Ojalá en Londres pudiera encontrar el valor para ser quien realmente era, además de mostrarse como la duquesa de Dunbarton.

La vida era complicada. Y emocionante. E incierta. Y… En fin, que merecía la pena vivirla.

– Adele, así está perfecto -dijo al tiempo que volvía la cabeza a un lado y al otro para verse en el espejo. Llevaba el pelo rizado y recogido de forma muy sencilla. Había elegido un vestido de color rosa oscuro. En un principio pensó en descartar las joyas, pero el pronunciado escote del corpiño necesitaba algo para no parecer demasiado desnuda. Se decidió por un sencillo diamante, auténtico en ese caso, que colgaba de una cadena de plata. En la mano izquierda se puso su anillo más preciado, su regalo de boda, junto con su alianza-. Eso es todo, gracias -añadió y siguió mirándose en el espejo después de que su doncella se marchara.

Tal como acostumbraba a hacer de vez en cuando, intentó verse como la veían otros. En Londres, por supuesto, se aseguraba de que los demás la vieran de cierto modo. Pero ¿en Copeland Manor? Había percibido amistad durante los últimos días. Aparte del hecho de ser la anfitriona, se había sentido como si nadie la viera como alguien más especial que el resto de las damas.

¿Sería por la ropa? No se había vestido de blanco ni una sola vez. ¿O tal vez era el pelo? Esa noche llevaba un peinado más sofisticado que en las anteriores veladas, pero no era tan elegante como los que solía llevar en Londres. ¿O se debía más bien a la relativa escasez de joyas? ¿Sería otra cosa? ¿Habrían visto sus invitados a lo largo de esos días lo mismo que ella veía en ese instante? ¿A ella misma?

¿Sería capaz de inspirar amor, o al menos simpatía y respeto, como ella misma?

Al fin y al cabo, no era la única mujer guapa del mundo. Ni siquiera en esos momentos. Cassandra y sus cuñadas eran despampanantes. La señora Finch era bonita. Al igual que Marianne Astley y Julianna Bentley. Barbara era preciosa.

Suspiró y se puso en pie. Se alegraba muchísimo de haber organizado la fiesta campestre. Había disfrutado como no recordaba haber disfrutado con nada en mucho tiempo. Además, todavía quedaba una noche. Al día siguiente volvería a Londres. Constantine y ella podrían pasar la noche juntos. A menos, claro estaba, que él sintiera la necesidad de trasladarse de inmediato a Ainsley Park para comprobar que el asunto de su trabajador se había arreglado.

Esperaba por el bien de ambos, del hombre y de Constantine, que la situación se resolviera pronto.


– Mañana por la noche -dijo Con mientras contemplaba las estrellas, tan numerosas que sería imposible contarlas-. Mi carruaje te esperará a las once en punto. Te espero en mi casa a las once y cuarto. Ni un minuto después. Y te quiero en mi cama a las once y veinte. No precisamente para dormir. Prepárate para una orgía como ninguna otra.

Hannah rió por lo bajo, con la cabeza apoyada en su brazo.

Estaban tendidos a la orilla del lago. Todos estaban agradablemente cansados después de la fiesta infantil y de la merienda al aire libre, así que recibieron con agrado la idea de pasar la velada sentados en el salón, conversando o escuchando a cualquiera que tuviera la pretensión de tocar el piano o de cantar. La duquesa por su parte no había tenido el menor reparo en dejar a sus invitados a su aire cuando Constantine la invitó a dar un paseo. De hecho, sus primos habían intercambiado unas cuantas sonrisillas indulgentes.

Sus primas, para más señas, la llamaban «Hannah» y además la tuteaban, según se había percatado a lo largo del día.

– No pienso protestar en absoluto -replicó ella-. Pero te advierto que después de semejante bravuconada, tendrás que estar a la altura. Exijo que lo estés.

– Me iré a Ainsley Park a la mañana siguiente -le informó-. Debo ir. Posiblemente todo esté solucionado a estas alturas, pero debo ir en persona para calmar los ánimos de Kincaid y de los demás vecinos. Y para agradecerle a Wexford que se haya hecho cargo del asunto en mí nombre. Y para asegurarle a Jess que no me ha decepcionado en absoluto. Tal vez no nos veamos en una semana.

– Será muy aburrido -repuso Hannah-. Pero supongo que sobreviviré. Y supongo que tú también lo harás. Debes ir.

De repente, el final de la temporada social parecía muy próximo. De hecho, si no hubiera sido por su aventura con la duquesa, posiblemente hubiera decidido que no merecía la pena volver a Londres. Sin embargo, de momento era incapaz de plantearse la posibilidad de acabar con la aventura. Porque a lo mejor…

En fin, ya concluiría el pensamiento en otra ocasión, decidió.

Esa mañana le había confesado que le quería. ¿Qué había querido decir exactamente? No era una pregunta que pudiera formular en voz alta, aunque le encantaría conocer la respuesta.

– Entretanto… -dijo mientras apartaba el brazo sobre el que descansaba la cabeza de Hannah. Se incorporó apoyándose en el codo y la miró a los ojos-. No sé, pero creo que falta mucho para que llegue mañana. -Inclinó la cabeza y la besó.

Fue una exploración lánguida, primero con los labios y luego con la lengua, que introdujo en su boca.

– Pues sí -convino ella con un suspiro cuando se apartó de sus labios.

Con le frotó la nariz con la suya.

– Respetaré tus deseos, duquesa -aseguró-, aunque es posible que tus invitados tengan ciertas ideas con respecto a lo que estamos haciendo aquí fuera. Permíteme amarte sin deshonrar tus deseos.

– ¿Cómo? -Hannah levantó una mano y le colocó el índice en el punto donde su nariz se torcía.

– No habrá penetración -contestó-. Te lo prometo.

– Y de esa forma preservaremos la respetabilidad -replicó ella-. Cualquier cosa menos la penetración, y nuestros invitados pensando lo peor. Es la historia de mi vida…

Con se puso de rodillas y se colocó a horcajadas sobre ella. Le bajó el vestido por los hombros, dejando al descubierto sus pechos que procedió a acariciar con delicadeza antes de capturar sus pezones con el índice y el pulgar. Al cabo de un momento se inclinó para llevárselos a la boca, primero uno y luego otro. Volvió a besarla en la boca mientras le hundía las manos en el pelo, le introdujo la lengua para que se la succionara y la incitó a hacer lo mismo.

Hannah le metió las manos bajo la camisa, y las fue bajando hasta dejarlas por debajo de los calzones.

Ella ardía de pasión.

Y él palpitaba de deseo.

Descubrió que no había sido una buena idea después de todo. Además, ¿qué diferencia habría si la penetraba y ambos alcanzaban el clímax? Era lo que ambos deseaban. Llevaban añorándolo demasiados días con sus correspondientes noches.

Se movió para tumbarse a su lado sin apartarse de sus labios, e introdujo una mano por debajo de su falda. Dejó atrás la suavidad de la media de seda, la ardiente piel de la cara interna de sus muslos y llegó…

– No.

Por sorprendente que fuera, esa voz era la suya.

Retiró la mano, le bajó la falda y levantó la cabeza.

– ¡Maldito seas, Constantine! -la escuchó exclamar con gran sorpresa. Y luego añadió-: Pero gracias. -Acto seguido, le echó los brazos al cuello y tiró de él para besarle.

Fue un beso delicado y tierno. Con sentía cómo le latía el corazón en el pecho, percibía el ardor de su pasión, el gran esfuerzo que estaba realizando para mantener el beso dentro de los límites del decoro.

– Gracias -repitió ella al cabo de unos minutos, estrechándolo con fuerza-. Gracias, Constantine. No sé si habría sido capaz de contenerme. Eres tan irresistible… Acerté contigo desde el principio.

¿Quería decir eso que de haber insistido habrían acabado…? Le alegraba no haberlo hecho.

Pero ¡maldita fuera su estampa! Se merecía una medalla de honor o algo parecido.

Seguro que no había ni una sola persona en el salón que no lo imaginara disfrutando de todo lo que había que disfrutar con Hannah.

La duquesa poseía un extraño, aunque entrañablemente maravilloso, sentido del honor.

Regresaron a la casa cogidos del brazo, mientras rememoraba las palabras que ella le había dicho esa mañana. Y que no le había repetido desde entonces. ¿Quizá porque no las había correspondido? ¿Podría corresponderías? ¿Lo haría?

Eran las dos palabras más peligrosas que existían si se unían en la misma frase. Porque eran irrevocables.

Tendría que reflexionar sobre la posibilidad de decírselas.

Tal vez durante la noche siguiente.

O cuando volviera de Ainsley Park.

O nunca.

Una cobardía.

Una muestra de inteligencia.

– Tendré que subir a mi dormitorio antes de regresar al salón, así ordenaré que lleven la bandeja del té -dijo-. Seguro que tengo briznas de hierba desde la cabeza a los pies. Y mi pelo debe de parecerse a un nido. Como si me hubiera dado un buen revolcón.

– Ojalá -replicó él con un sentido suspiro.

Hannah soltó una carcajada.

– Mañana por la noche -dijo-. No olvidaré la orgía prometida.

La acompañó hasta su dormitorio y siguió hasta el suyo a fin de peinarse y de asegurarse que él tampoco parecía recién salido de un pajar.


Hannah se sacudió el vestido, se colocó bien el corpiño, se lavó las manos y se arregló el pelo lo mejor que pudo sin deshacerse antes el recogido. Una vez lista, se miró con ciertas dudas en el espejo de su tocador. ¿Tendría las mejillas tan coloradas como le parecía? ¿Le brillaban demasiado los ojos?

Era horrible, pero desearía que Constantine no se hubiera mantenido fiel a su promesa. De esa forma habría disfrutado del placer sin tener que aceptar su parte de culpa. Incluso podría haberlo regañado después.

Un pensamiento horrible, la verdad. Se alegraba mucho, muchísimo, de que Constantine hubiera mantenido su promesa. ¡Cómo lo amaba!

Cruzó a la carrera el vestidor y estaba a punto de aferrar el picaporte cuando alguien llamó a la puerta y la abrió antes de que ella pudiera hacerlo.

¡Qué hombre más impaciente!

Sonrió antes de reparar en dos detalles. Constantine estaba blanco como la leche. Y desde que la dejó en la puerta de su dormitorio se había cambiado de ropa. Llevaba un gabán largo y botas de montar. En su mano vio un sombrero de copa.

– Duquesa, debo pedirte un favor -dijo al tiempo que entraba en el vestidor y cerraba la puerta tras él-. No he venido en mi carruaje. Vine con Stephen y Cassandra. Debo pedirte prestado un caballo. Jet, si no te importa, para volver a Londres. Desde allí seguiré en mi carruaje.

– ¿A Gloucestershire? -preguntó-. ¿Ya? ¿Ahora?

Por absurdo que pareciera, solo podía pensar en la posibilidad de que Constantine no deseara después de todo la orgía que le había prometido.

– Tenía una carta esperándome en el dormitorio -contestó él-. Van a ahorcarlo.

– ¿Cómo? -replicó, boquiabierta.

– Por robo. Para dar ejemplo a otros posibles ladrones -siguió Constantine-. Tengo que irme.

– ¿Qué vas a hacer?

– Salvarlo. Hacer que cualquiera de los responsables entre en razón. ¡Por el amor de Dios, Hannah! No sé lo que voy a hacer. Tengo que irme. ¿Puedo llevarme a Jet? -Sus ojos parecían muy negros mientras la miraba con desesperación y se pasaba una mano por el pelo.

– Iré contigo -se ofreció ella.

– Ni hablar -rehusó-. ¿Me prestas el caballo?

– El carruaje -lo contradijo antes de abrir la puerta y salir al pasillo, dejándolo atrás-. Voy a dar las órdenes precisas. Vete en mi carruaje directamente a Ainsley Park. Eso te ahorrará al menos medio día de viaje. -Ella misma fue hasta el establo y la cochera, como si su presencia pudiera contribuir a acelerar todo el proceso.

Tanto los caballos como el carruaje tardaron muy poco en estar listos, aunque para ella fue un proceso agónicamente lento, al igual que para Constantine, que no cesaba de pasearse de un lado para otro como un animal enjaulado.

Volvió a cogerlo de las manos cuando vio que el carruaje casi estaba listo, y que el cochero ya se acercaba, ataviado con su librea.

Sin embargo, no se le ocurrió nada que decirle. ¿Qué se decía en esas circunstancias?

¿«Que tengas un buen viaje» o «Espero que llegues a tiempo»? A tiempo ¿de qué?

«Ojalá los convenzas de que no ahorquen a Jess.» «Es improbable que lo consigas.»

Se llevó sus manos a la cara y las dejó sobre sus mejillas. Volvió la cabeza y le besó las palmas, primero una y luego la otra. Sentía un doloroso nudo en la garganta, pero no pensaba llorar.

Lo miró a los ojos. Él la miró con expresión inescrutable. Ni siquiera estaba segura de que la estuviera viendo.

– Te quiero -susurró Hannah.

Eso hizo que Constantine le prestara atención.

– Hannah… -dijo.

Otra vez su nombre. Era casi una declaración de amor, aunque no estuviera pensando en semejantes trivialidades de forma consciente, por supuesto.