Después de todo, tal vez no fuera una buena idea, pensó él.

No se preguntó a qué se refería.


A Hannah le pareció que había pasado un siglo, una eternidad desde la última vez que vio a Constantine.

Y después, cuando por fin lo vio, se percató de lo mucho que había cambiado con el tiempo la percepción que tenía de él. Ya no era ese desconocido tan atractivo, sombrío, misterioso y posiblemente peligroso del que había sido consciente durante años; ese hombre que durante el invierno había decidido que fuera su primer amante; ese hombre distante y un tanto socarrón que había conocido en Hyde Park a principios de la primavera, cabalgando con lord Montford y el conde de Merton. Ya no era ese reto emocionante y difícil que encontró durante sus primeros escarceos, antes de que él se hiciera con el control en el tercer encuentro y la obligara a iniciar su aventura esa misma noche, muchísimo antes del plazo que ella se había fijado para la consumación.

Como en Londres lo veía todos los días, no se había percatado de lo mucho que había cambiado desde aquella noche la percepción que tenía de él. Ese día en concreto, observó la llegada del carruaje del conde de Merton a sabiendas de que Constantine se encontraba en su interior y sintió cómo se le aceleraba el corazón. Y conforme saludaba a la condesa primero y después al conde, incluso mientras sostenía en brazos el milagro que era su primogénito recién nacido, sentía la presencia de Constantine como un cálido brillo en su interior.

Y entonces, por fin, pudo volverse hacia él, mirarlo y tenderle las manos.

Y solo vio a Constantine.

No se encontraba en situación de analizar ese pensamiento tan poco profundo. De hecho, no quería analizarlo. Pero sentía una quemazón en el pecho y en la garganta, como si estuviera conteniendo el llanto.

Le dio la bienvenida, le sonrió y se alegró de no haber analizado sus sentimientos ni (¡gracias a Dios!) de haber derramado unas lágrimas cuando se apartó de ella con frialdad y alabó educadamente la propiedad.

Por un instante deseó haberse puesto un vestido blanco después de todo y haberse adornado con diamantes, para interpretar a la persona que vivía a salvo gracias a la máscara de la duquesa de Dunbarton. Pero no, en el fondo no lo deseaba. Durante esos cuatro días había elegido ser ella misma, librar a la crisálida del capullo que la protegía. Por extraño que pareciera, era importante para ella causarles una buena impresión a los familiares de Constantine. No como la duquesa de Dunbarton, sino como Hannah. Como ella misma.

Le costaba admitir que el rechazo inicial a su invitación le había dolido, sobre todo porque hacía mucho tiempo que había decidido no dejarse herir por el comportamiento o la opinión (o el rechazo) de los demás. Pero tal vez en esa ocasión hubiera escocido un poquito. No sabía muy bien por qué.

Sin embargo, habían cambiado de opinión y habían aceptado. ¿Debido a su visita a Claverbrook House? Suponía que ese era el motivo. ¿Debido al hecho de haber incluido también a los niños? ¿Habría dicho el marqués algo después de que ella se marchara? ¿Habría dicho Constantine algo? Imposible. Mucho se temía que el desagrado que sentían hacia ella se debía a sus deseos de que Constantine encontrara a una mujer menos notoria.

Fuera lo que fuese, le habían dado una segunda oportunidad y quería impresionarlos. Demostrarles que era… humana. Demostrarles que no era la advenediza arrogante, desalmada y fría que se rumoreaba que era. Demostrarles que podía ser una anfitriona cariñosa y amable.

Y justo después de saludarlo el conde de Merton le puso en brazos a su bebé. Y la hija pequeña de lord Sheringford le regaló el ramillete de margaritas que había recogido junto al lago antes de salir corriendo atraída por la presencia de su primito, como si ella no fuera nada del otro mundo.

Era maravilloso ser alguien que no era nada del otro mundo.

Alguien a quien una niña no se quedaba mirando embobada.

Pondría las margaritas en un jarrón y las colocaría en su mesilla de noche. Le parecían mucho más valiosas que las rosas… o los diamantes.

– Ordenaré que los acompañen a sus habitaciones -dijo a los condes y a Constantine-. Y después nos reuniremos en la terraza occidental para tomar el té. Hace una temperatura bastante agradable y los niños pueden comer con nosotros y jugar en el prado si lo prefieren a la habitación infantil.

Aceptó el brazo que le ofrecía Constantine y precedieron al resto del grupo por la escalinata. ¿Por qué nunca se le había ocurrido incluir niños en sus fiestas, ya fuera en la ciudad o en el campo? Además de haber llegado a los treinta años sin tener hijos, había evitado todo contacto con niños.

Hasta ese preciso momento ni siquiera se había percatado de lo mucho que había anhelado tener hijos durante todos esos años.

Claro que, ¿de qué le habría servido admitirlo? Estaba casada con un anciano que solo había tenido un amante en toda su vida… un hombre, para más inri.

– Espero que el trayecto desde Londres haya sido agradable -dijo a Constantine.

– Muy agradable, gracias, duquesa -replicó él.

Como si fueran un par de desconocidos muy educados.

¿Sería de la misma manera cuando se encontraran al año siguiente? Ya pensaría en eso cuando llegara el año siguiente. De momento viviría el presente.

– Me alegra saberlo -dijo.


La duquesa, pensó Con, parecía haber rejuvenecido diez años en los tres días que habían pasado desde la última vez que la vio.

Y haberse quitado diez capas de armaduras y máscaras.

Su vestido resplandecía con el color del sol. Sus sonrisas deslumbraban. Y al verla en ese entorno rural, descubrió con sorpresa que parecía más a gusto de lo que estaba en Londres.

Era imposible que estuviera más guapa. Pero así era.

Todos se reunieron en la terraza adyacente al salón para tomar el té, un momento donde Hannah brilló como anfitriona y después, una vez consumido el té y las pastas, Toby, el hijo de Margaret, y Thomas Finch, el hijo mediano de Hugh Finch, exigieron jugar a la pelota. Al parecer, había una pelota… que Margaret y Duncan habían llevado.

Los niños que habían llegado con sus padres, cuyas edades estaban comprendidas entre los pocos meses del hijo de Stephen y Cassandra y los doce años de los gemelos de los Newcombe, no se contentaron con jugar entre ellos como era de esperar. No cuando había un grupo de adultos ociosos sentados respetablemente en el exterior y ardiendo en deseos de hacer algo enérgico y divertido. Los padres, al menos, debían jugar con ellos.

Y dado que los padres adujeron que no debían ser los únicos en sufrir las consecuencias solo por el hecho de haber engendrado a sus vástagos sin saber lo que les esperaba, exigieron que los demás caballeros se sumaran al ejercicio: Con, sir Bradley Bentley y Lawrence Astley. Al fin y al cabo, habían estado encerrados en sus respectivos carruajes casi todo el día y allí estaban, sentados de nuevo como si no tuvieran nada mejor que hacer.

Llegados a ese punto algunas de las madres se sintieron ofendidas porque las consideraran incapaces de lanzar una pelota sin ponerse en ridículo y la señorita Julianna Bentley, la hermana de sir Bradley, señaló que ella también había pasado casi todo el día sentada en un carruaje, igual que los caballeros. La hermana de Astley, la señorita Marianne Astley, la apoyó en voz baja. La señorita Leavensworth recordó a la duquesa todos los partidos de criquet que habían jugado en el prado del pueblo cuando eran pequeñas y también que a ella siempre la colocaban en el extremo más alejado del campo de juego cuando a su equipo le tocaba atrapar la pelota, ya que se le escapaban muy pocas, y además era muy buena lanzadora. Y la duquesa apuntó que ella también era una buena lanzadora aunque aquellos odiosos niños solo le habían permitido lanzar de vez en cuando.

– Sí -convino la señorita Leavensworth-, eras capaz de lanzar la pelota con un efecto extraño de modo que no había quien la bateara. Nadie lograba darle porque todos nos pensábamos que sería una bola recta, y de repente trazaba una curva y derribaba los blancos.

– Venga, vamos a jugar -dijo al tiempo que se ponía en pie. ¿La duquesa de Dunbarton? ¿Jugando a la pelota?

Con se percató de que Katherine y Sherry la miraban con cierta sorpresa antes de desviar la mirada hacia él.

Echaron a andar por la suave pendiente que partía de la terraza hasta llegar a una zona lo bastante llana como para jugar. Toby y Thomas, que habían ido en busca de la pelota, volvieron corriendo, y salvo por aquellos que insistieron en hacer de espectadores para que el juego no desmereciera, todos formaron un enorme círculo alrededor de un centro que Toby se apresuró a ocupar porque, al fin y al cabo, la pelota era suya. Fueron tirándose la pelota los unos a los otros mientras intentaban golpear las piernas de Toby en el proceso. La persona que lo conseguía pasaba a ocupar el centro y el juego volvía a empezar.

Con pensó que posiblemente fuera uno de los juegos más tontos que se habían inventado jamás. Sin embargo, provocó muchos gritos, vítores y risas… y algún que otro llanto cuando Sarah se colocó en el centro y fue golpeada por la primera pelota que le lanzaron. Estuvo llorando hasta que Hannah corrió a socorrerla y la cogió en brazos.

– Eso ha sido trampa -exclamó con una voz muy poco adecuada para una duquesa-. Ha golpeado a Sarah en la rodilla, no por debajo de la rodilla. A ver si ahora podéis darme.

Y demostró ser bastante ágil pese a los chillidos de Sarah, que se había aferrado a su cuello como si fuera su tabla de salvación, y a pesar de que no paraba de reírse de tal forma que apenas podía respirar. Saltó y esquivó la pelota hasta que Lawrence Astley le dio en el tobillo.

De haber apostado con alguien, Con habría perdido. Un tirabuzón se escapó de las horquillas y otro más cayó sobre el hombro de la duquesa mientras esta dejaba a Sarah en el suelo en la parte externa del círculo y Astley se disponía a ocupar su lugar. La vio colocarse el mechón rebelde debajo de los otros, pero al cabo de un instante volvió a soltarse.

Tenía la cara colorada.

Como todos los demás, salvo los espectadores.

El juego terminó de forma natural cuando sir Bradley Bentley, a quien acababan de golpear, se tendió en la hierba en el centro del círculo y declaró que si alguien pronunciaba la palabra «ejercicio» en lo que quedaba de día, se retiraría a su dormitorio y no saldría hasta dos días después. ¡Como muy pronto!

El pequeño Hal, el hijo de Monty, saltó sobre él. La pequeña Valerie Finch, que tenía cinco años, lo imitó. En un abrir y cerrar de ojos Bentley había desaparecido bajo una marea de niños que gritaban y reían.

– Creo que necesitamos más té en el salón -dijo la duquesa-. O algo más fuerte. Definitivamente, algo más fuerte. Babs, ¿te importa encargarte? Voy a arreglarme un poco el pelo.

Todos subieron la cuesta hasta la casa… salvo la duquesa, que se quedó donde estaba intentando arreglarse el recogido mientras los observaba alejarse.

Y salvo él, que se quedó donde estaba, mirándola.

– Estoy hecha un desastre -comentó Hannah mientras se volvía para mirarlo.

– Pues sí -convino él.

– Eso no ha sido muy galante -replicó ella con una sonrisa.

– Era un halago.

– ¡Vaya! -Hannah bajó las manos y ladeó la cabeza-. En ese caso ha sido muy galante. No creo que necesite pasar por el salón para supervisar el té. Babs se encargará de que todo el mundo beba algo y después los invitados querrán retirarse a sus habitaciones para descansar un poco antes de que llegue la hora de arreglarse para la cena. Déjame enseñarte el lago.

– Te he echado de menos -confesó Con en voz baja.

Tanto que la idea lo asustaba.

– Y yo a ti -dijo ella-. No tenía ni idea de que tener un amante sería tan… maravilloso. ¿Siempre es así?

La miró con una sonrisa.

– O quieres que te regale los oídos, duquesa, o acabas de hacerme una pregunta imposible de contestar.

– Ven a ver el lago -repitió ella y se cogió de su brazo antes incluso de que pudiera ofrecérselo.

¿Quién en su sano juicio habría pensado que la duquesa de Dunbarton, nada más y nada menos, sería una ingenua?

«No tenía ni idea de que tener un amante sería tan… maravilloso. ¿Siempre es así?»

¿Lo era?, se preguntó. ¿Era maravilloso en esa ocasión? ¿Era siempre maravilloso? No tenía por costumbre comparar amantes. Ni analizar lo que solo eran sensaciones físicas.

– ¿Ves a lo que me refiero? -Preguntó ella mientras caminaban entre los troncos de los vetustos árboles de camino al lago-. He dejado que los árboles señalen el camino. Debería haber mandado talar algunos para que se pudiera construir una avenida como Dios manda que uniera la casa con el lago. Flanqueada por rododendros. Para conseguir unas vistas preciosas desde la casa. Con un embarcadero en el lago para rematarla. Y barcas flotando en el agua, por supuesto. Y una bonita isla artificial en el centro del lago. También debería haber modificado la forma del lago como si fuera un riñón o un óvalo, o algo así.