Frunció el ceño… y en ese momento sonrió.
– El rey no se ha olvidado de Ainsley Park -comentó-, ni de ti.
– ¡Por Dios! -Exclamó él con una mueca-. No se te habrá ocurrido recordárselo, ¿verdad?
– Se estaba quejando del palacio de Saint James, al que dice aborrecer con todas sus fuerzas, y preguntándose si Buckingham House podría convertirse en una residencia real mucho más imponente. Le sugerí la Torre de Londres y le mencioné que la había visitado hoy mismo con mi mejor amiga y contigo como acompañantes.
– Prinny como amo y señor de la Torre de Londres -murmuró él-. La idea en sí misma provoca sudores fríos. Seguramente reabriría la Puerta del Traidor y haría que todos sus enemigos desfilaran por ella de camino a las mazmorras.
– Inglaterra se quedaría vacía -añadió ella-. No quedaría nadie para llevar las riendas del gobierno, salvo el propio rey. El Parlamento sería pasto de murciélagos y fantasmas. Y la Torre de Londres estaría llena a rebosar.
Los dos se echaron a reír al pensarlo y Hannah, que ya había dado buena cuenta de su pan con mantequilla, su queso y su té, cruzó los brazos introduciendo las manos en las mangas del batín. Ninguno de los sueños ni de los planes que había trazado durante el invierno incluía alegres bromas y carcajadas por un tema que se podría considerar como traición a la Corona.
Constantine estaba guapísimo cuando se reía, más aún con esa expresión soñolienta.
– ¿Y cómo pasasteis de hablar de la Torre de Londres a hacerlo de Ainsley Park? -preguntó.
– Cuando mencioné tu nombre, el rey frunció el ceño y puso cara pensativa -contestó- y después pareció recordar quién eras. Una pena, me dijo, que no hubieras podido convertirte en conde de Merton, aunque afirmó tenerle muchísimo afecto al conde actual. Me dijo que tenía algo importante que recordar sobre ti. De hecho, estuvo haciendo memoria hasta que mencionó el nombre de Ainsley Park sin necesidad de que se lo recordara, estaba encantadísimo consigo mismo, como si acabara de encontrar una ciruela en el pudin de Navidad. Un hombre maravilloso, declaró… y se refería a ti, Constantine. Que sepas que tiene intención de ofrecerte su ayuda en tus proyectos benéficos y de honrarte en persona como considere más adecuado.
Constantine meneó la cabeza.
– ¿Estaba borracho?
– No hasta el punto de ponerse en ridículo -contestó Hannah-. Pero sí bebió una cantidad alarmante delante de mis ojos. Y estoy segura de que bebió lo mismo, puede que más, mientras no lo miraba.
– En ese caso solo cabe esperar que se le olvide… de nuevo.
– Justo estaba acabando de decir la última frase cuando se le iluminó la mirada al ver a una mujer regordeta con un vestido pasado de moda y salió corriendo. Me olvidó por completo. Me abandonó. Era como si yo no existiera. Qué humillante, Constantine.
– El rey siempre ha tenido un gusto un poco excéntrico en cuestión de mujeres -replicó él-, por decirlo delicadamente. «Peculiares» sería un calificativo menos delicado. «Extraños» sería la verdad. ¿Todo el mundo obvió tu existencia?
– Claro que no -contestó-. Soy la duquesa de Dunbarton.
– Así me gusta, duquesa -dijo él, y esos ojos oscurísimos la miraron con una sonrisa.
Fue muy desconcertante y abrumador. Porque el resto de su cara no sonrió. Sin embargo, no tenía la sensación de que se estuviera burlando de ella. Tenía la sensación de que estaba bromeando… de que le agradaba estar con ella. ¿Le gustaba a Constantine?
¿Y él le gustaba a ella? ¿Gustarle, en el sentido contrario a desearlo?
– Si hubieras robado todas las joyas de la Corona esta tarde y se las hubieras dado a Babs, en vez de comprarle un helado en Gunter's -comentó-, no le habría hecho ni la mitad de ilusión.
– Estaba ilusionada, ¿verdad? -Replicó Constantine-. ¿Has conocido a su vicario? ¿Se la merece?
– Entre otras virtudes menores -respondió Hannah-, tiene una sonrisa especial que reserva para ella. Una que le llega justo al corazón.
Se miraron por encima de la mesa.
– ¿Crees en el amor? -preguntó-. Me refiero a esa clase de amor.
– Sí -contestó él-. En otro tiempo habría dicho que no. Es fácil ser un cínico, la vida nos ofrece demasiadas evidencias de que no se puede ser otra cosa y seguir siendo honesto. Pero tengo cuatro primos, primos segundos, que crecieron en el campo prácticamente en la pobreza, y que irrumpieron en la escena social después de la muerte de Jon. Unos palurdos, ni más ni menos, que esperaba que fueran maleducados, ridículos y vulgares. Los odié incluso antes de verlos, sobre todo al flamante Merton. Al final resultó que no eran nada de eso, y uno a uno contrajeron matrimonios que deberían haber sido un desastre. Sin embargo, todas las pruebas apuntan a que mis primos han convertido sus respectivos matrimonios en uniones por amor. Todos ellos. Es innegable y extraordinario.
– ¿Incluso la prima que se casó con el duque de Moreland? -preguntó.
– Sí -respondió él-, incluso Vanessa. Y sí, creo en el amor.
– ¿Pero no para ti?
Constantine se encogió de hombros.
– ¿Hay que trabajar para encontrarlo y consolidarlo? -Preguntó a su vez-. Las experiencias de mis primos parecen sugerir que así es. No estoy seguro de estar preparado para hacer el esfuerzo necesario. ¿Cómo saber que no será en vano? Si el amor llega a mis brazos completamente formado, me alegraré muchísimo. Pero no me lamentaré si no aparece. Estoy contento con mi vida tal cual es.
No obstante, Hannah tuvo la impresión de que Constantine parecía melancólico mientras hablaba. Tenía, pensó con cierta tristeza, muchísimo amor en su interior que ofrecer a la mujer adecuada. Un amor que movería montañas o universos.
– ¿Y tú, duquesa? Quisiste a un hombre cuando eras muy joven y sufriste mucho por ello. Quisiste a Dunbarton, aunque no creo que se tratara de un amor romántico. ¿Crees en la clase de amor que la señorita Leavensworth ha encontrado?
– Creo que a los diecinueve años estaba enamorada del amor -respondió-. Sin embargo, no me dieron la oportunidad de descubrir cuan profundo, o superficial, habría sido dicho amor. Todas las cosas suceden por un motivo, o eso me enseñó el duque. Y yo estoy de acuerdo. Tal vez descubrir a Colin y a Dawn juntos fuera lo mejor que me pudo pasar.
Qué raro, pensó. Jamás había considerado esa idea antes. ¿Qué habría pasado si no hubiera descubierto la verdad hasta que fuera demasiado tarde? ¿Cómo habría sido su vida? ¿Y qué habría pasado si Colin no hubiera querido a Dawn? ¿Seguiría queriéndolo a esas alturas? ¿Estaría contenta a su lado? Era imposible saberlo. Sin embargo, se percató de que ya no sentía el dolor de su pérdida. Posiblemente lo hubiera superado hacía mucho tiempo. Lo único que sentía era el dolor de la traición y del rechazo. Ese aún perduraba.
– Pero aunque no contara con el ejemplo de Barbara, sabría que el verdadero amor existe -aseguró-. Me refiero a ese amor único, a esa comunión de almas, que poquísimas personas encuentran y que a la mayoría se le suele negar. El duque lo conocía de primera mano y me contó su experiencia.
– ¿Dunbarton te restregó una antigua amante? -preguntó él-. Suponiendo que fuera antigua, claro.
– Llevaba un año de luto cuando lo conocí y me casé con él -contestó-. Lo peor ya debería haber pasado y tal vez fuera así. Pero nunca dejó de llorar su pérdida. Ni un solo instante. Fue un amor que sobrevivió más de cincuenta años, un amor que definió toda su vida. Le permitió quererme a mí.
Constantine cruzó los brazos y la miró fijamente durante un buen rato.
– Y pese a todo no se casó con ella -señaló-. Y la mantuvo tan en secreto que no hubo ni un solo rumor sobre su existencia entre la alta sociedad.
– Su amante era su secretario personal -dijo Hannah-, y lo fue durante toda su vida de adulto. Por eso pudieron estar juntos y vivir bajo el mismo techo sin despertar sospechas. Aunque debieron de ser muy discretos. Ni siquiera los criados estaban al tanto de la verdad, o eran tan leales al duque que nunca hablaron fuera de casa de lo que sabían. Siguen siéndolo.
– ¿Dunbarton te habló de eso?
– Sí, antes de casarnos. Mientras me explicaba que no tenía motivos ocultos para casarse conmigo salvo alejarme de allí y enseñarme a ser una duquesa y a ser una belleza orgullosa e independiente en el poco tiempo que le quedaba de vida. Me dijo que había sido incapaz de apartar los ojos de mí durante la boda, no porque despertara su lujuria, sino porque tenía un aspecto tan angelical que no alcanzaba a asimilar que fuese humana. Según sus propias palabras, un grupo de palurdos no tenía derecho a romperle el corazón a un ángel… Su historia me escandalizó profundamente. Ni siquiera sabía que podía existir algo como lo que él describía. Pero creí en su bondad. Tal vez fue una tontería… Sin duda alguna, yo era una tonta. Pero en ocasiones es bueno ser tonto. Durante los años que estuvimos juntos me habló libremente del amor de su vida. Creo que para él era un consuelo poder hacerlo después de tantos años de secretos y silencio. Y me prometió que algún día encontraría ese tipo de amor, aunque no con alguien de mi mismo sexo.
– ¿Y tú lo creíste?
– Creí en la posibilidad de que eso sucediera, aunque fuera poco probable. Constantine, mi mundo es artificial. Incluida yo. Sobre todo yo. Me enseñó a ser una duquesa, a ser una fortaleza inexpugnable, a ser la guardiana de mi propio corazón. Sin embargo, admitió que no podía enseñarme ni cómo ni cuándo permitir que alguien se colara en la fortaleza ni en qué momento liberar mi corazón. Dijo que sucedería sin más. De hecho, me prometió que sucedería sin más. Pero ¿cómo va a encontrarme el amor en el supuesto de que me esté buscando? -Sonrió. ¡Qué conversación más rara para mantener con su amante! Se puso en pie y rodeó la mesa-. Pero mientras tanto no pienso esperar sentada algo que tal vez nunca suceda. Tenerte como amante es algo que deseaba que sucediera… No, algo que decidí que sucedería en cuanto finalizara el año de luto. Y lo que me ofreces es más que suficiente para esta primavera.
– ¿Ya habías decidido antes de regresar a Londres que yo sería el elegido? -le preguntó Constantine, enarcando las cejas.
– Pues sí -contestó-. ¿No te sientes halagado? -Se desató el cinturón del batín, se abrió la prenda y se colocó a horcajadas sobre él en el enorme sillón mientras se inclinaba para besarle en los labios.
– Así que Dunbarton te enseñó a conseguir todo lo que quieres, ¿no? -preguntó él al tiempo que le deslizaba el batín por los hombros y los brazos, tras lo cual lo arrojó al suelo.
– Sí. Y te he conseguido a ti. -Lo miró a los ojos y esbozó una sonrisa deslumbrante.
– Como una marioneta -apostilló él.
– No. -Meneó la cabeza-. La condición era que tú también lo desearas. Y lo deseas. Dímelo.
– ¿No puedo demostrártelo sin más? -preguntó, y el brillo risueño volvió a aparecer en esos ojos oscuros.
– Dímelo -ordenó.
– ¿Vulnerable, duquesa? -Formuló la pregunta susurrando junto a sus labios, un gesto que le provocó a Hannah un escalofrío-. Lo deseo. Muchísimo. Te deseo. Muchísimo.
Y procedió a desabrocharse los pantalones, a cogerla de las caderas para levantarla un poco y a hundirse en ella de una sola embestida.
Hannah siempre había creído que los encuentros en su cama le provocaban un placer casi insoportable. En esa ocasión el «casi» no hizo acto de presencia. De rodillas en el sillón, a horcajadas sobre él, le hizo el amor con tanto desenfreno y pasión como él le demostraba. Lo sintió en lo más profundo de su ser, escuchó el sonido de sus cuerpos al unirse, contempló los rasgos afilados de esa cara tan morena mientras él apoyaba la cabeza en el respaldo del sillón, con los ojos cerrados y el pelo revuelto.
Sin embargo, cuando el dolor llegó a un punto casi crítico durante el cual Constantine debería haberla sujetado con fuerza para ponerle fin con su clímax, no terminó, sino que se intensificó hasta volverse insoportable… y convertirse en una gloria tan absoluta que no habría palabras para describirla aunque las hubiera buscado.
Se limitó a gritar.
Y después, temblorosa y estremecida, se desplomó sobre él, apoyó la cabeza en su hombro y sintió una irresistible necesidad de dormir.
Constantine la abrazó con fuerza mientras recuperaba el aliento y después salió de ella y la cogió en brazos, cubriéndola al mismo tiempo con el batín, para llevarla hasta su dormitorio.
La besó antes de dejarla en la cama.
– Dime que ha sido tan bueno para ti como creo que lo ha sido -dijo.
– ¿Necesitas halagos? -preguntó con voz soñolienta-. Ha sido bueno. ¡Constantine, ha sido estupendo!
Lo escuchó reír entre dientes.
Se acurrucó en la cama y ya estaba casi dormida cuando él se acostó a su lado y la arropó.
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