Cuando bajó, volvía a ser la Barbara compuesta y serena de siempre. Su leal y estimada Barbara, a quien quería más que a nadie en el mundo, pensó Hannah con una sonrisa mientras atravesaba el salón para volver a abrazarla.
– Estoy contentísima de que hayas venido, Babs -dijo. Soltó una carcajada-. Por si no te ha quedado claro después de mi recibimiento.
– Bueno, me ha parecido ver cierto entusiasmo, sí -comentó Barbara, tras lo cual ambas se echaron a reír otra vez.
Hannah intentó recordar en ese momento cuándo fue la última vez que se rió, pero fue incapaz de acordarse de una sola ocasión. No importaba. Nadie se reía mientras guardaba luto. Podría tildarse de crueldad.
Charlaron sin cesar durante una hora, en esa ocasión prestándose atención la una a la otra, antes de que Barbara le preguntara aquello que le rondaba la mente desde la muerte del duque de Dunbarton, aunque había evitado el tema en las cartas.
– Hannah, ¿qué vas a hacer ahora? -Se inclinó hacia delante en su sillón-. Debes de sentirte terriblemente sola sin el duque. Os adorabais.
Barbara era de las pocas personas que había en Londres, o tal vez en toda Inglaterra, que creía de corazón algo tan sorprendente. Tal vez fuera la única incluso.
– Nos adorábamos, sí -reconoció ella con un suspiro. Extendió los dedos de una mano sobre el regazo y clavó la vista en los tres anillos que adornaban sus dedos, rematados por una exquisita manicura. Se pasó la palma de la mano por la delicada muselina blanca de su vestido-. Lo echo de menos. Me paso el día pensando en esas tonterías que siempre corría a compartir con él, y de repente me acuerdo de que ya no está aquí para escucharme.
– Sé que sufrió muchísimo por culpa de la gota -comentó Barbara con voz seria por la lástima- y que el corazón le dio muchos problemas y sustos durante los últimos años. Supongo que ha sido una bendición que haya tenido un final tan rápido después de todo.
A Hannah le hizo gracia el comentario, por inapropiada que fuese su reacción. Barbara ejercería a la perfección el papel de esposa del vicario si contaba con un buen repertorio de tópicos como el que acababa de soltar.
– Todos deberíamos contar con esa bendición cuando nos llegue el momento -replicó-. Pero supongo que su ataque al corazón fue provocado en parte por el enorme filete de ternera y las copas de clarete de las que disfrutó la noche anterior a su muerte. Ya le habían prohibido semejantes excesos diez años antes de que yo lo conociera, y siguieron recordándoselo al menos… hum… una vez al año durante nuestro matrimonio. Siempre decía que debería haber estado criando malvas cuando yo jugaba con mis muñecas. De vez en cuando se disculpaba por vivir tanto.
– ¡Hannah! -exclamó Barbara, medio escandalizada y con un deje de reproche. Era evidente que no sabía qué decir a modo de réplica.
– Al final conseguí que dejara de hacerlo -siguió Hannah-, después de componer una oda, malísima por cierto, titulada «Al duque que debería haber muerto». Cuando se la leí, se rió tanto que sufrió un ataque de tos y estuvo a punto de morir en aquel mismo momento. Se me ocurrió escribir otra para acompañarla, titulada «A la duquesa que debería ser viuda». Pero no conseguí encontrar una palabra que rimara con «viuda», salvo quizá «ayuda», referida a su gota. Pero me pareció que quedaba un poco cojo… -Al ver que Barbara reparaba en el chiste y se echaba a reír, esbozó una leve sonrisa.
– ¡Ay, Hannah! -Exclamó su amiga-. ¡Qué mala eres!
– Pues sí-admitió.
Y ambas estallaron de nuevo en carcajadas.
– ¿Qué vas a hacer de verdad? -insistió Barbara, que la miró de forma penetrante en espera de su respuesta.
– Voy a hacer lo que la alta sociedad espera de mí, por supuesto -contestó ella al tiempo que extendía los dedos de la otra mano sobre el brazo del sillón, para admirar también los anillos que llevaba en los dedos anular y meñique. Adelantó un poco la mano a fin de que la luz de la ventana se reflejara en los diamantes y los destellos que vio le resultaron la mar de satisfactorios-. Voy a buscarme un amante, Babs.
Dicho en voz alta parecía un poco… pecaminoso. Pero no lo era. Porque era una mujer libre. Ya no le debía nada a nadie. Y el hecho de que una viuda se buscara un amante, siempre y cuando la relación se llevara en secreto y con discreción, era irreprochable. Bueno, tal vez estaba exagerando al tildarlo de irreprochable. El término «aceptable» era más acertado.
Sin embargo, Barbara pertenecía a un mundo muy distinto del suyo.
– ¡Hannah! -Exclamó mientras el rubor se extendía por su cuello, por sus mejillas y por su frente hasta desaparecer por debajo del nacimiento del pelo-. ¡Eres de lo que no hay! Lo has dicho para escandalizarme, y la verdad es que lo has conseguido. Casi me ha dado un pasmo. Ponte seria.
Hannah enarcó las cejas.
– Estoy hablando en serio -le aseguró-. He tenido un marido que ya no está. Jamás podré reemplazarlo. He tenido acompañantes cuya presencia siempre me ha resultado agradable, pero ese arreglo no me acaba de satisfacer. Todos me parecen demasiado fraternales. Necesito alguien nuevo, alguien que añada un poco de… ¡no sé, un poco de sal y pimienta a mi vida! Necesito un amante.
– Lo que necesitas es alguien a quien amar -la corrigió su amiga con voz ya más firme-. De forma romántica, me refiero. Alguien de quien te enamores. Alguien con quien te cases y con quien tengas hijos. Sé que amabas al duque, Hannah, pero eso no era… -Guardó silencio y volvió a ruborizarse.
– ¿Un amor romántico? -dijo Hannah, que completó la frase por ella-. Babs, de todas formas duele. Perderlo, quiero decir. Aquí. -Se colocó una mano bajo el pecho-. Además, el amor romántico me sirvió de bien poco antes de conocerlo a él, ¿verdad?
– Solo eras una niña -le recordó Barbara-. Y lo que pasó no fue culpa tuya. El amor llegará a su debido tiempo.
– Es posible. -Hannah se encogió de hombros-. Pero no tengo la intención de esperar a que aparezca. Y tampoco tengo la intención de buscarlo desesperada para acabar convenciéndome de que lo he encontrado y descubrirme atrapada en otro matrimonio cuando acabo de librarme de uno. Soy libre, y voy a seguir siéndolo hasta que decida dejar de serlo, lo que tal vez no suceda hasta dentro de muchísimo tiempo. Tal vez no suceda nunca. La viudez tiene sus ventajas, ¿sabes?
– Hannah, ponte seria -le reprochó Barbara.
– Así que voy a buscarme un amante -insistió-. Ya lo he decidido y estoy hablando muy en serio. Será un arreglo por pura diversión, sin ningún tipo de compromiso. Buscaré un hombre guapísimo, y pecaminosamente atractivo. Experimentado y muy habilidoso en las lides amatorias. Alguien sin un corazón que herir y sin deseos de contraer matrimonio. ¿Crees que existirá semejante dechado?
Barbara volvía a sonreír, y el gesto parecía sincero.
– Se dice que en Inglaterra abundan los libertinos atractivos -respondió Barbara-. Y según he oído es casi obligatorio que sean guapos. De hecho, creo que hay una ley que lo exige. Además, casi todas las mujeres se enamoran de ellos… y se dejan llevar por la convicción generalizada de que serán capaces de reformarlos.
– ¿Por qué les gusta creer eso? -Preguntó Hannah-. ¿Por qué desea una mujer convertir a un pecaminoso libertino en un caballero respetable y aburrido?
Ambas acabaron dobladas de la risa.
– Supongo que el señor Newcombe no es un libertino, ¿verdad? -quiso saber.
– ¿Simón? -preguntó Barbara a su vez entre carcajadas-. Hannah, es un clérigo, y muy respetable además. Pero no es… te aseguro que no es un hombre aburrido. Me niego a aceptar la insinuación de que los hombres solo pueden ser o pelmazos o libertinos.
– Yo no he insinuado nada -protestó Hannah-. Estoy segurísima de que tu vicario es un ejemplar maravilloso y perfecto de romántica caballerosidad.
Las carcajadas de Barbara se convirtieron en una risilla tonta.
– ¡Me imagino la cara que pondría si le contara lo que acabas de decir!
– Lo único que quiero de un amante -puntualizó Hannah-, aparte de las cualidades que ya he mencionado y que por supuesto son obligatorias, es que solo tenga ojos para mí durante todo el tiempo que le permita mirarme.
– Un perrito faldero, en otras palabras -apostilló su amiga.
– Babs, insistes en poner un sinfín de palabras ridículas en mis labios -protestó Hannah, que se puso en pie para hacer sonar la campanilla del servicio a fin de que se llevaran la bandeja del té-. Quiero… o más bien exijo todo lo contrario. Buscaré un hombre dominante y muy viril. Alguien a quien sea un reto controlar.
Barbara meneó la cabeza con la sonrisa aún en los labios.
– Guapo, atractivo, encandilado y devoto -enumeró al tiempo que extendía los dedos para llevar la cuenta-, dominante y muy viril. ¿Me he dejado algo atrás?
– Habilidoso -contestó.
– Experimentado -añadió Barbara, que volvió a ruborizarse-. ¡Por Dios! Creo que ese tipo de hombres crecen en los árboles, Hannah. ¿Tienes a alguien en mente?
– Pues sí -respondió, pero guardó silencio mientras esperaba a que la doncella se llevara la bandeja y cerrara la puerta al salir-. Aunque no sé si este año está en Londres. Suele aparecer todas las primaveras. Si este año no aparece, será un inconveniente, pero tengo otros candidatos en caso de que sea necesario. Debería ser una tarea sencilla. ¿Quedaría como una vanidosa si digo que todos los hombres se vuelven a mirarme allá por donde voy?
– Es una afirmación vanidosa, sí -contestó una sonriente Barbara-, pero cierta. Siempre has causado ese efecto en ellos, incluso cuando eras una jovencita. En ellos y en ellas. Los hombres lo hacen por deseo y las mujeres por envidia. Nadie se sorprendió al ver que el duque de Dunbarton decidía hacerte su duquesa de repente, a pesar de ser un solterón reconocido. Aunque las cosas no fueran realmente así.
Barbara había estado a punto de sacar a colación un tema prohibido desde hacía once años. De hecho, lo había sacado en algunas de sus cartas a lo largo de esos años, pero Hannah jamás le había contestado.
– Por supuesto que fue así -dijo-. ¿Crees que me habría mirado dos veces si no hubiera sido guapa, Babs? Pero era un buen hombre. Y yo lo adoraba. ¿Te apetece salir? ¿Estás demasiado cansada después del viaje? ¿No te gustaría tomar el aire fresco y estirar las piernas? A esta hora Hyde Park será un hervidero de gente, al menos la zona de moda del parque, porque todos van a lucirse y a observar a los demás. Es obligatorio cuando se está en Londres.
– Recuerdo de una de mis visitas que hay más gente en el parque a la hora del paseo que en nuestro pueblo el día de la feria de mayo -comentó Barbara-. No conoceré a nadie, y a tu lado me sentiré como una provinciana, pero da igual. Vamos a pasear de todas formas. Necesito el ejercicio con desesperación.
CAPÍTULO 02
Recogieron sus bonetes y dieron un paseo por el parque. Hacía un día estupendo, más aun teniendo en cuenta que no había empezado el verano. Había claros y nubes, y corría una ligera brisa.
Hannah se cubrió con la sombrilla blanca aunque los períodos de sombra eran más prolongados que los de sol. Al fin y al cabo, ¿para qué tener una sombrilla tan bonita si no se iba a mostrar en todo su esplendor?
– Hannah -dijo Barbara con voz titubeante mientras atravesaban las puertas del parque-, no hablabas en serio mientras tomábamos el té, ¿verdad? Sobre lo que tienes planeado, digo.
– Por supuesto que lo decía en serio -contestó-. Ya no soy una jovencita en busca de marido ni una mujer casada. Soy una criatura envidiada por todas las mujeres: una viuda rica con buena posición social. Y sigo siendo joven. Prácticamente se espera que las viudas de la alta sociedad tengan un amante… siempre y cuando dicho amante también sea de la alta sociedad, claro. Y esté soltero.
Barbara suspiró.
– Tenía la esperanza de que estuvieras bromeando -dijo-, aunque mucho me temía que no era así. Veo que has adoptado las costumbres y la moral del licencioso mundo en el que entraste cuando te casaste. No apruebo lo que quieres hacer. De hecho, lo desapruebo por inmoral, Hannah. Pero sobre todo por irreflexivo. Tú no eres tan desalmada ni tan… ¡Ay! ¿Cómo se dice? Ni tan cínica, ni tan apática como te crees. Eres capaz de sentir mucho afecto y amor. Una aventura solo te provocará insatisfacción en el mejor de los casos, y te partirá el corazón en el peor. Hannah soltó una risilla.
– ¿Ves toda esta gente que hay aquí? -Le preguntó a su amiga-. Babs, cualquiera de ellos te dirá que la duquesa de Dunbarton carece de corazón para que se lo rompan.
– No te conocen -replicó Barbara-. Yo sí. Por supuesto, nada de lo que te diga te hará cambiar de opinión. De modo que solo voy a decir una cosa: te querré de todas formas. Siempre te querré. Nada de lo que hagas hará que deje de quererte.
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