– Pues me gustaría que al menos dejaras de hablar -repuso Hannah-, porque de lo contrario la alta sociedad presenciará el increíble espectáculo de ver a la duquesa de Dunbarton llorando y abrazada a su acompañante.
Barbara resopló con muy poca elegancia y las dos se echaron a reír una vez más.
– En ese caso, ahorraré saliva y me limitaré a disfrutar de este maravilloso paisaje -dijo Barbara-. Por cierto, tu hombre dominante, que puede estar en Londres o no, ¿tiene nombre?
– Qué raro sería si no lo tuviera -respondió-. Su apellido es Huxtable. Constantine Huxtable. El señor Constantine Huxtable. Es un poco humillante, ¿no te parece? Más que nada porque durante estos últimos diez años solo me he relacionado con duques, marqueses y condes. Incluso con el rey. Casi se me había olvidado lo que significaba la palabra «señor». Por supuesto, significa que es un plebeyo. Aunque no del todo. Su padre era el conde de Merton… y él es su primogénito. Su madre, y te lo digo para que no saques conclusiones precipitadas, era la condesa. Todo fue fruto de una tremenda idiotez, al menos por parte de la condesa y de su familia. Aunque supongo que el conde también haría alarde de una tremenda oposición. Al final acabaron casándose, sí, pero unos días después de que el primogénito naciera. ¿Te puedes imaginar un desastre peor para él? Creo que fueron dos días. Dos días que le negaron la posibilidad de convertirse en el conde de Merton, un título que ostentaría a estas alturas, y que lo convirtieron en el humilde señor Constantine Huxtable.
– Qué desgracia -convino Bárbara.
Por delante de ellas la alta sociedad se había reunido en masa y fingía hacer un poco de ejercicio. Los carruajes de todas clases y colores, los jinetes sobre una gran variedad de monturas y los transeúntes ataviados a la última moda deambulaban por un trocito de tierra ridículo (teniendo en cuenta la superficie total del parque), en su intento por ver y lucirse, por contar los últimos cotilleos y enterarse de los rumores que difundían los demás.
Era primavera y la alta sociedad estaba en plena ebullición.
Hannah hizo girar su sombrilla.
– El duque de Moreland es su primo -comentó-. Se parecen muchísimo, aunque en mi opinión el duque solo es guapo, mientras que el señor Huxtable es pecaminosamente guapo. El actual conde de Merton también es primo suyo, aunque el contraste entre ellos es notable. El conde es rubio y apuesto, con un aire angelical. Parece agradable y tan peligroso como una mosca. Además, se casó con lady Paget hace un año, cuando los rumores de que esta había asesinado a su primer marido con un hacha corrían por todos los salones. Me llegaron incluso a mí, y eso que estaba en el campo. Tal vez el conde no sea tan sumiso e insípido como aparenta. Espero que no lo sea, pobrecillo. Porque es guapísimo.
– ¿El señor Huxtable no es rubio? -quiso saber Barbara.
– ¡Ay, Babs! -Exclamó Hannah al tiempo que hacía girar de nuevo su sombrilla-. ¿Has visto los bustos de los dioses y de los héroes griegos tallados en mármol blanco? Son preciosos, pero también muy engañosos, porque los griegos vivieron a orillas del Mediterráneo y es imposible que hubieran tenido ese color a menos que fueran fantasmas. El señor Huxtable es un dios griego de carne y hueso… de pelo negro, tez oscura y ojos oscuros. Y un cuerpo… En fin, júzgalo por ti misma. Ahí lo tienes.
Y allí lo tenía, sí, acompañado por el conde de Merton y el barón Montford, el cuñado del conde. Iban a caballo.
Sí, no se había equivocado, decidió Hannah mientras observaba al señor Huxtable con ojo crítico. Su memoria no la había engañado aunque llevaba dos años sin verlo, ya que la primavera anterior la había pasado en el campo para cumplir su período de luto. Tenía un cuerpo perfecto, resaltado al ir a caballo. Era alto y delgado, pero bien formado y con todos los músculos en su sitio. Tenía unas piernas largas y fuertes, lo que siempre era una gran ventaja en un hombre. Tal vez sus facciones fueran algo más duras y angulosas de lo que recordaba. Y se le había olvidado el detalle de la nariz, que debió de rompérsele en algún momento de su vida y que no le habían colocado bien. Sin embargo, no cambió de opinión con respecto a su cara. Era lo bastante guapo como para que sintiera una agradable flojera en las rodillas. Pecaminosamente guapo.
Tenía el buen gusto de vestir de negro, salvo por los pantalones de montar y la camisa blanca, por supuesto. Su chaqueta de montar era negra y se amoldaba a los poderosos músculos de su pecho, de sus hombros y de sus brazos como una segunda piel. Las botas también eran negras, al igual que el sombrero de copa. Incluso su caballo era negro.
¡Madre de Dios, parecía peligrosísimo!, pensó Hannah con aprobación. Parecía inalcanzable. Parecía una fortaleza inexpugnable. Parecía capaz de cogerla con una mano (mientras ella intentaba asaltar la fortaleza, claro) y aplastarle todos los huesos del cuerpo.
Desde luego era el elegido. Al menos para ese año. Al año siguiente elegiría a otro. O tal vez al año siguiente se plantearía de verdad buscar a alguien a quien amar, a alguien con quien sentar la cabeza. Sin embargo, todavía no estaba preparada para eso. Ese año estaba preparada para algo totalmente distinto.
– ¡Ay, Hannah! -exclamó Barbara con voz titubeante-, no parece un hombre muy agradable. Ojalá…
– Pero, dime, ¿quién quiere un hombre agradable por amante, Babs? -Preguntó ella mientras se adentraba en la multitud con una leve sonrisa en los labios-. Un hombre así parece un pelmazo insoportable, sea quien sea.
Allí estaba de nuevo, pensó Constantine Huxtable. De vuelta en Londres para otra temporada social. De vuelta en Hyde Park, rodeado por la mayoría de la alta sociedad, con su primo Stephen, el conde de Merton, a un lado y Monty (Jasper, el barón Montford, casado con su prima Katherine) al otro.
Parecía que solo había pasado un día desde que pisó Hyde Park por última vez. Le costaba creer que hubiera transcurrido otro año. En algún momento llegó a pensar que no se molestaría en aparecer por Londres esa primavera. Lo pensaba todos los años, claro. Pero todos los años volvía.
Había cierta atracción irresistible que lo llevaba de vuelta a Londres cada primavera, admitió en silencio mientras los tres saludaban a una pareja de ancianas con enormes bonetes que paseaban despacio en un viejo cabriolé con un cochero todavía más viejo en el pescante. Las damas les devolvieron el saludo con idénticos gestos de la mano y asentimientos de cabeza. Como si fueran de la realeza.
Le encantaba estar en casa, en Ainsley Park, en Gloucestershire. Jamás se sentía tan feliz como cuando estaba en casa, sumergido en la ajetreada vida de la granja o en las igualmente ajetreadas tareas domésticas. Apenas tenía un momento de tranquilidad cuando se encontraba en el campo. Y no se podía quejar de soledad. Sus vecinos siempre estaban ansiosos por que participara en las celebraciones que organizaban, aunque tuvieran sus reservas acerca de las actividades que llevaba a cabo en Ainsley Park.
Y en cuanto a la mansión en sí… En fin, la casa estaba tan atestada de gente que hacía dos años que se había mudado a la residencia de la viuda para disfrutar de un mínimo de intimidad… y también para que sus aposentos quedaran libres y pudieran alojar a los que iban llegando. El arreglo había funcionado de maravilla hasta el invierno anterior, cuando un grupo de niñas descubrió el invernadero adyacente a la residencia de la viuda y lo convirtió en su sala de juegos. Después, cómo no, invadieron la cocina en busca de platos y agua con los que hacer el té de sus muñecas. Y después…
Y después, un día, aprovechando la ausencia de su cocinero,
Con se descubrió saqueando la cocina en busca del tarro de las galletas… y sumándose al té, ¡por el amor de Dios!
Era normal que se escapara a Londres todas las primaveras. Un hombre necesitaba un poco de paz y tranquilidad en su vida. Por no mencionar un poco de cordura.
– Siempre es maravilloso regresar a la ciudad, ¿verdad? -les preguntó Monty con tono jovial.
– Pues sí, aunque me acaben de echar de mi propia casa -contestó Stephen.
– Pero las damas necesitan admirar al heredero sin la interferencia masculina -comentó Monty-. No querrás estar presente, ¿verdad, Stephen? Sobre todo cuando tus hermanas se han tomado la molestia de invitar a una docena de damas para que admiren con ellas al niño y para que lo agasajen con sus regalos, que Cassandra tendrá que admirar y que todas tendrán que examinar y… esto… elogiar con embeleso… -Se estremeció de forma teatral.
Stephen sonrió.
– En eso tienes razón, Monty -repuso el conde.
Su condesa acababa de alumbrar a un hijo varón. Su primogénito. Un heredero. El futuro conde de Merton. A Con no le importaba en absoluto. Después de su padre, el papel de conde lo ocupó durante unos años su hermano Jonathan, Jon, y en ese momento lo desempeñaba Stephen. Y con el tiempo el título recaería en el hijo de Stephen. En los años venideros Cassandra y él podrían tener un montón de hijos varones para curarse en salud si así lo deseaban. Para él no cambiaría nada. Nunca podría heredar el título.
Le daba igual. Siempre lo había sabido. No le importaba.
Se detuvieron para saludar a unos conocidos. El parque estaba lleno de rostros familiares, se percató Con cuando echó un vistazo a su alrededor. Casi no había caras nuevas, y las únicas que había eran las de las jovencitas, la nueva hornada de muchachas con aspiraciones de contraer un gran matrimonio.
Había algunas bellezas entre ellas, sí. Sin embargo, a Con le sorprendió, aunque no le resultó alarmante, descubrir lo aséptico que era su análisis. No sintió la menor atracción hacia ninguna de ellas. Podría haber expresado su interés sin temor a parecer presuntuoso. Su ilegitimidad era una mera formalidad legal. Le impedía heredar el título y las propiedades vinculadas a este, cierto, pero no afectaba a su posición social como hijo de un conde. Había crecido en Warren Hall. Había recibido una herencia considerable a la muerte de su padre.
Podría participar en el mercado matrimonial y contraer un matrimonio bastante ventajoso. Sin embargo, a sus treinta y cinco años tenía la incómoda impresión de que todas esas bellezas eran niñas. La mayoría tendría diecisiete o dieciocho años.
En realidad, sí que era alarmante. Porque no iba a rejuvenecer, ¿verdad? Y nunca había querido quedarse soltero. En ese caso, ¿cuándo pensaba casarse? Y lo más importante: ¿con quién iba a casarse?
Por supuesto, él mismo había disminuido sus posibilidades de contraer matrimonio al comprar Ainsley Park unos años atrás y llenar la propiedad con indeseables sociales: vagabundos, ladrones, antiguos soldados, retrasados mentales, prostitutas, madres solteras con sus hijos y otras muchas categorías. Ainsley Park era un enjambre de actividad y, para su satisfacción, la propiedad era muy próspera después de los primeros años de gastos… y trabajo duro.
No obstante, una joven esposa, en particular si procedía de noble cuna, no apreciaría que la llevara a vivir rodeada de semejantes personas y en semejante lugar… donde además tendría que alojarse en la residencia de la viuda. Hacía un mes que su salón fue designado como habitación infantil para las muñecas que estaban demasiado cansadas como para mantener los ojos abiertos después de tomar el té en el invernadero.
– Déjame adivinar -dijo Monty al tiempo que se inclinaba hacia él-. ¿La de verde?
En ese momento Con se percató de que había estado mirando fijamente a dos jovencitas acompañadas por sendas doncellas de caras largas, que caminaban unos pasos por detrás, y las cuatro se habían dado cuenta. Las muchachas estaban riendo por lo bajo, muy orgullosas, mientras que las doncellas se apresuraban a acortar la distancia que las separaba.
– Es la más guapa de las dos -reconoció, apartando la mirada-. Aunque la de rosa tiene mejor cuerpo.
– Me pregunto cuál de las dos tendrá un padre más rico -apostilló Monty.
– La duquesa de Dunbarton ha vuelto a la ciudad -les dijo Stephen mientras los tres reemprendían la marcha-. Tan guapa como de costumbre. Ya debe de haber abandonado el luto. ¿Os parece que vayamos a presentarle nuestros respetos?
– Por supuesto -respondió Monty-, siempre y cuando podamos acercarnos sin que nos atropellen los siguientes seis carruajes y arrollemos a los siguientes seis transeúntes. Insisten en abandonar el camino pese al peligro para su seguridad. -Dicho lo cual procedió a avanzar con habilidad entre los carruajes y los jinetes hasta que llegaron a los transeúntes, la mayoría de los cuales paseaba tranquilamente por el sendero habilitado para ellos.
Con por fin vio a la duquesa. Claro que ¿qué hombre con dos ojos en la cara no iba a fijarse en ella? Era alta y delgada, con un cutis de alabastro, mejillas y labios sonrosados, y ojos azules, insondables y siempre entornados.
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