– Señor. -Con lo saludó inclinando la cabeza-. ¿Quiere que lo ayude a llegar a su habitación?

– Puedo llegar solo, joven -aseguró el señor Ward-, solo tiene que darme el bastón que está apoyado en esa silla. Le agradezco su amabilidad, pero me gusta hacer las cosas solo mientras pueda. Podría haber dado el paseo con mi bastón, pero no iba a rechazar hacerlo del brazo de una dama, ¿verdad? Mucho menos después de haber sido un humilde estibador. -Soltó una carcajada y Con sonrió.

– Es hora de irnos -dijo la duquesa mientras el anciano se alejaba despacio-. Espero que no te hayas aburrido.

– En absoluto -afirmó.

Diez minutos después volvían a caballo a Copeland Manor. No hablaron hasta que dejaron atrás el prado, cerró la verja y se internaron en el pastizal.

– Duquesa, creo que esa casa está llena de gente feliz -dijo.

Ella se volvió para mirarlo con una sonrisa.

– La señora Broome es la encargada perfecta -comentó-. Y su personal es magnífico.

Y ella era feliz cuando se encontraba en esa casa, pensó Con. El matrimonio con el anciano duque era lo que la había llevado hasta allí.

Una vida trazada.

En el caso de Jon, su vida lo había conducido hasta Ainsley Park, aunque no hubiera vivido para verlo.

¿Y en su caso? ¿Había llegado al mundo dos días antes de tiempo, antes de que sus padres se casaran, con el fin de nacer ilegítimo y no poder heredar el título? ¿Había encontrado de esa forma un propósito mucho más profundo y provechoso que si se hubiera convertido en conde de Merton? ¿Estaba mejor, era más feliz que si su vida hubiera sido otra? Era una idea apabullante.

Después de todo, tal vez las circunstancias de su nacimiento no hubieran empañado toda su vida. Tal vez la secreta relación que mantenía con el sueño de Jon era justo lo que debía depararle la vida.

Tal vez se había beneficiado de Ainsley Park en la misma medida que las personas que habían pasado por allí.

– Estás muy pensativo -la oyó decir.

– En absoluto. Es mi aspecto mediterráneo.

– Que es espléndido, por cierto -replicó ella, con un deje más propio de la antigua duquesa-. Sin tu aspecto, es imposible parecer tan pensativo.

Sus palabras le arrancaron una carcajada.

Cabalgaron sumidos en un silencio cómodo hasta que se acercaron a Copeland Manor.

– Ahora te voy a llevar por otra ruta -dijo ella-. Quiero que veas algo.

– ¿Otro proyecto? -preguntó Constantine.

– Más bien no -contestó-. Todo lo contrario. Es un capricho en toda regla.

Y en vez de entrar en la propiedad y tomar la ruta más corta hacia la casa, la rodearon por el perímetro de modo que se alejaron bastante de la mansión, según sus cálculos.

– A partir de este punto es mejor ir caminando -dijo ella después de detener su montura- y llevar a los caballos de las riendas.

Antes de que pudiera desmontar para ayudarla, Hannah ya lo había hecho. Le dio unas palmaditas en el hocico al caballo, se enganchó las riendas en una mano y procedió a internarse entre los árboles. La siguió y pronto tuvo la sensación de encontrarse en mitad de la nada, muy lejos de la civilización.

Hannah se detuvo a la postre y alzó la cara hacia las altas ramas que tenía por encima. Llevaban más de cinco minutos sin decir nada.

– Presta atención y dime lo que oyes -dijo ella.

– ¿Silencio? -comentó al cabo de un momento.

– ¡No! -exclamó ella-. Nunca hay silencio absoluto, Constantine, y la mayoría de las personas nunca lo aceptaríamos si lo hubiera. Me parece que sería aterrador, como la oscuridad absoluta. Sería una especie de vacío. Inténtalo de nuevo.

Y en esa ocasión escuchó un sinfín de sonidos: la respiración de sus caballos, los trinos de los pájaros, el zumbido de los insectos, el movimiento de las hojas mecidas por la suave brisa, el distante mugido de una vaca y otros sonidos de la naturaleza que no conseguía identificar.

– Es el sonido de la paz -susurró ella poco después.

– Creo que tienes razón.

– El sendero agreste, en caso de que hubiera alguno, pasaría por aquí -siguió Hannah-. El lugar es perfecto para ese tipo de trazado. Habría bancos, construcciones ornamentales, coloridas plantas, vistas y solo Dios sabe qué más. Sería fácil de transitar y precioso. Pero no sería un lugar sereno. No tanto como lo es ahora. Ahora mismo formamos parte de este lugar, Constantine. No somos una especie dominante. No lo controlamos. Bastante control hay ya en mi vida. Aquí vengo en busca de paz.

Con ató las riendas a una rama baja y le quitó las suyas de la mano para hacer lo mismo. Acto seguido, la cogió del brazo, la hizo girar hasta que apoyó la espalda en el tronco de un árbol y se pegó a ella. Le tomó la cara entre las manos y la besó en la boca.

¡Maldita fuera su estampa, estaba enamorado de ella!

Se había creído a salvo con ella. Más a salvo que con cualquier otra amante. La había tomado por una mujer vanidosa y superficial. A su lado solo esperaba encontrar lujuria y pasión.

Había lujuria a espuertas.

Y pasión, desde luego que sí. Pero no estaba a salvo en absoluto. Porque era más que lujuria.

Le daba miedo admitir que podía ser muchísimo más.

La duquesa le devolvió el beso, le echó los brazos al cuello y en cuestión de segundos ya no estaba apoyada en el árbol, sino entre sus brazos, y los besos se volvieron más urgentes y enfebrecidos. Le echó un vistazo al suelo del bosque y se dio cuenta de que como cama sería tan incómodo como cualquier otro suelo. La aferró por el trasero y la pegó a su erección. La oyó suspirar contra su boca antes de que apartara la cabeza.

– Constantine, sería una falta de respeto hacia mis invitados que hiciera el amor contigo en Copeland Manor.

– ¿Hacer el amor? -Repitió, mirando con elocuencia el suelo-. ¿En esta cama? Creo que no. Solo he reclamado lo que quedaba de mi premio. Y admito que ha sido un premio muy generoso. Estaré encantado de retarte a una carrera cuando te apetezca, duquesa.

– La próxima vez yo montaré a Jet y tú montarás a Clover. Y ya veremos quién gana.

– Ni en un millón de años. Y si ganas, si te permito ganar, ¿qué premio reclamarás? -La miró con una sonrisa indolente.

– ¿¡Si me permites ganar!? -De repente, volvía a ser la altiva duquesa-. ¿Si me lo permites, Constantine?

– Olvida lo que he dicho -dijo-. ¿Qué premio reclamarías?

– Te obligaría a publicar una nota en la prensa londinense en la que informaras a la alta sociedad de que la duquesa de Dunbarton te ha ganado en una carrera ecuestre por sus propios méritos, no porque tú la dejaras.

– ¿Me convertirías en un hazmerreír?

– Si un hombre tiene miedo de que una mujer le gane en alguna ocasión, no es digno de ella en ningún sentido. Ni siquiera como su amante.

– Acabas de ponerme en mi sitio, duquesa -comentó-. Así que te pido humildemente perdón. ¿Estoy perdonado?

Hannah se echó a reír y lo estrechó con fuerza mientras volvía a besarle.

– Me alegro de que estemos aquí-dijo-. Cada vez soy más consciente de que la vida rural me hace más feliz que la vida en la capital. Estoy disfrutando muchísimo de estos días. ¿Y tú?

– Bueno, la verdad es que están siendo unos días muy faltos de sexo, pero de todas formas me lo estoy pasando bien. -La abrazó por la cintura con más fuerza, la levantó del suelo y la hizo girar un par de veces antes de soltarla de nuevo y mirarla con una sonrisa.

Efectivamente, para su desgracia no había sexo. En ese caso, ¿por qué se sentía tan animado? Tan… feliz.

Se miraron un buen rato y de repente la tensión de las palabras que habían dejado sin pronunciar crepitó en el aire. Unas palabras que Constantine temía pronunciar por si luego descubría que se había apresurado. Unas palabras que ella podría haber pronunciado en voz alta pero que no dijo. ¿Se estaría imaginando que ella tenía algo que decirle?

¿Habría algo más que la simple euforia de estar enamorado?

No lo sabía. Nunca había estado enamorado.

Y no estaba familiarizado con ese algo más, con el amor que excedía la euforia. Con ese sentimiento supuestamente eterno.

¿Cómo se sabía que había llegado?

Las dudas hicieron que no pronunciara las palabras. Al menos por su parte. Y tal vez también por la de ella.

Volvieron a coger las riendas y caminaron entre los árboles hasta salir a campo abierto en uno de los extremos del lago. Andaban codo con codo, aunque habría sido más fácil caminar en fila. Iban de la mano. Con los dedos entrelazados.

Era muchísimo más íntimo que un abrazo.


Hannah no había planeado nada en concreto para esa noche. Suponía que sus invitados agradecerían una velada tranquila en la que hacer lo que quisieran. Sin embargo, Marianne Astley sugirió jugar a las charadas después de que los caballeros se reunieran con las damas en el salón tras la cena, y todo el mundo estuvo encantado de participar.

Estuvieron jugando un par de horas hasta que algunos invitados desistieron y declararon su intención de limitarse a observar.

Lady Merton se acercó a Hannah.

– Si no le importa, voy a salir a la terraza en busca de aire fresco -dijo Cassandra al tiempo que señalaba las ventanas francesas que estaban abiertas-. ¿Me acompaña?

Hannah echó un vistazo a su alrededor. Su presencia no sería necesaria durante un buen rato. Barbara, ruborizada y sonriente, interpretaba en ese momento una frase para su equipo, cuyos miembros chillaban sus respuestas, arrancando carcajadas y algunos comentarios ingeniosos a los del equipo contrario.

– Hace un poco de calor aquí, sí -convino.

En la terraza hacía fresco, pero no era tan desagradable sobre los brazos desnudos como para hacerlas regresar al interior en busca de sus chales.

Lady Merton la tomó del brazo mientras paseaban por la terraza, incluso bajaron al prado, pero no se alejaron mucho, solo hasta donde llegaba la luz procedente del salón.

– La señorita Leavensworth es una dama encantadora -dijo Cassandra-. Antes nos ha contado que son ustedes amigas de toda la vida.

– Sí -replicó Hannah-. He tenido mucha suerte.

– Pero vive muy lejos de usted gran parte del año -continuó la condesa-. Es una pena. Mi mejor amiga fue mi institutriz durante una época de mi vida y después se convirtió en mi dama de compañía. Pero fue mi amiga en todo momento, la única persona en quien podía confiar por completo. Se casó el año pasado, justo antes de que Stephen y yo lo hiciéramos. Es un matrimonio por amor, por lo que me alegro muchísimo, y viven en Londres casi todo el año. Aun así, la echo de menos. Las amigas íntimas necesitan estar cerca.

– Yo les estaré eternamente agradecida a los inventores del papel, de la tinta, de la pluma… y de la escritura -dijo Hannah.

– Cierto -convino Cassandra-. Pero la primavera pasada me habría sentido muy sola si no hubiera contado con la compañía constante de Alice. Yo era viuda, todo el mundo creía que había asesinado a mi marido, y la familia de mi difunto esposo me había dado la espalda y mi hermano también lo hizo, aunque solo por un tiempo.

En ese momento Hannah se percató de que no era una conversación insustancial.

– Me sentía sola aun contando con la compañía de Alice -prosiguió la condesa-. Hasta que conocí a Stephen, por supuesto, y su familia me adoptó. Como se puede imaginar, no me aceptaron de buenas a primeras. Pero sus hermanas son unas mujeres únicas. Crecieron en un pueblecito muy humilde, casi en la pobreza, y parecen más aptas que el resto de la alta sociedad a la hora de analizar un asunto y reparar en lo verdaderamente importante. Y mucho más capaces de mostrar compasión, comprensión y amistad verdadera.

– Tuvo muchísima suerte, lady Merton -dijo.

– Puede llamarme Cassandra si quiere -sugirió la aludida.

– Cassandra -repitió-. Es un nombre precioso. Yo soy Hannah.

Se detuvieron y ambas miraron la luna, que acababa de salir de detrás de una nube. Estaba en cuarto menguante y parecía un poco torcida.

– Hannah -dijo Cassandra-, hemos cometido un error.

– ¿Cómo dices? -preguntó, tuteándola.

– Stephen y sus hermanas ni siquiera sabían de la existencia de Constantine hasta que llegaron a Warren Hall y lo conocieron -siguió la condesa de Merton-. Lo quisieron desde el principio y se compadecieron mucho de él porque acababa de perder a su único hermano. Entendieron que para él debía de ser muy difícil ver cómo se adueñaban de su hogar y ver cómo Stephen heredaba el título que hasta hacía poco había pertenecido a su hermano. Y luego estaba todo ese asunto de haber nacido dos días antes de tiempo, de modo que no podía heredar. Constantine es un hombre muy reservado y misterioso, y mantiene una larga rencilla con Elliott, que también se extiende a Vanessa, pero los demás lo quieren muchísimo y solo desean verlo feliz.