«¿La duquesa? ¿En Claverbrook House?», se preguntó Con.
– ¡Ay, Dios! -Exclamó Margaret-. El abuelo jamás recibe a nadie. Esto es irritante.
– ¿Irritante? -Enarcó las cejas y vio que Margaret se ruborizaba y que no era capaz de afrontar su mirada.
– Nos ha invitado a pasar cuatro días en su casa de Kent -explicó ella-. Y hemos rehusado su invitación, con una disculpa.
– ¿Por qué? -quiso saber Constantine mientras el sonido del sonajero se alzaba en un crescendo acompañado por la expresión inocente de Sarah, por un alarido de protesta por parte de Alex que había vuelto a detener la peonza y por una emocionada invitación de Toby para que se acercaran a ver Madagascar.
– No queremos dejar a los niños durante tanto tiempo -adujo Margaret mientras hacía girar de nuevo la peonza y Sarah se acercaba a ver Madagascar armada con el sonajero.
¿La duquesa había reaccionado a esa negativa presentándose en persona en Claverbrook House? Ciertamente no toleraba bien el rechazo. Aunque no era algo que experimentara a menudo. ¿Lograría ganarse a Margaret? ¿Era ese el motivo de su visita?
Sarah estaba haciendo girar el globo terráqueo bajo la atenta mirada de Toby y el bebé había encontrado otro juguete potencial hacia el que caminaba sorteando muebles, ya olvidado el berrinche… Y la peonza.
– Constantine -dijo Margaret, que por fin lo miró a los ojos-, no podemos vivir tu vida por ti, ni siquiera deseamos hacerlo. Pero podemos negarnos a aceptar tu relación con una mujer que es una despiadada… depredadora.
Con se llevó las manos a la espalda y entrelazó los dedos.
– Son unas palabras muy duras -dijo.
– Sí -reconoció ella-. Lo son.
– Recuerdo una época en la que se decían cosas así de duras sobre Sherry -replicó-. Pero eso no impidió que te relacionaras con él, que te comprometieras con él y que acabaras siendo su esposa.
– Eso fue diferente -protestó Margaret-. No era culpable de ninguna de las acusaciones que se habían vertido en su contra.
– Tal vez la duquesa de Dunbarton tampoco lo sea -señaló Con-. Culpable de las acusaciones que se han vertido en su contra, me refiero.
– ¡No me vengas con esas! -exclamó ella.
Con se percató de que estaba a punto de perder los estribos. Apartó la mirada de Margaret. El bebé había cogido uno de los libros de Toby y estaba dispuesto a comérselo. Así que atravesó la estancia a toda prisa, rescató el libro y evitó la inminente rabieta colocándose a Alex sobre los hombros.
– Debes de estar prendado de ella si piensas así -comentó Margaret-. Y veo que tenemos motivos para preocuparnos.
– Tenemos -repitió, recalcando el uso del plural-. ¿Los demás también han recibido invitaciones?
– Nessie y Elliott no -contestó Margaret-. Pero los demás sí.
– A ver si lo adivino, ¿también han rechazado sus respectivas invitaciones?
Margaret tuvo el buen tino de volver a apartar la vista.
– Sí -contestó.
Alex estaba tirándole del pelo mientras gritaba de alegría.
– Vamos a dejar un par de cosas claras -dijo mientras se zafaba de las manos del bebé y lo dejaba junto a una caja que contenía bloques de madera-: Monty era el mayor sinvergüenza de Inglaterra. Lo afirmo porque lo sé de primera mano. Katherine se casó con él. Ya hemos comentado el caso de Sherry. Te casaste con él. A Cassandra la acusaban de haber asesinado a su primer marido… con un hacha, aunque en realidad Paget murió por un disparo, no con la cabeza cortada. Stephen se casó con ella. ¿Y ahora crees a pies juntillas todo lo que se ha dicho de la duquesa de Dunbarton aunque no tengas ni una sola prueba que lo demuestre?
– ¿Cómo sabes que no tenemos pruebas? -preguntó Margaret a su vez.
– Porque no hay prueba alguna -respondió-. Quería al duque de Dunbarton aunque no fuera un amor romántico. Fue fiel a sus votos matrimoniales hasta el día de la muerte de su marido, y siguió siéndole fiel durante el año de luto. Lo sé, Margaret, porque yo sí tengo la prueba. -La furia lo había hecho hablar de forma irreflexiva.
Margaret se mordió el labio superior.
– ¡Ay, Constantine! -exclamó-. Te has encariñado de ella. Precisamente es eso lo que nos temíamos. Pero… ¿estás seguro de que no has caído en sus redes?
Con no contestó ni tampoco apartó la mirada de su prima.
– Tienes la prueba. -Margaret cerró los ojos y cuando los abrió había recuperado la compostura. Volvía a estar serena y al cargo de la situación. La hermana mayor que había criado prácticamente sola a sus hermanos y que había hecho un magnífico trabajo con todos ellos antes de buscar su felicidad-. Será mejor que baje a verla -dijo-. ¡Ay, Dios mío! El abuelo se la habrá comido a estas alturas. Es el tipo de mujer superficial que lo saca de quicio. ¿Eso también es una ilusión? ¿Su frivolidad?
– Prefiero dejar que seas tú quien haga ciertos descubrimientos -respondió él.
Margaret tiró del cordón de la campanilla del servicio y la niñera apareció de inmediato. Toby le pidió que se acercara para ver la India, Sarah levantó el sonajero y lo agitó con una floritura y Alex comenzó a golpear dos bloques de madera entre sí mientras se reía.
Con salió de la habitación infantil con Margaret. Estuvo a punto de marcharse, pero no pudo resistir la tentación de ver a Hannah enfrentándose a uno de los aristócratas más hoscos y gruñones de toda Inglaterra. Además de un ermitaño.
Esperaba que no se la hubiera comido viva. Aunque apostaba por ella.
¿Qué hacía exactamente en ese lugar?, se preguntó Hannah una vez que el criado la invitó a pasar a Claverbrook House y vio cómo un anciano mayordomo apartaba a su subordinado prácticamente de un codazo en el abdomen al escuchar su nombre. La saludó con una reverencia… que suscitó un crujido. Una tontería llevar corsé a esa edad, que estaría comprendida entre los setenta y los cien.
¿Para qué había ido? ¿Para rebajarse? ¿Para exigir una explicación? ¿Para tratar de convencer a lady Sheringford de que cambiara de opinión?
No la hicieron esperar mucho. El criado que había evitado por los pelos el codazo en el abdomen subió para comprobar si lady Sheringford se encontraba en casa, y realizó su cometido con gran agilidad. Apareció al cabo de unos instantes para informar al mayordomo en voz baja de que Su Excelencia debía esperar en el salón.
Hannah siguió al mayordomo a una velocidad que se asemejaría a la de una tortuga reumática.
Le alegró haberse puesto la armadura completa compuesta por un vestido de muselina blanca, una chaquetilla blanca y un bonete también blanco. Incluso llevaba algunos de sus diamantes auténticos en las orejas y en los dedos. Todo formaba parte de la fachada tras la que se ocultaba. Aunque si su objetivo era el de impresionar a la condesa, tal vez debería haber elegido un atuendo más sencillo e incluso más colorido.
Ya era tarde para albergar semejantes pensamientos.
El salón solo tenía un ocupante, según comprobó cuando la invitaron a pasar después de que el mayordomo la anunciara con su voz solemne y pomposa como si se dirigiera a una numerosa audiencia. El ocupante en cuestión no era la condesa de Sheringford.
– Sí, sí, Forbes -dijo con impaciencia el anciano caballero que ocupaba un sillón cercano a la chimenea-, ya sé quién es. Me lo ha dicho Bindle. ¿Dónde está?
Hannah había hecho acopio de su afamada dignidad y se había envuelto con ella a fin de estar preparada para su encuentro con la condesa. Sin embargo, la abandonó en cuanto escuchó la voz, ya que se apresuró a atravesar la estancia para plantarse delante del sillón del marqués de Claverbrook. Una vez allí, extendió ambas manos enguantadas y esbozó una sonrisa cariñosa.
– Aquí estoy -dijo-. Y aquí está usted. Deben de haber pasado años.
El marqués había sido uno de los amigos del duque. Hannah lo había visto en unas cuantas ocasiones antes de que el anciano se recluyera en su casa después del enorme escándalo protagonizado por su nieto. Desde entonces el marqués se convirtió en un recluso que ni salía ni recibía visitas. Siempre había sido un hombre hosco e impaciente, pero nunca con ella. Porque cada vez que la miraba y conversaba con ella, lo hacía con un brillo alegre en los ojos. Hannah siempre había creído que la apreciaba. De la misma forma que ella lo apreciaba a él.
El marqués apartó las manos del mango de plata de su bastón y aceptó las suyas. Hannah se percató de que tenía los dedos rígidos y doblados. Le dio un afectuoso apretón con mucho cuidado para no hacerle daño. Evitó incluso rozarlo con los anillos.
– Hannah -dijo él-, aquí estás, sí. Más bonita incluso que cuando eras una niña y el viejo Dunbarton te encontró en algún lugar perdido de la mano de Dios y se casó contigo. Ese viejo granuja. Ninguna otra mujer había logrado interesarlo en su vida hasta que tú apareciste cuando ya apenas podía andar.
– Algunas cosas son obra del destino -replicó ella.
El marqués refunfuñó mientras le daba un apretón a sus manos.
– Supongo que te casaste con él por su dinero. Que por cierto tenía a espuertas.
– Y también porque era un duque y así yo me convertía en duquesa -añadió ella-. Que no se le olvide.
– En ese caso supongo que yo no habría tenido la menor oportunidad aunque te hubiera visto antes -comentó el anciano-. Solo soy un marqués.
– Y seguro que no tan rico como el duque -apostilló con una sonrisa.
El marqués tenía poco pelo y lo poco que le quedaba era blanco. Al contrario que sus cejas, que aunque blancas eran muy pobladas. Tenía el ceño permanentemente fruncido, unos ojos que parecían prestos a fulminar a cualquiera y la nariz aguileña. Su aspecto era el típico de un anciano cascarrabias.
– Lo quise mucho -reconoció-. Y todavía lloro por él. Si hubiera podido conocer a mis abuelos, me habría gustado que fueran como mi duque. Pero como no tenía ninguno y tuve la inmensa suerte de conocer a mi duque, me casé con él.
El marqués refunfuñó algo de nuevo.
– Y seguro que lo hiciste bailar al son que tocabas durante sus últimos años, ¿verdad, Hannah?
– ¡Ya lo creo! -reconoció-. Aunque se negó a seguir bailando después de cumplir los setenta y ocho, una decisión muy poco alegre por su parte. Sin embargo, todos los días encontrábamos algo de lo que reírnos. La risa es la mejor medicina, ¿sabe?
– ¡Hum! -Refunfuñó otra vez el anciano-. De todas formas murió al final.
– Según me han dicho, su medicina ha llegado de manos de su nieta política -comentó-. Me han dicho que no le consiente ninguna tontería y que se ha convertido en su persona preferida. Además, sé de buena tinta que adora a sus biznietos y me han dicho que se alojan aquí durante la temporada social. ¡Menudo ermitaño está hecho! Yo diría que eso es hacer trampas.
– Hannah, recuerdo que eras una cosita tímida cuando Dunbarton se casó contigo -repuso el marqués-. ¿Desde cuánto eres tan fresca?
– Desde que me casé con él -respondió-. Me enseñó que las personas como usted son solo gatitos fingiendo ser leones.
El comentario le arrancó una carcajada al marqués y Hannah lo miró con expresión picarona.
– Dunbarton era un tipo estupendo en su juventud -afirmó el anciano-. ¿Te habló de aquella época alguna vez? Él sí que no era un gatito, Hannah. Walsh, que hace mucho que nos dejó, le cruzó la cara con un guante una mañana en medio de la sala de lectura de White's y lo retó a duelo por haberlo hecho un cornudo con su esposa. Se encontraron en algún páramo yermo, no recuerdo el sitio con exactitud. Las cosas de la vejez… Pero recuerdo que estuve allí. A Walsh le temblaba la mano como si fuera una hoja en mitad de un vendaval, y erró el tiro por lo menos en un kilómetro. Dunbarton lo apuntó con mano firme y se tomó su tiempo, pero en el último instante dobló el brazo y disparó al aire. Habría sido una completa decepción de no ser por la elegancia del momento. El pobre Walsh se mantuvo dos o tres años oculto en el campo con el rabo entre las piernas. Le habría gustado más que Dunbarton le atravesara un hombro con una bala o que le volara la parte superior de una oreja. Y podría haberlo hecho, bien lo sabe Dios. Tenía una puntería endemoniada.
– Era demasiado compasivo como para dispararle al pobre hombre -señaló ella.
– ¿¡Compasivo!? -El marqués estaba muy animado a esas alturas de la conversación-. Se decantó por la solución más cruel de todas, Hannah. Demostró el desprecio que sentía por Walsh. Lo humilló. Incluso sugirió que el cirujano lo tumbara sobre la hierba y le administrara algunas sales para reanimarlo. Fue un magnífico espectáculo. Además, todos sabíamos que quien disfrutaba de los favores de lady Walsh era Jackman, no Dunbarton. Seguro que el propio Walsh lo sabía, pero Jackman era un hombre bajito y delgaducho, y retarlo a duelo cruzándole la cara con un guante lo habría convertido en un hazmerreír. Así que esperó hasta que Dunbarton bailó una noche con su esposa y a la mañana siguiente hizo el numerito en White's. Supongo que tendría ganas de morir. O que tenía una piedra por cerebro. Posiblemente se debiera a lo último.
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