Hannah siguió mirándolo con una sonrisa.

– ¡Ah, qué tiempos aquellos! -Exclamó el marqués con un suspiro-. Dunbarton era un hombre de los pies a la cabeza. El mismísimo demonio. Todas las jovencitas le querían, y no porque fuera un duque y poseyera una fortuna descomunal, te lo aseguro. Pero él no quería saber nada de ninguna. Deberías haberlo conocido en aquel entonces.

– Me parece que mis padres ni siquiera se conocían… -replicó ella.

Y el marqués estalló de nuevo en carcajadas.

– Pero al final lo pescaste -dijo-. Lo domesticaste, Hannah. Estaba prendadito de ti.

– Sí -reconoció ella-, es cierto. ¿A partir de los ochenta se olvidan los buenos modales además del emplazamiento de los antiguos duelos? ¿No se me va a invitar a sentarme ni a tomar una taza de té?

El marqués volvió a darle un apretón en las manos.

– Puedes sentarte donde quieras -contestó-, pero si quieres té, es mejor que antes tires del cordón de la campanilla. Como tengas que esperar a que yo llegue hasta allí, en vez del té te traerán el almuerzo.

– Ya he ordenado que traigan el té, abuelo -dijo una voz desde la puerta. Lady Sheringford entró en el salón.

Constantine estaba en el vano de la puerta. Hannah ignoraba el tiempo que llevaban allí. Se sentó en un sofá.

– Siento mucho haberla hecho esperar, excelencia -se disculpó lady Sheringford, dirigiéndose a ella-. Estaba ocupada con los niños en la habitación infantil.

– Precisamente los niños son el motivo de mi visita -aseguró Hannah-. Tengo la impresión de que no fui lo bastante específica al redactar la invitación que le envié hace unos días. Sus hijos están incluidos. Al igual que los del resto de los invitados. Nada más lejos de mi intención que separar a unos padres de sus hijos, aunque solo sea durante cuatro días. Copeland Manor tiene una extensa galería en una de las plantas superiores que estoy segura que fue diseñada para el uso de los niños durante los días lluviosos. Además están los prados, los bosques y el lago, un paraíso para los niños si no llueve. Varios de mis vecinos también tienen hijos para los que sería una maravilla poder jugar con otros niños. Llevo un tiempo ocupada planeando una fiesta infantil. Será divertidísimo. No le estoy suplicando que reconsidere su respuesta. Tal vez tenga otros compromisos previos para esos días que no se siente libre de cancelar. Sin embargo, si su preocupación se debe exclusivamente a los niños, por favor, reconsidérelo.

– Copeland Manor -dijo el marqués-. No recuerdo esa propiedad, Hannah.

– Está en Kent -señaló ella-. El duque me la compró para que tuviera un hogar propio cuando él no estuviera.

– Es muy amable -dijo lady Sheringford-. ¿Le importa si lo hablo con mi marido?

– Y quizá también con Katherine y Monty, y con Stephen y Cassandra -terció Constantine al tiempo que entraba en la estancia y se sentaba en un sillón no muy lejos de Hannah-. Acabas de decirme que ellos también aborrecen la idea de separarse de los niños.

– Lo haré -aseguró la condesa-. Abuelo, conoces a Constantine, ¿verdad?

– ¿Constantine Huxtable? -Precisó el marqués-. ¿El nieto de Merton? Conocí a tu abuelo. Un buen hombre. Aunque él no decía lo mismo de su hijo. Tu padre, supongo. No te pareces a él, lo cual es una suerte. Debes de haber salido a tu madre. Griega, ¿verdad? ¿La hija de un embajador?

– Sí, señor -respondió Constantine.

– Estuve en Grecia cuando era joven -siguió el marqués-. Y en Italia y en todos esos sitios a los que los jóvenes se suponía que debían ir antes de que las guerras lo estropearan todo. El Grand Tour por Europa, como lo llamábamos. Me gustó mucho el Partenón. No recuerdo muchos detalles, salvo la inmensidad del mar azul. Y el vino, claro. Y las mujeres, aunque obviaré el tema en presencia de las damas.

La conversación se prolongó de forma amigable durante media hora, hasta que Hannah se levantó para marcharse.

– Tienes que venir a verme otra vez, Hannah -dijo el marqués-. Ver tu preciosa cara me alegra el corazón. Y no dejes que ese viejo tonto que tengo por mayordomo te diga que no estoy en casa.

– Si alguna vez se le ocurre semejante disparate -replicó ella mientras se acercaba para tomarle una mano entre las suyas-, le daré un empujón para colarme, subiré corriendo las escaleras y apareceré sin anunciarme. Y después, cuando me marche, podrá echarle un buen sermón y amenazarlo con el despido.

– No se iría -aseguró el anciano-. He intentado que se jubile ofreciéndole una generosa pensión y una casa donde vivir. Lo ha intentado Duncan. Lo ha intentado Margaret. Despedirlo no serviría de nada. Se negaría a ser despedido.

– Cuidarte y proteger tu casa de cualquier invasión es lo que lo mantiene activo y con ganas de vivir, abuelo -adujo lady Sheringford-. Excelencia, le agradezco mucho que haya venido a vernos. Le enviaré una respuesta definitiva mañana a primera hora si puedo. Todos lo haremos.

Hannah se inclinó sobre el sillón que ocupaba el marqués de Claverbrook y lo besó en la mejilla, tras lo cual se enderezó y le soltó la mano.

– Gracias -le dijo a lady Sheringford.

– Duquesa, la acompañaré a casa si me lo permite -se ofreció Constantine-. Aunque he venido a pie.

¿Qué estaba haciendo él allí?, se preguntó Hannah. La condesa acababa de abandonar la habitación infantil. ¿Constantine había estado también con ellos? ¿Con los niños?

– Gracias, yo también -dijo, y lo precedió para abandonar el salón.

Una vez en la calle, lo tomó del brazo y caminaron un rato en silencio. La mañana había resultado rara, pensó. Todavía no tenía muy claro el motivo de su visita a Claverbrook House. Eso sí, había sido estupendo volver a ver al marqués. Uno de los contemporáneos del duque.

– El marqués me ha hablado sobre un duelo en el que el duque participó hace una friolera de años -dijo a la postre-, por el honor de la esposa de otro hombre que lo acusaba de haber cometido adulterio. Gracioso, ¿verdad? El marqués me ha asegurado que mi duque era el mismísimo demonio en aquel entonces.

– Pero añadió que lo domesticaste -replicó Constantine-. Lo he escuchado.

– Eso también es gracioso -comentó ella-. Cuando decidí hacerte mi amante, me dije que iba a domesticar al demonio. Ignoraba que ya lo había hecho… con otro hombre. -Y se echó a reír.

– ¿A mí también me has domesticado? -quiso saber él.

– ¡Caramba, Constantine! -exclamó-. Lo más exasperante de todo esto es que al final ha resultado que no eres un demonio. Así que no puedo domesticar algo que no existe. -Volvió la cabeza para sonreírle.

– ¿Te he desilusionado?

¿Lo había hecho?, se preguntó. La vida sería mucho más fácil, infinitamente más fácil, tal como había planeado que fuera, si en realidad fuese el demonio cruel, peligroso y sensual por quien lo había tomado. De esa manera se habría encontrado con el desafío que representaba una lucha de ingenios, una conquista y el disfrute en general. De esa forma dejarlo y olvidarlo cuando llegara el verano habría sido lo más fácil del mundo.

Pero ¿la había desilusionado? ¿O había encontrado otros retos inesperados? El reto de conquistarlo, al fin y al cabo. Y el reto de conquistarse a sí misma, a la persona en la que hasta ese momento creía haberse convertido.

Ya no estaba segura de quién era. No era la jovencita que una vez fue, eso seguro. Esa jovencita había desaparecido hacía mucho. Pero tampoco era la mujer en la que creía haberse convertido. Y lo había descubierto en cuanto había comenzado a vivir a solas la vida perteneciente a esa mujer.

No era tan dura como debía ser esa mujer. Ni tampoco estaba tan segura de su destino ni de la ruta exacta que debía tomar para alcanzarlo. Sin embargo, el duque no le había enseñado ni a ser dura ni a estar segura más allá de toda duda. Le había enseñado a quererse a sí misma, a hacerse cargo de su vida, a ser inmune a las envidias y a las habladurías que ciertamente la seguirían allí donde fuera, ya…

A esperar a ese hombre que le daría significado a su vida.

¿Era Constantine ese hombre?

Sin embargo, su mente detuvo, consternada, el rumbo de sus pensamientos. ¡Por el amor de Dios! ¿Después de once años seguía sin desarrollar el instinto de supervivencia?

Claro que Constantine no era el demonio.

Le daba la impresión de tener la cabeza hecha un lío.

– ¿Eso es un sí? -preguntó Constantine a fin de obtener una respuesta.

A la pregunta de si se sentía desilusionada.

– En absoluto -contestó-. Me prometí el mejor amante de Inglaterra y no tengo motivos para pensar que no lo he encontrado. Durante este año, al menos.

– Bien dicho, duquesa -la elogió mientras la miraba con una expresión risueña aunque el resto de su rostro permaneció en reposo.

No era un gesto burlón, decidió, era más…

¿Afectuoso?

«¡Vaya!», exclamó.

¿Afectuoso?

Una vez más, la asaltó la sensación de tener la cabeza hecha un lío.

– Dime, ¿qué es todo eso de una fiesta infantil en Copeland Manor? -lo oyó preguntar.

¡Ah, sí! La fiesta infantil. Un plan fruto de la improvisación que debía hacer realidad.

Ella nunca recurría a la improvisación. Jamás hacía algo de forma impulsiva.

Salvo visitar a la condesa de Sheringford.

Y asegurarle que había organizado una fiesta infantil en Copeland Manor.

Constantine soltó una queda carcajada.

– Duquesa -dijo-, ojalá pudieras ver la cara que has puesto.

– Será la mejor fiesta de la historia -replicó ella con altivez.

Y Constantine rió de nuevo.

CAPÍTULO 14

Hannah se marchó a Copeland Manor con Barbara tres días antes de que comenzaran a llegar los invitados a la fiesta campestre. Aunque su presencia no era necesaria, por supuesto. El ama de llaves era una mujer muy competente que tenía un férreo control sobre la servidumbre y el manejo de la casa. Claro que contaba con la ventaja de ser una persona muy agradable y querida por todos los criados.

Mientras deambulaba nerviosa por la casa durante esos tres días, Hannah era muy consciente de que seguramente estaría molestando a todo el mundo y poniéndolos de los nervios. En realidad, fue muy irritante descubrir que su casa funcionaba tan bien, incluso con la presión de una fiesta campestre inminente, que su presencia no era necesaria. En algunos momentos tenía la impresión de que sería feliz si encontraba un trocito de suelo que poder restregar.

Menuda sorpresa se llevaría la alta sociedad, y cuántas risas se echaría a su costa, si supiera que la duquesa de Dunbarton estaba nerviosa.

Y emocionada.

El duque le había regalado Copeland Manor cuando ya era muy mayor. Habían pasado algunas temporadas en la propiedad. Incluso habían invitado a algunos vecinos a tomar el té. Hannah también había recibido invitados durante el año de luto que pasó allí, pero no fue algo frecuente ni tampoco fueron ocasiones formales. En aquel entonces estaba muy triste y muy contenta de pasar casi todo el tiempo sola.

Esa iba a ser su primera fiesta campestre en Copeland Manor. Quería que todo fuera perfecto.

Envidiaba la tranquila y alegre actitud de Barbara, aunque también la irritaba un poco. Juntas pasearon por el exterior y también por el interior durante el tercer y lluvioso día, el último antes de que llegaran los invitados. Su amiga se pasaba horas y horas bordando, leyendo o escribiendo.

– ¿Y si llueve mañana? -preguntó Hannah mientras paseaban por la galería ese último día. La lluvia golpeaba los cristales de las ventanas a ambos lados de la galería.

– Pues todo el mundo se apresurará a entrar en casa nada más bajar de los carruajes -respondió Barbara con muchísimo sentido común-. Es imposible que llueva tanto como para que los caminos queden impracticables.

– Pero quiero que todos vean Copeland Manor en todo su esplendor -replicó Hannah.

– En ese caso se llevarán una agradable sorpresa cuando el sol brille al día siguiente de su llegada -repuso Barbara-. O al siguiente.

– ¿Y si llueve todos los días? -insistió.

Barbara volvió la cabeza para mirarla con detenimiento y se cogió de su brazo.

– Hannah, Copeland Manor es un lugar precioso en cualquier circunstancia. Tú eres preciosa en cualquier circunstancia. Eres guapa, simpática e ingeniosa. Seguro que a estas alturas has organizado infinidad de fiestas.

– Pero nunca aquí-dijo-. Babs, ¿cómo será tener niños en Copeland Manor? Nunca he celebrado fiestas con niños.

– Serán maravillosos -aseguró Barbara-. Y en última instancia serán responsabilidad de sus padres, no tuya.

– Pero la fiesta… -refunfuñó en voz baja-. En la vida he organizado una fiesta infantil.

– Pero asististe a un buen número de ellas cuando éramos niñas -le recordó su amiga, y no por primera vez-. Y yo estuve a cargo de unas cuantas mientras mi padre seguía siendo el vicario, cuando mi madre no se encontraba bien para organizarías. Has hecho preparativos de sobra para mantenerlos a todos ocupados y entretenidos en cada minuto de la fiesta.