -precisó.
– No, no de ti mismo -contestó la duquesa-. Sino contigo. Es imposible dejar tu esencia detrás, vayas a donde vayas. Es una de las primeras cosas que me enseñó el duque después de casarnos. Me dijo que nunca podría escapar de la muchacha que había sido. Que solo podía convertirla en una mujer en cuyo cuerpo y mente me sintiera feliz.
Y sin embargo, se comportaba como si hubiera escapado de su infancia. Se negaba incluso a volver a su hogar, a regresar junto a las personas que había dejado atrás cuando se casó con Dunbarton.
– Cuando era joven -confesó-, me planteé la idea de hacerme a la mar. Pero habría estado ausente durante meses, incluso años. No podía separarme tanto tiempo de Jon.
– ¿El hermano a quien odiabas?
– No lo…
– No -lo interrumpió la duquesa-. Sé que no lo odiabas. Le querías más de lo que has querido a nadie en la vida. Y lo odiabas porque fuiste incapaz de mantenerlo con vida.
Se apoyó en las almenas junto a ella. Al final la duquesa no era tan superficial como parecía. ¿Cómo había llegado a ser tan intuitiva?
– Todavía tengo la impresión de que lo he abandonado -confesó-. Cuando paso un día, o más tiempo, sin pensar en él. Voy a Warren Hall de vez en cuando para visitarlo. Está enterrado junto a la capilla que hay en la propiedad. Es un lugar muy tranquilo. Me alegro de que esté allí. Voy para hablar con él.
– ¿Y para escucharlo? -preguntó ella.
– Eso sería absurdo.
– No más absurdo que hablar con él -señaló la duquesa-. Creo que está vivo en tu corazón, aun cuando no pienses en él de forma consciente. Creo que siempre ocupará ese lugar. Y es una buena parte de ti.
Con se inclinó más hacia delante para ver lo que tenían justo debajo y después volvió a clavar la vista en el río.
– Esto no tiene sentido -comentó-. Nunca hablo de Jon. ¿Por qué lo hago contigo?
– ¿Conocía la existencia de Ainsley Park? -quiso saber ella.
¿Qué le estaba pasando? Tampoco hablaba nunca de Ainsley Park. Soltó un profundo suspiro.
– Sí -respondió-. Fue idea suya… no lo de apostar en las mesas de juego, por supuesto, pero sí lo de comprar un hogar seguro para mujeres y niños que nadie más quería. Un lugar donde pudieran trabajar y formarse para buscar un trabajo permanente en el futuro. Estaba tan entusiasmado por la idea que había noches que ni dormía. Quería verlo con sus propios ojos. Pero murió antes de que hubiera algo tangible que ver. -En ese momento se dio cuenta de que la duquesa había movido la mano para colocarla encima de la suya… y de que se había quitado el guante.
– ¿Fue una muerte dolorosa? -preguntó.
– Se durmió y no se despertó -contestó-. Fue la noche de su decimosexto cumpleaños. Habíamos jugado al escondite durante unas horas por la tarde y se había reído tanto que seguro que se le debilitó el corazón. Cuando fui a apagar su vela me dijo que me quería más que a nadie en el mundo. Me dijo que me quería mucho, mucho, muchísimo. Amén. Una tontería que siempre le hacía muchísima gracia. Y murió a las pocas horas.
– Sí, pero ese amor todavía perdura. Tu hermano te quería como el duque me quería a mí. El amor no muere con la persona. Pese al dolor que sufrimos los que seguimos viviendo.
¿Cómo demonios habían llegado a ese punto?, se preguntó Constantine. Menos mal que se encontraban en un lugar público, aunque de momento daba la sensación de que tenían las almenas para su uso exclusivo. Si hubieran estado en un lugar privado, era muy posible que la hubiera abrazado y se hubiera puesto a llorar en su hombro. Una idea alarmante, desde luego. Por no decir que humillante.
Volvió la cabeza para mirarla. Ella también lo estaba mirando, con los ojos abiertos de par en par y sin sonreír, sin rastro de sus habituales máscaras.
Y en ese instante se dio cuenta de que le gustaba.
No era una revelación trascendental… o no debería serlo. Pero lo era.
Cuando la duquesa de Dunbarton se convirtió en su amante, esperaba albergar todo tipo de sentimientos hacia ella. El hecho de que le gustase no era uno de ellos.
Le cubrió la mano con la suya.
– Estoy convencido de que la señorita Leavensworth y los parientes de su prometido se han quedado sin temas de conversación. Y también estoy convencido de que los niños están a punto de subirse por las paredes que protegen las joyas de la Corona. Será mejor que volvamos para rescatarlos… y para llevarla a tomar su primer helado en Gunter's.
– Sí -convino ella-. Sería horrible llegar y descubrir que ya han cerrado. Babs se quedaría desconsolada. Claro que nunca lo admitiría. Nos diría con una sonrisa que no le importa en absoluto, que la tarde ha sido maravillosa aunque no haya probado su primer helado. Es una mártir.
Con le ofreció el brazo después de que ella se pusiera el guante, se colocara un enorme anillo de diamantes (verdaderos o no) en el índice y recogiera su sombrilla.
Casi era medianoche cuando Hannah llegó a la casa de Constantine. Su intención no era la de llegar tarde, entre otras cosas porque había decidido que se habían acabado los juegos con él. Sin embargo, no se podía abandonar el palacio de Saint James antes de tiempo con la excusa de que se tenía una cita con el amante a las once. Mucho menos si se mantenía una conversación en privado con el rey durante diez minutos precisamente cuando el reloj marcaba esa hora.
Constantine no había cerrado con llave. Pero sí abrió la puerta en persona cuando su carruaje se detuvo delante de la casa. No había ni rastro de los criados. Probablemente los hubiera mandado a la cama. Hannah no ofreció explicación sobre su retraso… no pensaba llegar tan lejos. Se limitó a arrojarle los brazos al cuello y besarle, y él la llevó a la cama sin más dilación.
Poco más de una hora después estaban de nuevo en su gabinete. Constantine llevaba una camisa y unos pantalones, y ella, su batín. En la mesita auxiliar situada entre ellos descansaba una bandeja con té, pan, mantequilla y queso.
Podría acostumbrarse a eso, pensó ella… a ese agradable compañerismo después de la extenuación y el placer de hacer el amor.
Podría acostumbrarse a él.
El año siguiente él tendría otra amante, y tal vez ella también lo tuviera, aunque no estaba segura de querer repetir la experiencia. La idea surgió en su cabeza sin premeditación alguna. Habría otra mujer sentada en su lugar, tal vez vestida con ese mismo batín. Y él también estaría allí, mirando a esa mujer con una expresión adormilada, en una postura relajada y con el pelo alborotado.
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