– Elliott… -dijo el conde de Merton, pero el duque alzó una mano para silenciarlo.
– Vanessa, ¿tendrías la amabilidad de pedir que nos traigan un poco de café para la duquesa? -Preguntó a su esposa sin apartar los ojos de Hannah-. Y también para Stephen, amor mío. Los dos parecen recién llegados de Kent y creo que no han desayunado.
– Diré que traigan algunas tostadas también -añadió la duquesa antes de marcharse.
El duque aferró a Hannah por un codo y le indicó una silla cercana. Ella se dejó caer sobre el asiento.
– Hábleme sobre el hombre a quien van a colgar -dijo-. Y sobre su relación con mi primo.
¿Qué había dicho hasta ese momento?, se preguntó. Seguramente no lo suficiente. Había querido ser lo más concisa posible para que el duque partiera hacia Ainsley Park sin pérdida de tiempo.
– Robó unas gallinas -explicó-, porque temía decepcionar a Constantine. Resulta que se dejó la puerta del gallinero abierta y se coló un zorro, pero no entendía que estaba robando hasta que se lo explicaron, y después se disculpó y devolvió las gallinas: además, también compensaron al dueño con el valor de los animales, pero un estúpido juez pensó que debía dar ejemplo con su caso y lo sentenció a morir ahorcado. Por favor, ¿irá a impedirlo? -¿Dónde estaba la controlada y locuaz duquesa de Dunbarton cuando más la necesitaba?, se preguntó.
Los ojos del duque se desviaron hacia el conde justo cuando Hannah se llevaba la enorme sorpresa de sentir que la tomaba de la mano y le daba un apretón.
– ¿Stephen? -lo oyó preguntar.
La duquesa regresó en ese instante.
– Elliott, parece que Con compró esa propiedad en Gloucestershire a instancias de Jon -explicó el conde de Merton-, para dar cobijo a madres solteras y a sus hijos. Desde que se puso en marcha, ha expandido su alcance a personas con retraso mental o con problemas físicos, y a otros desahuciados por la sociedad. Tengo entendido que los forman para encontrar un trabajo decente en otra parte. El hombre en cuestión sufre un retraso mental y le tiene muchísimo cariño a Con, por lo que me han contado. Fue el responsable de que el zorro se comiera las gallinas, de modo que buscó otras gallinas en el gallinero de un vecino para reemplazarlas. Seguramente a él le pareciera lógico. Pero lo arrestaron y ni siquiera la devolución de las gallinas ni la compensación económica, además de una disculpa, le han evitado la condena a muerte.
– ¿Es posible? -Preguntó la duquesa de Moreland con los ojos abiertos de par en par-. ¿Pueden colgar a un hombre por algo tan insignificante?
– La ley no suele aplicarse de forma tan estricta a cómo podría hacerse -contestó el duque-. Pero en ocasiones sí se hace, y el juez está en todo su derecho.
¿Por qué estaban perdiendo el tiempo hablando?, se preguntó Hannah. Echó mano de la escasa dignidad que le quedaba, deseando no estar tan cansada ni tan desconcertada.
– Constantine quiere a esas personas -dijo-. Les ha dedicado gran parte de su vida de adulto. Si cuelgan a ese hombre, se quedará destrozado. Encontrará la manera de culparse. Sé que lo hará. Aunque estoy segura de que le diría que él no es lo importante ahora mismo, que lo que importa es ese pobre desdichado. Excelencia, sé que mantienen una rencilla. Pero las rencillas son absurdas en situaciones como esta. La vida de un hombre está en juego. Su influencia puede salvarlo. Estoy convencida de que es así. Sé que la influencia de mi duque lo habría salvado, y en muchos aspectos usted me recuerda a él. Tiene un porte parecido al suyo. Por favor, ¿irá a Ainsley Park?
El duque la miró fijamente.
– No puedo inventarme ni cambiar la ley, señora -dijo.
– Pero la sentencia para este tipo de delito es desproporcionada -insistió Hannah-. Usted mismo lo ha dicho, aunque no con las mismas palabras. La sentencia podría cambiar. No tiene que morir por haber robado unas gallinas, sobre todo cuando ni siquiera era plenamente consciente de que estaba robando.
– Es muy posible que cualquier juez argumente que un hombre capaz de robar sin ser consciente de lo que hace es un hombre peligroso, con muchas probabilidades de reincidir, incluso de herir a alguien en el proceso.
– Lo hizo porque quiere a Constantine -adujo Hannah-, porque no soportaba la idea de decepcionarlo por el incidente del zorro. ¿Va a decirme que merece morir?
– Estoy seguro de que no lo merece, señora -contestó-. Pero…
– ¿No irá ni siquiera por Constantine? -Hannah decidió no echarse atrás-. Es su primo. Fue su amigo hasta que, y cito textualmente, usted se comportó como un imbécil pomposo y él se comportó como un idiota testarudo.
El duque enarcó las cejas.
– Supongo que debo agradecer que se haya descrito de forma tan peyorativa como me ha descrito a mí.
– Elliott -dijo su esposa, que cruzó la estancia para colocarle una mano en el brazo-, tienes que ir. Sé que tienes que hacerlo. Si tú no vas, iré yo. Y sabes muy bien que allá donde yo voy, Richard se viene conmigo para que el pobre no se muera de hambre, y que Belle y Sam tendrán que venir también para que no se sientan abandonados por su propia madre. Sin embargo, mi influencia no será mayor que la de la duquesa de Dunbarton. Mucho menor, de hecho. Ella tiene una personalidad mucho más resolutiva que yo.
– Amor mío, acabas de decir una sarta de tonterías -repuso el duque, que se llevó la mano de su esposa a los labios-. Pero has dejado clara tu postura. Con por fin me necesita e iré a ayudarlo. Seguramente me dará un puñetazo en la nariz por las molestias y así nos pareceremos todavía más.
– Yo te acompañaré, Elliott -terció el conde de Merton.
Hannah lo miró sorprendida.
– Cass insistió en que lo acompañara antes de que pudiera preguntarle si le molestaría mucho que lo hiciera -explicó.
Hannah se puso en pie de un salto cuando un criado entró en la estancia con una enorme bandeja en las manos.
«¡Dios, que no se sienten a desayunar ahora mismo!», pensó.
– Me voy a casa a preparar el equipaje -dijo el conde.
– Pasaré a recogerte en una hora -comentó el duque.
Y ambos abandonaron la estancia.
– Desayunar posiblemente sea lo último que quiere hacer ahora -comentó la duquesa de Moreland-. Pero tómese una tostada al menos. Yo voy a hacerlo. Acababa de sentarme cuando han llegado -dijo mientras servía dos tazas de café.
– Siento muchísimo haberlos importunado con mis problemas -se disculpó Hannah.
– No sabía que fuera la culpable de los problemas -replicó la duquesa, mientras dejaba la taza y su platillo frente a ella, tras lo cual fue en busca del plato donde había colocado una tostada con mantequilla, cortada por la mitad-. ¿Quiere usted a Constantine?
– Yo…
– Ha sido una pregunta muy indiscreta -la interrumpió la duquesa con una sonrisa-. Permítame expresarlo de otra manera. Quiere a Constantine. Lo estaba viendo venir desde el principio de la temporada social. Incluso he llegado a compadecerme un poco de usted.
Hannah la miró mientras le daba un mordisco a su tostada.
– Le quiero -admitió a la postre-. Lamento que usted no lo haga. Me ha dicho que poco después de que se conocieran hizo algo que la lastimó.
– Sí -corroboró la duquesa-. Y fue algo muy cruel. Algo pensado para avergonzar a Elliott, pero que acabó por humillarme a mí. La verdad es que fue algo muy infantil, pero los hombres pueden ser muy infantiles en ocasiones. Claro que las mujeres también. Me negué a aceptar sus disculpas. Decidí que era imperdonable, y es algo que me apena desde entonces. Pero cuando se disculpó, lo creía responsable de algo muchísimo peor que la travesura que había cometido. Elliott se equivocaba a ese respecto, ¿verdad?
– Sí -contestó-. Pero porque Constantine fue demasiado orgulloso y demasiado arrogante como para explicarse.
– Los hombres rara vez toman el camino más sencillo -comentó la duquesa-. Aunque en ocasiones recurren a los puños, rompiéndose la nariz y poniéndose los ojos morados en vez de hablar como personas civilizadas. A veces creo que el poder de la palabra es un desperdicio en los hombres. ¡Ay, por Dios! No piense que tengo tan mala opinión de ellos, por favor. ¿Le sirvo más café?
Su taza estaba vacía, se percató Hannah. Tenía el regusto del café en la boca, pero no se acordaba de habérselo bebido.
– No -contestó al tiempo que se ponía en pie-. Se lo agradezco, pero debo irme. Tengo que atender otro asunto urgente esta mañana y tampoco quiero impedir que pase un poco de tiempo con su marido antes de que se vaya. ¡Ojalá pudiera ir con él y con el conde de Merton! Pero mi presencia solo serviría para retrasarlos.
– Cierto. -La duquesa sonrió-. Y no sería apropiado, ni siquiera para la duquesa de Dunbarton. Elliott puede ser muy despótico cuando se lo propone, duquesa. No aceptará un no por respuesta en Gloucestershire así como así. Ni Stephen. A veces da la errónea impresión de que es un hombre apocado, incluso un pusilánime, porque es muy amigable y tiene la apariencia de un ángel, pero puede ser un ángel vengador cuando se lo propone. Se lo propondrá por el bien de Constantine.
– Gracias -replicó Hannah.
La duquesa la acompañó a la puerta, momento en el que se dio cuenta de que su hermano se había ido en el carruaje. Sin embargo, Hannah no le permitió que mandara preparar otro vehículo.
– Iré andando -insistió-. El aire fresco me sentará bien y corre una brisa agradable.
La duquesa la sorprendió al abrazarla con fuerza antes de que se fuera.
– Tiene que venir una tarde a tomar el té -dijo-. Le mandaré una invitación. ¿La aceptará? Siempre he deseado conocerla mejor.
– Gracias -contestó-. Será un placer.
¿Dónde estaba Constantine en ese momento?, se preguntó mientras volvía a casa a toda prisa. Estaba segurísima de que habría viajado toda la noche, deteniéndose únicamente para pagar en los fielatos y para cambiar de caballos. Le había advertido a su cochero que esperase un viaje sin paradas. ¿Habrían llegado ya? ¿O seguiría en el camino, preguntándose si llegaría a tiempo, preguntándose si podría salvar a su protegido?
¿Y a qué hora podría presentarse en el palacio de Saint James sin ofender a nadie para pedir una audiencia con el rey?
¿La recibiría?
¿Llegarían a decirle que había ido a verlo?
Pero por supuesto que la recibiría. Era la duquesa de Dunbarton, la viuda del duque de Dunbarton.
«Cuenta con algo», le había enseñado el duque, «y será tuyo».
De modo que contó con hablar personalmente con el rey en breve. Pero primero tenía que llegar a casa para ponerse su mejor armadura.
Ni un diamante falso vería la luz esa mañana. Y no habría más color que el blanco.
Con llegó a Ainsley Park en mitad de una tarde lluviosa, exhausto y sin afeitar. Encontró a todo el mundo con muy mala cara y desconsolado, desde Harvey Wexford hasta Millie Carver, la ayudante de la cocinera a quien había rescatado a los diez años de un burdel londinense a punto de ser vendida al mejor postor para desvirgarla. Habían pasado dos años desde entonces.
A Jess Barnes le quedaba una semana de vida.
Se bañó, se afeitó y se cambió de ropa (pero no durmió) antes de marcharse a caballo a la prisión, emplazada en el pueblo a unos seis kilómetros de distancia. Jess estaba sucio, pero salvo por eso parecía que lo cuidaban bien. Se echó a llorar nada más verlo pero no porque fuera a morir, sino porque le había fallado a su benefactor y esperaba que le echara una buena reprimenda.
Con lo abrazó, sin importarle la suciedad y los piojos, y le dijo que le quería por encima de todo y de todos.
Después de escucharlo, Jess lo miró con una sonrisa deslumbrante y se tranquilizó.
– Todo el mundo te manda recuerdos -dijo-. La cocinera te ha enviado casi todos tus platos preferidos, así que te pondrás como un tonel si te los comes todos. Voy a sacarte de aquí, Jess, y a llevarte a casa. Pero hoy no. Tienes que ser paciente. ¿Puedes hacerlo?
Al parecer Jess podía hacerlo si el señor Huxtable decía que tenía que hacerlo.
Aunque tampoco le quedaba otro remedio.
Con pasó el día siguiente intentando inútilmente que retirasen los cargos contra Jess, que la condena se suspendiera, que conmutaran la pena, que admitieran la locura en su defensa… cualquier cosa que salvara su vida y que, de ser posible, lo devolviera a Ainsley Park.
Kincaid, el agraviado vecino que había logrado recuperar sus gallinas y su valor en dinero contante y sonante, se negó a mirarlo a la cara, pero se reafirmó en que la dureza del castigo era necesaria tanto para erradicar el mal del vecindario como para evitar que otros residentes de Ainsley Park se convirtieran en futuras amenazas para la paz y la seguridad de la zona. Añadió que si podía encontrar la manera de demandarlo personalmente por haber esto en peligro de forma tan temeraria a sus vecinos o algo sí, lo haría. Y por último dijo que estaba consultando el tema con sus abogados.
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