La mayoría de los vecinos le recibieron con amabilidad, incluso con compasión, pero ninguno estaba dispuesto a enfrentarse a Kincaid. Sospechaba que unos pocos incluso aplaudían al hombre en secreto.
Un abogado le advirtió de que esgrimir la locura como defensa no serviría de nada, ya que Jess Barnes no mostraba signos de locura, solamente de padecer un retraso mental. No había negado el robo. Había admitido que sabía que robar estaba mal. En realidad, no tenía defensa, solo podían pedir clemencia.
El propio juez lo recibió con cortesía, incluso con cierto buen humor. Pero se negó a cambiar de opinión en el caso de Jess Barnes. Según él, era una amenaza para la sociedad. El condado, todo el país de hecho, se alegraría de librarse de él cuando lo colgaran. Señaló que podría haberlo condenado a varios años de trabajos forzados de estar en su sano juicio, pero que dadas las circunstancias… Y concluyó diciéndole que había sido muy listo al llenar sus campos y su casa con mano de obra barata y mujeres ligeras de cascos para mantener a todos los hombres contentos, incluido él, y que debía esperar que de vez en cuando sucedieran algunos incidentes de ese tipo. Como dos hombres de mundo que eran, añadió, a ninguno podía pillarlos por sorpresa.
En casa, Wexford era incapaz de hacer nada productivo. Le dijo a Con que si pudiera cambiarse por Jess, lo haría sin vacilar. Que todo era culpa suya. Porque le había dicho a Jess que el señor Huxtable se sentiría decepcionado creyendo que eso lo enseñaría a no volver a ser descuidado. En cambio, había provocado todo ese lío… y ni siquiera era verdad. Porque el señor Huxtable nunca se sentía decepcionado con ninguno de los habitantes de Ainsley Park, salvo con aquellos que se marchaban por propia voluntad, renuentes a trabajar a cambio de su manutención y a respetar las pocas reglas necesarias para que la comunidad fuera feliz y productiva.
Con le había dado un apretón en el brazo, pero era el único consuelo que podía ofrecerle.
Los demás estaban prácticamente igual de desanimados. Jess era el preferido de la mayoría.
A la mañana siguiente Con estaba desesperado. Ni siquiera recordaba la última vez que había dormido… o comido. Fue a ver de nuevo a Jess y después volvió a casa. Ya no sabía qué hacer. No recordaba haberse sentido tan impotente en la vida.
Seguro que había algo que pudiera hacer.
Se quedó en el establo para cepillar a su caballo. Escuchó el carruaje antes de verlo. Una dolorosa esperanza hizo que le diera un vuelco el estómago. ¿Sería Kincaid? ¿Habría cambiado de idea después de todo? ¿Serviría para que el juez también cambiara de opinión?
Se acercó a la puerta del establo y miró hacia el camino cuando el carruaje estuvo cerca. Intentó no hacerse ilusiones.
Era un carruaje imposible de confundir con otro. Llevaba un blasón ducal a ambos lados. El cochero y el lacayo que ocupaban el pescante lucían las libreas ducales. El carruaje debió de causar sensación mientras cruzaba Inglaterra… y mientras cruzaba el pueblo de camino a Ainsley Park.
Era el carruaje del duque de Moreland.
El carruaje de Elliott.
Con estaba demasiado cansado como para sorprenderse. La furia lo invadió, si bien fue un sentimiento moderado. Elliott había ido para regodearse.
Ni siquiera intentó analizar el motivo que lo había llevado a hacer semejante trayecto solo para ese fin.
Echó a andar hacia la casa, siguiendo al carruaje cuyas ruedas crujían sobre la gravilla hasta que se detuvo delante de la puerta principal.
El lacayo saltó del pescante con agilidad y se dispuso a subir los escalones para llamar a la puerta.
– No hace falta -dijo Con-. Estoy aquí.
El hombre se volvió, le hizo una reverencia y regresó junto al carruaje para abrir la portezuela y desplegar los escalones.
Elliott salió del carruaje y la furia de Con se desató.
– Te has perdido -dijo con sequedad-. Tu cochero se ha equivocado con las direcciones. Debería preguntar en la posada del pueblo el camino correcto.
Elliott permaneció inmóvil y se miraron un rato en silencio.
– Estoy buscando a Con Huxtable -replicó su primo-. Tú pareces una versión sucia y desaliñada de él.
Alguien más se apeó del carruaje.
Stephen.
Con lo miró.
– No ha podido mantener la boca cerrada, ¿verdad? -preguntó con amargura.
– ¿Te refieres a la duquesa de Dunbarton? -Replicó Stephen-. Estaba muerta de la preocupación, Con, no solo por ti, sino también por ese pobre hombre al que han condenado. Me suplicó que la acompañara a Londres para poder hablar con Elliott. Creía que él podría ayudar. ¿Seguimos haciendo falta? ¿Has podido ponerle fin a esta locura sin nosotros?
– No -respondió Constantine-. Pero no necesito ayuda, Stephen. Ni la tuya ni la de Moreland. La casa está llena. No quedan habitaciones libres. Y os sugiero que no os quedéis en la posada del pueblo, es mejor que sigáis camino hasta una casa de postas más respetable.
Se estaba comportando fatal. Lo sabía, pero era incapaz de remediarlo. Estaba exhausto. Y furioso. Y aterrado.
– Un idiota testarudo -comentó Elliott-. Se describió bien, Stephen, ¿no te parece? Pero este imbécil pomposo no ha venido desde Londres solo para que lo manden a la casa de postas más cercana. Va a poner en práctica toda su influencia… valga lo que valga.
«Idiota testarudo. Imbécil pomposo.» Hannah había estado hablando, no cabía duda.
– No te necesito, Moreland -aseguró-. Y estás en mi propiedad. Lárgate.
– Sé que tú no me necesitas -replicó Elliott-. Pero tal vez Jess Barnes sí. No puedo prometerte que le seré de ayuda. Pero he venido a intentarlo y pienso quedarme hasta que lo haya hecho, aunque para ello tenga que dormir en el carruaje al otro lado de las puertas de tu propiedad.
– Con -dijo Stephen-, a nosotros nos importa. Y a muchas otras personas también. ¿Por qué no nos hablaste de este lugar cuando llegamos a Warren Hall? ¿Por qué convertirlo en un asunto tan secreto?
– Stephen, este lugar se levantó gracias a tus joyas, o a las que se habrían convertido en tus joyas -confesó Constantine-. Si dichas joyas no se hubieran usado para otros menesteres, ahora mismo serías muchísimo más rico de lo que eres.
– ¿Crees que eso me habría importado? -Repuso Stephen-. ¿De verdad, Con? ¿Crees que a Meg le habría importado? ¿O a Nessie o a Kate? ¿No crees que deberías habérnoslo contado en honor al recuerdo de tu hermano?
– No -respondió-. Jon no hizo esto para impresionar a nadie. Lo hizo porque quería, porque era lo correcto. Y si te lo hubiera dicho a ti, Elliott se habría enterado y habría hecho todo lo que estuviera en su mano para deshacer lo conseguido. En aquel entonces, este proyecto estaba en su primera etapa y era muy frágil.
– No creo que hubiera reaccionado de esa forma si se lo hubieras explicado -lo contradijo Stephen-. ¿Lo habrías hecho, Elliott?
Ambos miraron a su primo, que tenía la vista clavada en el suelo y una expresión tensa. Se produjo un largo silencio.
Su primo, pensó Con. Su mejor amigo durante gran parte de su vida. Su compañero de correrías cuando se mudaron a Londres para disfrutar de la vida.
Pero después el padre de Elliott murió de repente, apenas meses después de quejón hiciera el espantoso descubrimiento sobre las actividades de su difunto padre y decidiera hacer realidad su sueño en Ainsley Park, para lo cual le hizo prometer que no se lo diría a nadie. Se habían vendido unas joyas, Elliott se había percatado de su desaparición y al mismo tiempo se había enterado de la existencia de esas mujeres y de sus respectivos hijos en la zona. De modo que el sórdido escándalo les había estallado en la cara.
Un imbécil pomposo y un idiota testarudo.
Con sintió una opresión en el pecho mientras esperaba a que Elliott contestase la pregunta de Stephen.
– Quería a Jonathan -dijo su primo a la postre, sin levantar la vista-. Era un amor un poco doloroso. Y después mi padre murió, haciéndome responsable de él. Sabía que eras más que capaz de cuidar de él y de atender sus asuntos, Con. Pero era joven y estaba abrumado por el deber, y me sentía obligado a hacerlo todo como era debido, a entender bien los asuntos económicos de Jon antes de desentenderme de ellos y dejarlo todo en tus manos tal como mi padre había hecho. Y entonces fue cuando descubrí que faltaban muchas joyas y tú te negaste a explicarme por qué y me mandaste al cuerno cuando te lo pregunté…
– No me preguntaste -lo interrumpió con voz seca.
Su primo alzó la vista y lo miró con el ceño fruncido y expresión impaciente.
– Claro que te pregunté -insistió-. Con, era imposible que pasara por alto algo así.
– No me preguntaste -repitió-. Me dijiste que era un ladrón.
– Yo no dije eso -protestó Elliott.
– Sí que lo dijiste. -Sonrió con amargura-. Lo dije, no lo dijiste, lo hice, no lo hiciste… ¿Te suena de algo, Elliott? Debimos de pasarnos la mitad de la niñez diciéndonos eso. Solíamos terminar a puñetazos y luego nos echábamos unas risas. Pero esta vez no fue así. Pero da igual. Aunque me hubieras preguntado, yo te hubiera respondido y tú me hubieras creído, no habrías permitido que el proyecto continuara. Habrías detenido a Jon y habrías arruinado lo que resultó ser el trabajo de su vida. Su legado.
– No creo que… -terció Stephen.
Sin embargo, Elliott lo estaba mirando con una expresión inescrutable.
– Es muy probable que lo hubiera hecho -admitió el aludido-. Mi instinto era proteger a Jonathan, incluso de sí mismo. Siempre me asombró que lo trataras como a una persona normal y que te relacionaras con él poniéndote a su nivel. Me asombraba que jugaras horas y horas con él aun cuando ya no era un niño. Pensé que mis responsabilidades hacia él debían llevarse a cabo con gran seriedad. Pero tú lo convertías todo en un juego y eso me enfurecía. Y lo hacías adrede. No tienes ni idea de lo mucho que… -Se interrumpió de repente y meneó la cabeza, apretando y aflojando los puños a los costados-. Tienes razón, lo habría detenido. Habría supuesto que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Pero Jon era muy consciente de lo que hacía, ¿verdad? Con, siempre decías que Jon era amor. No que quería a las personas, sino que era amor en estado puro. También tenías razón en ese sentido. Y estabas en tu derecho a no responder a mis preguntas… si es que te las hice tal como estoy convencido de que sucedió. Tenías derecho a conservar tus secretos. Tenías derecho a comportarte como un idiota testarudo.
– No nos eches, Con -dijo Stephen-. Tal vez Elliott pueda ayudar. A lo mejor yo también puedo ayudar. O no. Pero no nos eches. Somos tu familia y nos necesitas aunque no te des cuenta. Además, la duquesa de Dunbarton nos ha enviado y creo que se le romperá el corazón si nos echas sin permitirnos siquiera que intentemos ayudar.
Con lo miró con expresión pensativa.
Hannah los había enviado.
Hannah.
La opresión que sentía en el pecho se intensificó.
– Hay habitaciones libres en la residencia de la viuda -dijo al tiempo que señalaba hacia el este, donde se atisbaba una casa situada entre los árboles no muy lejos del lago artificial que el anterior propietario había construido-. Es donde vivo. Si no es demasiado humilde para vuestros gustos, podéis quedaros.
Hizo la invitación a regañadientes. No sabía si se alegraba de verlos o no. Aunque tal vez no importaba cómo se sintiera. Él no era importante en ese asunto. Jess sí. ¿Podría ayudar Elliott? ¿Elliott, con su puñetero ducado y sus aristocráticos aires de grandeza?
¿Elliott, con su honestidad?
– Quedaos conmigo, por favor -añadió antes de que sus primos pudieran contestar-. Antes de nada necesitáis un baño, descansar un poco y comer. Por aquí.
– ¿Cuándo…? -comenzó Elliott.
– Cuatro días -contestó Constantine con sequedad-. Tenemos todo el tiempo del mundo. -Y echó a andar por el camino de gravilla que conducía a la residencia de la viuda.
Cuatro días.
Los escuchó caminar tras él.
CAPÍTULO 19
Elliott y Stephen fueron a visitar al juez a la mañana siguiente, ambos vestidos con suma elegancia. Elliott no permitió que Constantine los acompañara. Por supuesto, ni Stephen ni él podrían habérselo impedido si hubiera querido ir, pero tuvo que admitir a regañadientes que seguramente sería mejor quedarse en casa.
Elliott fue a hablar con él a solas antes de marcharse. -He estado echando un vistazo por aquí y he hablado con alguna de tu gente. Te va bien. Hace tiempo que te va bien.
Con lo miró con los labios apretados.
– ¿Ha sonado condescendiente? -Preguntó su primo con un suspiro-. No era mi intención. Estoy asombrado e impresionado. Y arrepentido. Y avergonzado. Tú no tuviste nada que ver con esas mujeres, ¿verdad? ¿Fue… mi tío? ¿Tu padre?
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