– No tengo intención de casarme con él -aseguró Hannah sin apartar la mirada de la luna-. Ni de romperle el corazón. Tenemos una aventura, Cassandra. Estoy segura de que la familia estará al tanto, pero el corazón no tiene nada que ver. -No sabía si era del todo cierto, pero en el caso de Constantine seguramente fuera así, y eso era lo único que le importaba a su familia. Aunque esa tarde…
– Pero ese es el problema -repuso Cassandra con un suspiro-. Estábamos preocupados, Hannah. Aunque Constantine tiene más de treinta años y es más que capaz de cuidarse solo, tú eres distinta a otras mujeres. Creíamos que era muy posible que jugaras con sus sentimientos, que lo humillaras y que incluso le hicieras daño. Aunque no creímos necesario protegerlo de ti (habría sido absurdo), sí creímos necesario demostrarte nuestro rechazo siempre que fuera posible.
– Y por eso rechazasteis la invitación -señaló-. Estabais en vuestro derecho. No tenemos por qué aceptar invitaciones que no nos gustan. Yo jamás lo hago. El duque me enseñó a demostrar mi firmeza en ese tipo de situaciones. Me enseñó a no sufrir un aburrimiento innecesario y a no aguantar a tontos por obligación cuando no hay obligación alguna. No me debes una explicación sobre los motivos de vuestra negativa a venir ni tampoco sobre los que os llevaron a cambiar de opinión después.
– Hannah, la gente me juzgó muy mal cuando llegué a Londres el año pasado, me dieron la espalda -repuso Cassandra-. No hay nada peor que eso, por mucho que una se diga que no importa. En tu caso, la sociedad no te da la espalda. Todo lo contrario, de hecho. Pero sí te juzga mal.
– Tal vez me interese que la gente me juzgue mal -replicó Hannah al tiempo que llevaba a la condesa hacia un banco situado bajo un roble cercano-. Me consuela un poco saber que tengo algo de intimidad incluso en la situación más pública, que me puedo esconder a plena vista.
Se sentaron y Cassandra soltó una carcajada.
– Además de lo que ya te he contado, cuando llegué a Londres el año pasado estaba arruinada -dijo- y tenía a otras personas a mi cargo. Decidí que la única manera de sobrevivir era buscar a un hombre rico que me mantuviera. Y por eso fui a un baile para seducir a Stephen, que me parecía un ángel. Cometí el error de creer que los ángeles son por definición débiles y fáciles de manejar… pero esa es otra historia. Recuerdo que estaba en ese salón de baile rodeada por un espacio vacío. A ojos de los demás, fue un escándalo que hubiera asistido sin invitación, y ese atrevimiento me tenía tan mortificada que ardía en deseos de que me tragara la tierra. Sin embargo, saqué fuerzas del hecho de que nadie me conocía de verdad, de que nadie conocía a la persona que ocultaba tras la fachada de la asesina del hacha pelirroja que todo el mundo veía.
– Pero el conde de Merton bailó contigo -le recordó ella.
– Esa también es otra historia -dijo Cassandra-. Yo mejor que nadie debería haberme dado cuenta al verte a principios de primavera de que no estaba viendo a la verdadera duquesa de Dunbarton.
– Ahí te equivocas -replicó-. Yo soy la duquesa de Dunbarton. Me casé con el duque con diecinueve años, y aunque la gente siempre creerá que se casó conmigo por mi juventud y mi belleza y que yo me casé con él por su título y su riqueza, fui su esposa. Y ahora soy su viuda. Me enseñó a ser una duquesa, a mantener la cabeza bien alta, a controlar mi vida y a no dejar que nadie se aprovechara de mí, por mi belleza o por cualquier otro motivo. Me gusta la persona que ayudó a crear, Cassandra. Me siento cómoda como la duquesa de Dunbarton.
– Me he expresado mal -repuso la condesa-. Quería decir que al mirarte, debería haberme dado cuenta de que no estaba viéndote al completo. Aunque tengo muy presente que en el fondo no te conozco en absoluto, claro. Sin embargo, Margaret nos contó lo amable que fuiste con el abuelo de Duncan cuando fuiste a verla a Claverbrook House y que te despediste de él con un beso en la mejilla. Y también nos contó que habías invitado a nuestros hijos a la fiesta campestre a pesar de que todos habíamos rechazado la invitación. Y durante estos dos días he visto una faceta tuya que nadie puede ver cuando estás en la ciudad. Eres una persona amable, hospitalaria, generosa y cariñosa, Hannah, y quería que supieras que me apresuré al juzgarte. Todas queríamos que lo supieras.
– ¿Eso quiere decir que te han elegido para mantener esta conversación conmigo? -preguntó Hannah, sin tener muy claro si la situación le hacía gracia o si se sentía algo dolida.
– En absoluto -contestó Cassandra-. Pero sí es cierto que hemos hablado del tema largo y tendido mientras Constantine y tú estabais fuera, aprovechando que los niños estaban durmiendo o jugando. Y hemos llegado a la conclusión de que debíamos encontrar el modo de decirte que estamos muy arrepentidas de haberte rechazado con tan pocas pruebas.
– No tenéis por qué sentiros obligadas a hacerlo -replicó.
– Claro que no -convino la condesa-. Pero todas queremos ofrecerte nuestra amistad, si la aceptas después de un comienzo tan accidentado.
– ¿Con la condición de que no le haga daño a Constantine? -preguntó.
– Ese tema no tiene nada que ver con esto -aseguró Cassandra-. Constantine puede cuidarse solo. Y ya sabemos que no eres la clase de persona capaz de jugar con sus sentimientos o de humillarlo. Si él da por terminada la relación a final de temporada o si tú lo haces, o si os separáis de mutuo acuerdo, es un asunto que solo os concernirá a vosotros dos. Pero creo que me gustaría tenerte como amiga, Hannah, y Margaret y Katherine son de la misma opinión. Y si te sirve de algo, Vanessa nos dijo la semana pasada que siempre le has caído bien y que siempre te ha admirado, que eras demasiado buena para Constantine. -La condesa soltó otra carcajada.
Eso tendría que acabarse, esa absurda rencilla, pensó Hannah. El duque de Moreland había tenido parte de culpa al sacar conclusiones precipitadas sobre su primo, que también era su mejor amigo, y al acusarlo de delitos espantosos, por supuesto. Pero Constantine también era culpable de haberse ofendido hasta tal punto que ni siquiera intentó explicar lo mal que lo habían juzgado.
«Lo mal que lo habían juzgado.» Otra vez ese concepto.
Acababan de ofrecerle la amistad de tres mujeres que estaba convencida de que le agradarían. Tal vez de cuatro. La duquesa de Moreland había dicho que le caía bien y que la admiraba.
Y al parecer le estaban ofreciendo una amistad incondicional.
– Nos han descubierto -anunció Cassandra, de modo que Hannah alzó la vista y vio que el conde de Merton y Constantine cruzaban el prado hacia ellas-. Un ángel y un demonio. Así fue como los califiqué la primera vez que los vi durante un paseo por Hyde Park el año pasado. Y Stephen es un verdadero ángel.
Le dio un vuelco el corazón… aunque acababa de ver a Constantine en el salón hacía menos de quince minutos. La abstinencia estaba haciendo estragos con sus emociones. No solo porque ansiaba hacerle el amor, que era cierto, sino porque la obligaba a pensar en su relación. Y no le gustaba el rumbo que estaban tomando sus pensamientos.
En fin, sí le gustaba, pero…
Pero ¿qué había estado a punto de decirle en el bosque esa tarde, aunque al final él había guardado silencio? Había sido más que evidente que tenía las palabras en la punta de la lengua.
Igual que ella.
Al final acabaría destrozada. Había hecho mal al creer que podía jugar con fuego sin quemarse.
O tal vez no acabara destrozada. Tal vez…
– Hemos venido en busca de felicitaciones por haber ganado -dijo el conde cuando estuvieron lo bastante cerca para que lo escucharan-. Aunque aquí las damas presentes no hayan sido testigos de la victoria.
– Los perdedores nos han acusado de haber ganado solo porque teníamos a la señorita Leavensworth en nuestro equipo. Pero eso me suena a pura envidia.
– Yo estaba en el equipo perdedor -le recordó Cassandra-. No creo que ninguno de mis compañeros sea envidioso. Y cualquier equipo que cuente con la señorita Leavensworth en sus filas tendría una ventaja injusta.
– ¡Vaya por Dios! -Exclamó su marido-. Cass, no estás siendo objetiva. Así que será mejor que cambiemos de tema antes de llegar a los puños. -Colocó un pie en el banco junto a su esposa y apoyó un brazo en la pierna levantada.
Constantine apoyó un hombro en el tronco del árbol, junto a ella, y cruzó los brazos por delante del pecho.
– Qué maravilloso es este silencio -comentó el conde de Merton al cabo de un momento.
– No hay silencio, Stephen -lo contradijo Constantine-. Si prestas atención, escucharás el susurro del viento entre los árboles, el trino de un ruiseñor y las risas procedentes del salón entre otros sonidos. Todos contribuyen a la sensación de paz y bienestar. Hannah me lo ha enseñado esta tarde mientras dábamos un paseo por el bosque.
Todos aguzaron el oído.
Salvo Hannah.
Acababa de llamarla por su nombre de pila. Por primera vez.
Allí estaba ella, formando parte de un grupo relajado, disfrutando de la calidez de saberse aceptada. No se encontraba en el centro, como una reina rodeada de su corte como solía suceder. Formaba parte de él.
Si obviaba los últimos vestigios de sus defensas, hasta podía creer que formaba parte de un grupo compuesto por dos parejas.
Apretó las manos con fuerza sobre su regazo. Era incapaz de abandonar sus defensas del todo. El potencial dolor de la pérdida, y la posibilidad de acabar con el corazón destrozado, sería demasiado para ella. La otra pareja estaba casada. Su hijo recién nacido dormía en la habitación infantil. Cuando acabara la fiesta campestre, regresarían a Londres juntos. Cuando acabara la primavera, regresarían a casa juntos. Incluso esa noche dormirían abrazados.
– Tienes toda la razón del mundo, Con -dijo el conde tras unos minutos, y parecía sorprendido.
Constantine le puso una mano en un hombro. Hannah tenía ganas de llorar.
O de ponerse en pie de un salto y empezar a bailar bajo la luz de la luna.
CAPÍTULO 17
A la mañana siguiente todos los invitados parecían muy emocionados por la fiesta infantil que se celebraría por la tarde, incluso los que no tenían hijos. Después del desayuno unos cuantos caballeros, liderados por el señor Park, salieron para señalizar un campo de criquet no muy lejos del lago. Julianna Bentley y Marianne Astley se marcharon con Katherine, que no estaba demasiado pálida, para reclamar un lugar en una cuestecilla situada justo al lado del prado donde se celebrarían las carreras. Barbara Leavensworth encabezó un comité creado por ella misma con el fin de planear una caza del tesoro. Lawrence Astley y sir Bradley Bentley se ofrecieron a probar la barca, que fue pintada y reparada el año anterior, pero que en realidad nunca se había usado. Jasper, lord Montford, se llevó a los niños mayores a montar a caballo con la intención de quitarlos un poco de en medio. Unas cuantas madres, acompañadas por Stephen y por el señor Finch, se quedaron en la habitación infantil para entretener a los más pequeños.
Un total de veintidós niños de varias edades procedentes de los alrededores llegarían poco después del almuerzo. Sus padres también estaban invitados a tomar el té al aire libre, junto al lago.
Hannah estaba en la cocina consultando con la cocinera, algo innecesario en opinión de Con. Ella era la más emocionada de todos. Durante el desayuno estaba resplandeciente. Tenía las mejillas sonrojadas y los ojos brillantes.
Iba de camino a comprobar la barca con Bentley y Astley, pero tuvo que demorarse por la llegada de una carta remitida por Harvey Wexford. El matasellos era de Londres. Podría haber pospuesto la lectura, pero dado que acababa de recibir un informe de Ainsley Park unos días antes, no esperaba recibir otra tan pronto. La curiosidad ganó la partida, así que se detuvo en la terraza para leerla.
Hannah lo encontró allí mismo cuando salió del salón por las puertas francesas. Su intención era ir al lago para ver cómo iban los preparativos.
Con la miró con una sonrisa y dobló la carta.
– ¿Tu cocinera lo tiene todo bajo control? -preguntó.
– Por supuesto. Me ha ofrecido un cálido recibimiento y me ha invitado a quedarme siempre y cuando no me internara demasiado en sus dominios ni estorbara. -Soltó una carcajada y lo miró. Después miró al ajetreado grupo que se encontraba un poco alejado de la casa. Y luego clavó la vista en la carta-. ¿Ha pasado algo?
– No, nada. -Volvió a sonreír. Hannah se sentó en el banco, a su lado.
– Constantine -dijo-, ¿qué ha pasado? Insisto en que me lo cuentes.
– ¿Ah, sí, duquesa? -replicó, mirándola con los ojos entrecerrados.
Ella se limitó a mirarlo en silencio.
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