– Así es imposible mantener una relación -dijo a la postre.

– ¿Lo nuestro es una relación? -respondió él-. Nos acostamos y nos satisfacemos el uno al otro. No creo que eso pueda catalogarse como una «relación».

Hannah lo miró con expresión inescrutable durante un buen rato.

– Nos acostábamos -puntualizó ella-. Nos satisfacíamos el uno al otro. En pasado. -Se puso en pie y echó a andar en dirección al lago sin pronunciar otra palabra más y sin mirar atrás.

Lo llevaba grabado en la médula de los huesos, ¿verdad?, se preguntó. Llevaba grabada la profunda necesidad de protegerse de cualquier daño recurriendo a la introversión. Desde su más tierna infancia, según recordaba, había sido consciente de que no cumplía las expectativas, de que no era adecuado. Había abandonado el vientre de su madre demasiado pronto, dos semanas antes de lo esperado, dos días antes de que su padre pudiera comprar una licencia especial y se casara con su madre. Su madre le había reprochado, tal vez con el convencimiento de que era demasiado pequeño como para entenderla, que si hubiera esperado un poco para nacer cuando debía, sus embarazos anuales, sus abortos y sus partos prematuros no habrían sido necesarios. Su padre le había reprochado, cuando era más que evidente que era lo bastante mayor como para entenderlo, que los fracasos de su esposa no serían tan fastidiosos si hubiera esperado unos días más para nacer como hijo legítimo. Hasta su buena salud había resultado un defecto. Porque responsabilizaba a sus padres de sus continuos fracasos para engendrar un heredero sano y legítimo.

Y luego estaba Jon, a quien había odiado porque él habría hecho mejor papel como conde de Merton a la muerte de su padre.

Y el inconmensurable amor que sentía por él. Y la culpa de sentir odio cuando Jon solo quería amor. Cuando él solo daba amor.

Y luego llegó la necesidad de proteger el ambicioso plan de Jon para Ainsley Park, de asegurarse que nada ni nadie lo detenía por el simple motivo de que a los ojos del mundo era un imbécil.

Y la negativa de incluir a Elliott en el secreto porque su primo, sorprendido por la precipitación con la que había heredado el título de su padre y sus responsabilidades, seguramente habría elegido proteger a Jon de él.

Y luego se produjo la terrible traición de Elliott, sus acusaciones en vez de sus preguntas.

Claro que, ¿habría respondido dichas preguntas con sinceridad si se las hubiera formulado? Tal vez no. Probablemente no. De todas formas, Elliott habría sentido la necesidad de ponerle fin al plan de Jon. Habría considerado oportuno proteger la propiedad, mantenerla intacta. En eso consistía la labor de los tutores legales. El problema no era que Elliott careciera de corazón, sino que después de la repentina muerte de su padre, había sometido dicho corazón al deber. Al menos en aquella época. Porque desde que se casó con Vanessa parecía haberlo redescubierto. Claro que el daño ya estaba hecho. Jon estaba muerto, y una amistad de toda la vida había acabado destrozada.

De modo que el secretismo y la introversión se convirtieron en parte de su naturaleza. Y en ese momento acababa de ser cruel con alguien que no se merecía su crueldad.

¡Dios santo, la amaba!

Menuda forma de demostrárselo. ¿Formarían también parte de su naturaleza la crueldad y el desapego? ¿Tanto se parecía a su padre?

Se puso en pie para seguirla. Sin embargo, no se había percatado de que Hannah había dado media vuelta y estaba casi delante de él.

– Lo siento -se disculpó.

– No solo nos acostamos, Constantine -lo corrigió ella-. No solo nos satisfacemos el uno al otro. Hay mucho más, lo quieras admitir o no. No voy a ponerle un nombre. No estoy segura de poder hacerlo. Pero hay más, y no soporto que me mantengas a ciegas cuando se trata del dolor más arraigado en tu corazón. Tú conoces el mío. Pero en caso de que no haya sido demasiado explícita al respecto, te lo aclaro ahora. Crecí odiando mi belleza porque me distanciaba de la gente a la que solo quería amar. Mi hermana me envidiaba, aunque me pasé la vida intentando no darle motivos y al final me hizo un daño terrible, tal vez porque yo se lo había hecho antes a ella. Tal vez siempre quiso a Colin. O tal vez le quería solo porque yo lo amaba y lo conseguí. Mi padre se encontraba entre las dos y no supo qué hacer después de que mi madre muriera, así que acabó defraudándome de una forma espantosa al ponerse de parte de Dawn cuando debería haberle resultado obvio que era ella la que se había comportado mal, que acababa de destrozarme el corazón. ¡Sí, lo reconozco, a lo mejor no son villanos de libro, ni siquiera Colin! A lo mejor todos creían estar haciendo y diciendo lo correcto. ¿Quién sabe? Pero deberían haber tenido en cuenta mis sentimientos, deberían haber considerado que yo era tan frágil como la muchacha más fea del mundo, porque la belleza no es un repelente contra el dolor y el sufrimiento. Le estoy agradecida a Dios, y no pronuncio su nombre en vano, por haberme dado a Barbara, que me ha apoyado y querido durante toda mi vida; y por haberme dado al duque, que fue capaz de ver más allá de mi físico y de reconocer a la niña asustada y destrozada que perturbaba la paz que había buscado en aquella biblioteca con sus indignos y escandalosos sollozos.

– Duquesa… -dijo.

– Me enseñó a rescatar, a cuidar y a fortalecer a la persona destrozada que vivía en mi interior para que volviera a ser fuerte -siguió ella-. Me ayudó a volver a valorarme y quererme, sin vanidad, sino aceptando a la persona que existía en realidad detrás de ese físico que siempre había atraído a los demás de una forma tan superficial. Me aseguró que podía volver a amar, y de hecho lo amé, y que podía confiar en el amor, como acabé confiando en el suyo. Aún soy un poco frágil, pero estoy lista para extender otra vez las alas. Ese era mi dolor, Constantine. Sigue siendo mi dolor. Detrás de la invulnerable armadura de la duquesa de Dunbarton, hay una persona que aletea con inseguridad.

Con tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta.

– El sueño de Jon está a punto de convertirse en una pesadilla -dijo al tiempo que sostenía en alto la carta, que aún tenía en la mano-. Jess Barnes, uno de los trabajadores de Ainsley Park que sufre un retraso mental, dejó abierta una noche la puerta del gallinero con la mala suerte de que entró un zorro y mató diez o doce gallinas. Mi administrador asegura que la reprimenda no fue demasiado dura; Jess se esfuerza todo lo que puede para hacer las cosas bien y es uno de los trabajadores más diligentes de la granja. Pero Wexford le dijo que me llevaría una decepción al enterarme de su descuido. De modo que a la noche siguiente Jess entró en el gallinero de mi vecino más cercano y robó catorce gallinas. Y ahora está consumiéndose en la cárcel, a pesar de que las gallinas se han devuelto sanas y salvas, junto con su valor monetario a modo de compensación, y a pesar de que Jess se ha disculpado entre lágrimas. Ese vecino en particular no nos ha visto nunca con buenos ojos ni a mi proyecto ni a mí. Jamás pierde la oportunidad de quejarse por algo. Y ahora tiene las pruebas que necesita para demostrar que el proyecto supone un gran riesgo y que está condenado al fracaso.

Hannah le quitó la carta y la dejó en la mesa, tras lo cual le cogió las manos. No se había dado cuenta de lo frías que las tenía hasta que notó el calor de las suyas.

– ¿Qué le pasará al pobre muchacho? -preguntó.

– El pobre muchacho tiene cuarenta años más o menos -señaló él-. Wexford lo arreglará. Está claro que Jess no quiso robar, sino que su intención era la de complacerme enmendando el error que había cometido. Además, Kincaid ha sido generosamente recompensado, aunque no lo culpo por enfadarse. El mayor temor de mis vecinos siempre ha sido la inseguridad de tener tan cerca a gente de mala reputación. De todas formas, no soporto pensar que el pobre Jess está en la cárcel, sin saber siquiera muy bien por qué está allí. Será mejor que me vaya a Ainsley Park cuando volvamos a Londres la semana que viene.

– ¿Quieres irte hoy? -sugirió ella.

– Eso suscitaría muchas preguntas -respondió mirándola a los ojos-. Y quiero pasar el resto del día contigo aunque insistas en que nos abstengamos de… satisfacernos el uno al otro.

Le sonrió.

Pero Hannah no le devolvió la sonrisa.

– Gracias, Constantine -dijo en cambio-. Gracias por contármelo.

¡Maldita fuera su estampa! ¡Acababan de llenársele los ojos de lágrimas, por Dios! Alejó las manos de las de Hannah con brusquedad y se volvió para coger la carta de Wexford. Esperaba que ella no se hubiera dado cuenta. Eso era lo que pasaba cuando uno se abría un poco y se desahogaba con alguien.

No debería haberla agobiado con sus problemas. Mucho menos cuando estaba preparando una fiesta.

– Te quiero -la oyó decir.

Con volvió la cabeza con rapidez, olvidadas repentinamente las lágrimas, y la miró, perplejo.

– Es cierto -susurró Hannah-. No te lo tomes como algo amenazador. El amor no impone cadenas al ser amado. Está ahí sin más. -Y con esas palabras se dio media vuelta y atravesó el prado de nuevo. En esa ocasión no volvió. ¡Maldita fuera su estampa!

Hasta qué punto no sería idiota que estaba asustado y todo. ¿No sería fascinante para la alta sociedad la noticia de que al mismísimo demonio le daba miedo el amor? Aunque tal vez tuviera cierto sentido, desde el punto de vista teológico, reflexionó con sarcasmo.

«Te quiero, Con. Te quiero más que a nadie en el mundo. Te quiero mucho, mucho, muchísimo. Amén.»

Esas habían sido las palabras de Jon la noche de su decimosexto cumpleaños.

A la mañana siguiente lo encontró muerto.

«Te quiero», acababa de decirle Hannah.

Cerró los ojos. Y le suplicó a Dios que Wexford hubiera logrado sacar a Jess de la cárcel a esas alturas. Y fue una oración de verdad. La primera que rezaba en mucho, muchísimo tiempo.


La fiesta infantil fue larga, caótica y espantosamente ruidosa. Los niños se divirtieron de lo lindo, salvo quizá el bebé de Cassandra y otro más que aún no sabía andar. Ambos se pasaron la mayor parte del tiempo durmiendo como si lo que estaba sucediendo no tuviera nada de especial.

Los adultos parecían un poquitín cansados cuando los vecinos por fin se llevaron a sus hijos a casa, y después de recoger todos los juguetes y los trastos para volver a la casa con sus propios hijos.

– Si después de una fiesta infantil -dijo la señora Finch- se acaba tan cansado que es imposible poner un pie delante de otro sin hacer un gran esfuerzo, es que la fiesta ha sido un gran éxito. Su fiesta ha sido magnífica, excelencia.

Todos rieron, exhaustos, para darle la razón.

Hannah estaba feliz y orgullosa de sí misma mientras se arreglaba para la cena alrededor de una hora más tarde. Se había involucrado en los juegos con los niños durante toda la tarde en vez de mantenerse en un segundo plano, como podría haber hecho si hubiera ejercido el papel de anfitriona elegante. Incluso había participado en una carrera de tres piernas acompañando a una niña de diez años que no había parado de chillar en ningún momento, dejándola un pelín sorda del oído más cercano a ella y un tanto dolorida en más de un sitio por las numerosas caídas que habían sufrido. Estaba feliz.

Le había confesado a Constantine que le quería y no se arrepentía. Le quería y era algo que tenía que decirle. No esperaba nada a cambio, o al menos intentaba convencerse de ello. Porque a lo largo de la vida se dejaban muchas cosas en el tintero que, si se dijeran, podrían suponer un antes y un después.

Le había dicho que le quería.

Apenas se habían hablado durante la tarde. Y no porque quisieran evitarse. Más bien porque habían pasado todo el rato jugando con los niños y hablando con los vecinos, de modo que apenas se habían cruzado.

Claro que Hannah tampoco se había esforzado por cruzarse con él. Se sentía un poco avergonzada, la verdad. Sabía que Constantine no se burlaría de ella por confesar algo así, pero…

¿Y si se reía?, se preguntó.

No pensaba darle más vueltas al asunto. Era la última noche de su fiesta campestre, y aunque seguro que todos estaban cansados, tenía la impresión de que les encantaría pasar una relajante velada en el salón. Estaba deseando relajarse con todos ellos.

Además, tenía la impresión de que contaba con unas amigas que seguirían siéndolo una vez que todos volvieran a Londres. Amigas además de Barbara, claro. Había percibido dicha amistad esa tarde. Con Cassandra y sus dos cuñadas, e incluso con la señora Park y la señora Finch. Tanto lady Montford como la condesa de Sheringford habían encontrado un momento para invitarla a que las tuteara. A partir de entonces serían Katherine y Margaret.