Él no contestó.

– El mío no era mejor -siguió Elliott-. Crecí creyendo que era un dechado de virtudes, que estaba entregado en cuerpo y alma a mi madre, a mis hermanas y a mí. Fue después de su muerte cuando me enteré de la amante que llevaba años manteniendo y de la extensa familia que había tenido con ella. ¿Sabías de su existencia? Parecía que el resto del mundo estaba al tanto, incluida mi madre.

– No -respondió.

– Después de la vida desenfrenada que había llevado durante varios años -continuó Elliott-, me aterraba la idea de convertirme en alguien como él, de convertirme en un calavera, de decepcionar a mi madre y a mis hermanas como él había hecho. De modo que perdí mi sentido del humor y todo sentido de la proporción. Y cuando tú te rebelaste contra mi intromisión, tal como la considerabas, en los asuntos de Jon e hiciste todo lo que estuvo en tu mano para molestarme, lo único que lograste fue irritarme todavía más. Sobre todo cuando me di cuenta de que las cosas no eran como deberían ser en Warren Hall, cuando comprendí que mi padre había descuidado su deber en otra faceta más de su vida.

Con supuso que era una especie de disculpa.

– ¿Jonathan descubrió la verdad acerca de vuestro padre? -quiso saber Elliott.

– Sí. Dos mujeres, dos hermanas, fueron a hablar con él un día cuando yo no estaba -respondió-. Nunca lo había visto tan alterado, tan desilusionado. Ni tan emocionado como el día que ideó su gran plan. Dudo mucho que hubiera sido capaz de negarle mi ayuda para llevarlo a cabo aunque no hubiera estado de acuerdo con él. Que no era el caso. Yo lo sabía desde hacía años. Llevaba años asqueado por la situación. Pero lo poco que pude hacer equivalía a poner una minúscula venda sobre un vientre abierto en canal.

– Con -dijo Elliott después de un breve silencio-, no eres inocente en lo que respecta a nuestro distanciamiento. Estoy casi seguro de que te lo pregunté. Pero aunque no lo hubiera hecho habrías podido negar las acusaciones y obligarme a escuchar la verdad. Te habría creído. ¡Por el amor de Dios, éramos amigos! Éramos casi como hermanos. Pero no querías que lo supiera. No querías que te creyera. Lo admitiste ayer. Porque en calidad de tutor legal de Jonathan no habría permitido que continuara empobreciendo su propiedad en beneficio de lo que en aquel momento parecía una locura. Y habría tenido razón al hacerlo. No se le debía permitir que actuara con esa impulsividad. Pero me habría equivocado al mismo tiempo. Muchísimo. Claro que ninguno de los dos podría haberlo predicho en aquel momento. No habría sido fácil para mí, Con. Al callarte la verdad, posibilitaste que Jonathan y tú hicierais lo correcto. Pero en el proceso aniquilaste nuestra amistad y me convertiste en el villano de la obra. En un imbécil pomposo.

– Te comportaste como tal -señaló Constantine.

– Y tú como un idiota testarudo.

Se miraron en silencio. Una mirada que amenazaba con convertirse en un duelo hasta que Elliott estropeó la pose al permitir que le temblaran los labios.

– Alguien debería retratarnos así -dijo-. Seríamos una caricatura increíble.

– ¿Estás haciendo esto solo por Jess? -preguntó.

– Y por la duquesa de Dunbarton -contestó Elliott-. Y por Vanessa. Está deseando perdonar y ser perdonada, Con.

– ¿Ser perdonada? -Repitió con el ceño fruncido-. Fui yo quien se portó mal con ella. Fatal.

– Pero te disculpaste -precisó Elliott-, y ella se negó a perdonarte. Sé que desde entonces se siente mal por lo sucedido. Cuando la duquesa vino a vernos con Stephen, Vanessa vio una oportunidad para su redención. Tal vez para la de todos. Si he venido por alguien, ha sido por ella. La quiero.

– Lo sé -dijo Constantine.

– Y también he venido por ti -añadió Elliott, que apartó la vista con brusquedad-. Pese a todo, eres alguien a quien una vez quise. Tal vez alguien a quien todavía quiero. ¡Por el amor de Dios, Con, te he echado de menos! ¿Te lo puedes creer? Te creía capaz de todas esas barbaridades, pero seguía echándote de menos.

– Esto empieza a ser vergonzoso -comentó.

– Cierto -convino Elliott-. Y Stephen seguramente me esté esperando. Antes de que me reúna con él, Con, ¿me darás la mano?

– ¿Quieres las paces con un beso? -preguntó.

– Si no te importa, prefiero saltarme lo del beso -contestó su primo, tendiéndole la mano derecha. Con la miró y se la estrechó.

– Tal como yo lo recuerdo -dijo-, no me preguntaste, Elliott. Lo diste por sentado. Pero tal como tú lo recuerdas, me preguntaste y yo te mandé al cuerno. Nunca sabremos quién tiene razón. Quizá sea mejor así. Pero tú acababas de perder la confianza en tu padre y yo estaba desesperado por proteger el sueño de Jon. Nunca se nos dio bien hablar sobre el sufrimiento, ¿no es cierto?

– Un caballero nunca admite sentirlo -respondió Elliott mientras se daban un fuerte apretón de manos-. Y ahora tengo que desplegar toda mi pomposidad. Aunque intentaré no comportarme como un imbécil. Haré todo lo que esté en mi mano para conseguir el indulto de Barnes. Ojalá sea suficiente.

– Yo también lo deseo -dijo su primo fervientemente.

Aún le dolía tener que quedarse en Ainsley Park, de brazos cruzados e impotente. Sin embargo, de momento lo mejor era dejar que sus primos fueran a ver al juez y lograran lo que él no había conseguido. O que al menos lo intentaran.

¿Y si fracasaban?

Ya lo pensaría cuando llegara el momento.

¿Cuando llegara el momento? ¿No en el caso de que llegara?

Se encaminó a la granja que abastecía la propiedad con la esperanza de encontrar alguna tarea pesada con la que poder matar el tiempo.


A lo largo de las siguientes tres horas y media Constantine se percató de que se había convertido en el centro de atención de Ainsley Park. Estaba cortando madera junto a los establos. Se había quitado la camisa y tenía toda su atención, su fuerza y su energía puestas en la tarea. Nada en el mundo importaba más que apilar madera suficiente para pasar el próximo invierno… y tal vez también el siguiente.

Los lacayos y los mozos de cuadra estaban trabajando en el establo. Ninguno se tomó un descanso, ni siquiera al mediodía Todos y cada uno de ellos encontraron un motivo para pasarse por el patio del establo con sospechosa regularidad. Al menos tres mujeres estaban arrancando las malas hierbas del huerto de la cocina, aunque un par de días antes Con había comprobado que no había ninguna. Tal vez por eso estuvieran tardando tanto, porque les costaba encontrarlas. Dos niños le pasaban los troncos para que los cortara, aunque era evidente que con uno bastaba. Millie les llevó dos veces una bandeja con bebidas y galletas de avena, y también se quedó para ayudar a uno de los niños a apilar la leña junto a la pared del establo durante su segundo viaje. La cocinera salió por la puerta lateral, supuestamente para averiguar por qué se retrasaba tanto Millie. Sin embargo, en vez de llamarla o de regresar a la cocina cuando se dio cuenta de que estaba ocupada, se quedó un rato donde estaba, secándose las manos con el delantal. Seguro que cuando terminó eran las manos más secas de toda Inglaterra. Roseann Thirgood estaba impartiendo una clase de lectura en el exterior, quizá porque hacía un día soleado y corría una suave brisa que los obligaba a sujetar los libros con ambas manos para evitar que las páginas volaran. Otra de las mujeres estimó necesario sacudir el plumero por la ventana de uno de los laterales de la casa cada pocos minutos y asomarse para ver dónde caía el polvo.

Todos sabían, por supuesto, que Elliott y Stephen habían ido a hablar con el juez, si bien no se lo había dicho nadie. Y todos sabían por qué Constantine estaba cortando leña con tanta ferocidad. Nadie le habló. Ni tampoco hablaron entre ellos. Salvo Roseann con sus alumnos, supuso, aunque no escuchó a ninguno.

Y después todos los que habían desaparecido un instante reaparecieron, y todos los que habían estado ocupados (o habían fingido que lo estaban) dejaron lo que estaban haciendo, incluidas las mujeres que quitaban las malas hierbas, que se pusieron de pie. Millie dejó caer los dos leños que llevaba en las manos. La cocinera soltó el delantal. Con se detuvo con el hacha por encima del hombro.

Caballos.

Y ruedas de un carruaje.

Bajó el hacha muy despacio y se volvió.

El mismo carruaje ducal del día anterior. El mismo cochero y el mismo lacayo, con sus relucientes libreas, cepilladas con brío para el nuevo día.

Con incluso se olvidó de respirar por un instante. Si le hubiera dado por reflexionar sobre ese detalle, habría apostado que los demás también se olvidaron de hacerlo.

El carruaje no prosiguió hasta la puerta principal. Se detuvo junto al establo. Quizá sus ocupantes habían visto a todos los concentrados en el patio, en cuyo centro estaba Con.

Stephen fue el primero en salir, sin esperar a que desplegaran los escalones. Miró a su alrededor y después a Con, que estaba clavado en el suelo. No había dado un solo paso hacia el carruaje.

– La cosa pende de un hilo -dijo Stephen, alzando la voz para hacerse oír.

Una desafortunada elección de palabras.

Elliott también se apeó sin la ayuda de los escalones.

– El juez va a considerar el asunto -dijo, también lo bastante fuerte como para que todos se enterasen-. Su veredicto final aún no es firme, pero en el caso de que indulte a Jess Barnes, lo hará dejándolo bajo mi custodia y con la condición de que me lo lleve bien lejos de aquí y de que no regrese jamás a Gloucestershire.

Con estaba casi seguro de haber escuchado un suspiro colectivo. O tal vez solo escuchó el suyo. Soltó el hacha junto a un montón de madera sin cortar y se acercó a sus primos, quienes a su vez se acercaron a él.

– Elliott ha estado increíble, Con -dijo Stephen-. Casi me eché a temblar al escucharlo.

– No, de eso nada -lo contradijo Elliott-. Estabas demasiado ocupado rezumando tu legendario encanto, Stephen. Estuve a un paso de quedarme obnubilado.

– Pero el juez no se ha decidido -puntualizó Con.

– Para ser justos, tiene carácter -dijo Elliott-. Me ha dado la impresión de que se arrepiente cada vez más de la dureza de la sentencia a medida que se acerca el fatídico día, pero que no encuentra una salida digna. Seguro que tu intervención lo ha ablandado. Quería concedernos lo que le pedíamos, pero se niega a dar la impresión de haberse dejado avasallar por dos aristócratas sin autoridad real sobre él.

– ¿Crees que soltará a Jess? -preguntó Con.

– Lo creo -contestó-. Pero no puedo asegurarlo. No.

– ¿Ha dicho cuándo tomará una decisión? -quiso saber.

– Mañana -respondió Stephen.

– Pero sea como sea, Con -dijo Elliott-, Jess no volverá a Ainsley Park. Lo siento. La mejor solución que se me ocurrió fue prometerle que me lo llevaría conmigo.

Con asintió con la cabeza. Y sus ojos volaron por encima del hombro de Elliott, más allá del carruaje, hasta el camino que discurría por detrás. Un jinete solitario se acercaba al trote.

Los demás también lo habían escuchado. Se volvieron a un tiempo.

¿El juez ya había tomado una decisión? ¿Era una visita al azar?

Sin embargo, conforme se acercaba el jinete, vieron que lucía una brillante librea y que parecía estar un poco cansado. Era evidente que había recorrido un largo trayecto, posiblemente sin hacer paradas salvo para cambiar de montura y tomar algo.

– ¡Por Dios! -Exclamó Stephen-. Es la librea real.

No cabía la menor duda al respecto. El jinete era un mensajero del rey.

El recién llegado detuvo el caballo detrás del carruaje y miró a su alrededor con expresión altiva antes de reparar en Elliott.

– Tengo órdenes de entregarle un mensaje al señor Constantine Huxtable -dijo.

– Soy yo. -Con alzó un brazo, un brazo desnudo salpicado con virutas de madera, y dio un paso al frente.

La expresión del mensajero se tornó más altiva si cabía.

– Doy fe de su identidad -terció Stephen, con cierta sorna-. Soy Merton.

El mensajero buscó en su alforja y sacó dos pergaminos lacrados con el sello real.

– Señor, primero debo entregarle este por orden expresa de Su Majestad el rey.

Y le ofreció uno de los pergaminos a Con, que lo miró como si así pudiera desentrañar sus secretos. Intercambió una mirada con Elliott y Stephen, rompió el sello y desplegó el pergamino.

La sangre se le fue a los pies. Se humedeció los labios. El pergamino tembló entre sus dedos. Alzó la vista.

– Un perdón -susurró. Y después levantó la cabeza, miró a su alrededor y alzó la voz. Sostuvo el pergamino en alto-. Un perdón. Un perdón real para Jess. El rey ha revocado la sentencia.

– Si me indica cómo llegar hasta el juez en cuestión, señor -dijo el mensajero-, le llevaré un duplicado de ese documento sin más demora.