– ¿Como su hermano? -suplió ella-. ¿No se parecía por casualidad a su hermano mayor?

– Era diez veces peor -respondió Constantine-. Solo habría podido detenerlo si hubiera ido con el cuento a mi tío a sus espaldas. Pero, en fin, yo también quería lo mismo que Jon y mi posición era demasiado débil como para hacer lo que sin duda era lo correcto. Me había pasado años asqueado por lo que Jon acababa de descubrir. Creo que toda la vida. Veía cómo mi madre languidecía por la tristeza y por la continua pérdida de sus hijos, mientras que mi padre abusaba de cualquier cosa que llevara faldas. No era un hombre agradable, duquesa. Y odiaba a Jon, a quien llamaba imbécil, a veces en su propia cara. Perdóname. No se debe criticar a los padres delante de otras personas. En cualquier caso, ninguna de las joyas que vendí estaba vinculada al título. Claro que varias de ellas llevaban generaciones en la familia y todas estaban debidamente registradas en los archivos de la propiedad. Si se hubiera presentado una reclamación formal, Jon habría llevado las de perder, ya que en realidad no tenía derecho a disponer de dichas joyas sin el consentimiento expreso de su tutor. E incluso aunque hubiera llegado a su mayoría de edad, lo habrían declarado incompetente para tomar decisiones por sí mismo.

– ¿Se estaba robando a sí mismo? -preguntó Hannah.

– Jon sabía muy bien lo que hacía -respondió él-. No era imbécil. A veces tenía la impresión de que era el único inteligente de entre todos nosotros. ¿Qué es más importante: esas joyas antiguas que estaban a buen recaudo en Warren Hall o las personas que viven en Ainsley Park?

Hannah soltó una carcajada.

– Creo que ya sabes cuál es mi respuesta, ¿verdad?

Se estaban aproximando a El Fin del Mundo. Solo les faltaba cruzar un pastizal y llegarían al prado que se extendía hasta uno de los laterales de la casa.

– ¿No le has hablado de todo esto a nadie? -quiso saber ella-. ¿Solo a mí?

– Aja -respondió él-. Ni siquiera al rey.

– De modo que todos te creen un villano que le robó a su desvalido hermano a fin de comprarse una propiedad en Gloucestershire, donde vive rodeado de lujos.

Constantine se encogió de hombros.

– Creo que Elliott ha mantenido la boca tan cerrada como yo, salvo para contárselo a Vanessa. De lo contrario, no creo que ni Stephen ni sus hermanas quisieran dirigirme la palabra, ¿no te parece?

– Ni tampoco intentarían protegerte de mí -añadió ella.

Constantine la miró y sonrió antes de inclinarse para abrir la verja que separaba el pastizal de la propiedad. Entraron a paso tranquilo y él se volvió para cerrar.

– Quizá debieras contarle al conde de Merton lo que me has contado a mí -sugirió Hannah-. Me parece un hombre honorable y comprensivo.

Constantine enarcó una ceja con gesto burlón y la miró de reojo.

– ¿Crees que me perdonaría?

– Creo que te diría que no hay nada que perdonarte -respondió ella-. En cualquier caso, a quien habría que perdonar sería a Jonathan, ¿cierto?

Su pregunta hizo que Constantine azuzara a su caballo para que apretara el paso, adelantándose de modo que ella tuvo que hacer el esfuerzo de alcanzarlo.

– ¿Eso es lo que te da miedo? -Quiso saber-. ¿Que nadie sea capaz de perdonar a tu hermano? Tal vez debieras tener un poco más de fe en ellos.

Constantine se volvió para mirarla a los ojos con expresión muy tensa. Sus ojos le parecieron muy negros.

– ¿Le has hablado a alguien de esto? -Preguntó, señalando la casa con la cabeza-. ¿Solo me lo has contado a mí?

– Solo a ti -respondió Hannah.

– ¿Por qué? ¿Por qué no has invitado a los demás a venir esta tarde?

– Constantine, tengo una reputación que proteger -adujo.

– Exacto. Yo también. El demonio y la duquesa. Somos tal para cual.

¿Ante los ojos del mundo o… se refería a que estaban hechos el uno para el otro?, se preguntó en silencio.

– Si no estuviéramos tan cerca de la casa -siguió Constantine-, te enumeraría todas las razones por las que deberías volver a casa, duquesa. Me refiero a Markle.

Hannah se inclinó para darle unas palmaditas a Clover en el cuello cuando se pararon frente al establo. Un mozo de cuadra se apresuró a atenderlos.

– Touchée -replicó.

CAPÍTULO 16

Mientras observaba a Hannah durante la siguiente hora y media, Con intentó verla como a la duquesa de Dunbarton que siempre había conocido, a la que se encontró en Hyde Park a principios de primavera, en el baile de los Merriwether, en el concierto de los Heaton y en el almuerzo en el jardín de los Fonteyn. Era muy desconcertante darse cuenta de que no podía. Era incapaz de verla como si fuera la misma persona.

No era solo porque llevara un traje de montar desgastado, casi ajado, de color azul. Ni porque tuviera el pelo recogido de forma sencilla, y un poco alborotado después de quitarse el sombrero para entrar en la casa. Tampoco era porque llevara puesto un enorme delantal, que la aguardaba colgado de un gancho detrás de la puerta del despacho de la encargada. No tenía absolutamente nada que ver con su aspecto.

Tenía que ver con la mujer que se ocultaba tras la fachada, la mujer a quien no había visto hasta después de convertirse en amantes y que solo había vislumbrado de vez en cuando desde entonces. En El Fin del Mundo esa mujer estaba a plena vista, como una mariposa que revoloteaba fuera de su capullo, hermosa, enérgica, reluciente de alegría y repartiendo dicha alegría por doquier.

Estaba, simple y llanamente, hechizado.

También, y para su consternación, estaba enamorado.

Su belleza, su energía y su alegría no estaban dedicadas a él, aunque le sonreía cada vez que lo miraba y lo incluía en su aura de magnético encanto.

Le presentó a la señora Broome, la encargada, una dama de mediana edad, presencia agradable y ademanes serenos, y juntos comenzaron el recorrido por la casa. Sin embargo, no duró mucho. Un anciano sentado en el salón de los residentes se cogió del brazo de la duquesa (la llamó «señorita Hannah», como hacían todos) y procedió a contarle las últimas trastadas de sus nietos. Eran imaginaciones suyas, le explicó la señora Broome mientras proseguía camino con él, dejando atrás a la duquesa, pero al anciano le complacía contar esas historias a quien estuviera dispuesto a escucharlas. Poco después, dos ancianas que estaban sentadas juntas en el amplio vestíbulo de la planta superior quisieron saber, tras serles presentadas, si el señor Huxtable había acompañado a la señorita Hannah, ya que habían escuchado que acababa de llegar. Cuando admitió que así era, quisieron saber si iba a casarse con ella. La señorita Hannah se merecía a alguien tan joven y tan guapo como él, decidieron las ancianas, que se echaron a reír cuando él les sonrió, les guiñó un ojo y les dijo que tendría que preguntárselo. Mientras tanto, alguien reclamó la atención de la señora Broome por una emergencia.

A partir de ese momento Con deambuló solo, quedándose en la primera planta, donde casi todas las habitaciones parecían ser comunes y estaban abiertas para el uso de todos los residentes, aunque la señora Broome le había explicado que todos tenían habitaciones propias, donde podían disfrutar de intimidad y donde no se podía entrar a menos que se llamara y se recibiera permiso. Era una de las pocas reglas de la casa.

– Es un verdadero hogar -había añadido la encargada-. No es una institución de caridad, señor Huxtable. Hay muy pocas reglas, y todas tienen que ser propuestas primero por los residentes y después sometidas a votación. Tal vez parezca un método destinado al caos, y yo tenía mis dudas cuando Su Excelencia insistió en que así fuera, pero debo confesar que por algún motivo funciona a las mil maravillas. Supongo que la gente es menos propensa a saltarse las reglas que ella misma impone, al contrario que sucede con las reglas impuestas por alguna figura despótica ajena por completo a ella.

Se detuvo en varias ocasiones para charlar con los ancianos mientras paseaba y también con algunos miembros del personal que atendía sus necesidades.

La duquesa seguía escuchando al anciano caballero con sus nietos imaginarios cuando regresó a la planta baja. Lo tenía cogido por una mano y lo miraba con mucha atención. La siguiente vez que la vio, estaba en un invernadero lleno de plantas, dando de comer con infinita paciencia a una anciana de mirada perdida, y en esa ocasión era ella quien hablaba, sonreía y gesticulaba como si la mujer pudiera entenderla y replicar. ¿Quién podría decir lo contrario? A lo mejor sí la entendía. Poco después la vio en la terraza que había junto al invernadero, paseando del brazo de un anciano muy delgado. Tenía la cabeza inclinada hacia él y se reía. El anciano se detuvo para mirarla y también se echó a reír.

A medida que uno se hacía mayor, pensó Constantine, más sencillo era creer que todas las vidas estaban trazadas desde el inicio, que todas las cosas sucedían por un motivo. No por obra del destino exactamente. Porque en ese caso no habría cabida para el libre albedrío y la vida se convertiría en una farsa. Pero sí era cierto que una fuerza invisible conducía a cada persona hacia la lección que necesitaba aprender, hacia la vida que debía llevar, hacia la plenitud que tenía que alcanzar. Y tal vez hacia la felicidad suprema. Los desastres de la vida, una vez que se echaba la vista hacia atrás, podían considerarse a menudo verdaderas bendiciones.

A Hannah le habían roto el corazón a los diecinueve años de un modo especialmente cruel. Había perdido al mismo tiempo al hombre que quería, el futuro que había planeado con él y la confianza que había depositado en su única hermana. Y su padre le había fallado, si bien el hombre se encontró de repente en una situación muy difícil. Y después se había casado con alguien lo bastante mayor como para ser su abuelo, quien murió diez años después, cuando la flor de la juventud la había abandonado.

Sin embargo, durante todo ese proceso no solo había aprendido a protegerse de aquellos que querían aprovecharse de su belleza o que la envidiaban sin ver a la persona que había tras ella, y a controlar su vida en vez de dejarla en manos de otras personas que después acabarían culpándola por ser tan guapa y tan vulnerable. También había descubierto el que quizá fuera el verdadero propósito de su vida: un profundo amor por los que eran más desvalidos que ella, en especial por los ancianos. Y ese descubrimiento había liberado esa parte de su ser que tal vez hubiera permanecido oculta tras su belleza y tras el efecto que causaba en los demás si Young se hubiera casado con ella. Una parte de su ser que, estaba segurísimo, era mucho más tierna y vital que la persona que había sido cuando se comprometió con sir Colin Young.

A lo largo de los últimos once años la vida de la duquesa había seguido un camino muy bien trazado, cosa que jamás habría imaginado ni planeado doce años antes. Esos años no habían sido un lapso en su vida, no habían significado la pérdida de su juventud. Al contrario, habían sido una parte integral de dicha vida y una juventud muy bien invertida.

No había sido una coincidencia que Hannah descubriera la verdad acerca de su prometido y de su hermana en esa boda en concreto, ni que Dunbarton hubiera asistido y se hubiera escondido en la estancia donde ella buscó el consuelo de su padre. Todo fue como una representación teatral dispuesta de antemano. Una representación orquestada por el maestro de los productores. Con un libreto que no estaba acabado.

Por supuesto, Hannah seguía teniendo miedo. Miedo de acabar escondiéndose tras la máscara de la sirena que era la duquesa de Dunbarton. Sin embargo, eso formaba parte del camino trazado. Seguía siendo frágil. Como si fuera una persona atrapada en un edificio en llamas que se aferrara a la cornisa de una de las plantas superiores, le daba miedo dar ese último salto hacia la seguridad de la manta que sujetaban a pie de calle. Necesitaba que le dieran tiempo para hacerlo a su ritmo, cuando estuviera preparada.

Pero ¿quién era él para juzgarla?

Además, sería una lástima que la duquesa de Dunbarton desapareciera por completo. Era una criatura magnífica y fascinante.

En ese momento regresó al interior con el anciano y, al verlo allí de pie, le regaló una cálida sonrisa.

– ¿Quiere sentarse un rato en el invernadero para disfrutar del sol, señor Ward? -preguntó al hombre.

– Voy a retirarme a mi habitación a descansar un poco -respondió el aludido-. Me ha agotado, señorita Hannah. Creo que voy a dormir y a soñar con usted y con que vuelvo a ser un hombre joven, como este caballero.

– ¿Conoce ya al señor Huxtable? -quiso saber ella-. Ha venido conmigo. Es amigo mío.