Y todo ello… ¿por un retrasado mental a quien no conocía de nada?
Ni hablar, por muy compasiva que fuera, que indudablemente lo era.
Elliott, que estaba sentado en el asiento opuesto al suyo en el carruaje, bostezó.
– Con, cuando me dormí tenías la mirada perdida en el infinito -comentó-, y ahora que me despierto veo que sigues igual. Estás preocupado por Jess, ¿verdad? Fuiste muy convincente cuando le aseguraste que se ha graduado con honores en Ainsley Park y que ha sido ascendido a Rigby Abbey. Por mi parte, cuando me olvido de comportarme como un duque despótico, soy capaz de ser amable con mis empleados.
Con lo miró.
– Estoy en deuda contigo -dijo-. Por todo.
Elliott sonrió.
– ¿En algún momento has llegado a pensar que voy a permitir que lo olvides? -replicó su primo.
Rió entre dientes al escucharlo.
– No -respondió-. Ya nos conocemos.
– ¿Vas a casarte con ella? -preguntó Elliott.
Ahí estaba. La idea que su mente llevaba eludiendo desde hacía días.
Quería casarse. Quería tener hijos. Quería todas las cosas que había evitado durante años. Quería sentar la cabeza. Pero… ¿con la duquesa de Dunbarton? ¿Con Hannah?
Era como pensar en dos personas distintas. No obstante, eran la misma. Era tanto la duquesa que siempre había conocido como la Hannah que había descubierto desde que se hicieron amantes. Era imposible describirla con una sola palabra o con una frase. Ni siquiera con un párrafo. Ni con un libro ni con una biblioteca. Era una mujer enérgica, compleja y única, y la quería.
– Ni se me ha pasado por la cabeza -contestó.
– ¡Mentiroso! -Elliott seguía sonriendo.
– ¿Qué fue lo que te hizo saber sin el menor asomo de duda que querías casarte con Vanessa? -preguntó a su primo.
– Lo mío no fue así -respondió-. Fue ella la que me propuso matrimonio y me dejó tan asombrado que le dije que sí antes de saber lo que estaba haciendo. Así que no me quedó más remedio que mantener mi palabra.
– Si no quieres contármelo -repuso-, podías habérmelo dicho sin más.
Elliott levantó la mano derecha.
– Es la pura verdad -aseguró su primo-. Cuando descubrí que la quería más que a mi vida, ya estaba casado con ella y no sufrí la agonía de decidir cómo, cuándo, dónde y sobre todo «si» me declaraba.
– Podría reírse en mi cara -señaló Constantine.
– Es muy posible -reconoció Elliott después de meditarlo unos instantes-. Es una mujer formidable, ¿verdad? Por no mencionar su belleza. Seguramente pueda conseguir a cualquier soltero del reino al que le eche el ojo. Podría reírse de tu proposición. O también podría llorar. Ese sería un resultado mucho más prometedor.
– Elliott, es la duquesa de Dunbarton -le recordó-. Debo de haber perdido la cabeza.
– ¿Por qué? -Replicó su primo-. Con, tienes mucho que ofrecer, y hoy por hoy eres mejor partido que hace una semana. -Volvió a sonreír.
Constantine se encogió de hombros sin decir nada.
– Vanessa jura que debajo de toda esa capa blanca de hielo hay pasión -siguió Elliott-, y que cuando descubra algo en lo que volcarla, será tan constante como la estrella Polar. Y ella sabe mucho de estas cosas. Jamás se me ocurriría llevarle la contraria en algo así. Porque acabaría descubriendo mi error, ella evitaría jactarse en aras de la cortesía y yo me sentiría como un idiota.
– Mmm -murmuró.
– Por si te sirve de esclarecimiento -añadió su primo-, asegura que tú te has convertido en dicho objeto. Por cierto, será mejor que vengas conmigo a Moreland House en cuanto lleguemos a la ciudad y que hagas las paces con Vanessa antes de ir a Dunbarton House.
– De acuerdo -accedió antes de apoyar la cabeza en el respaldo y de fingir que dormía para evitar que la conversación prosiguiera.
Se durmió mientras se preguntaba si Hannah se reiría o lloraría en caso de proponerle matrimonio.
O si él le daría la opción de reaccionar de cualquiera de las dos maneras.
CAPÍTULO 21
Hannah creyó ciertos sus temores de que Constantine se quedara en Ainsley Park para evitar enfrentarse al estado de su relación y a las palabras que tan incautamente ella había pronunciado en Copeland Manor. No regresó a Londres el día posterior al regreso del conde de Merton, ni al siguiente.
Sin embargo, según descubrió tres días después, tampoco lo hizo el duque de Moreland. Ambos seguían fuera de la ciudad. Hannah lo supo una tarde durante una visita a Katherine en la que coincidió con la duquesa de Moreland, ya que ambas estaban preocupadas por la posibilidad de que siguiera padeciendo náuseas matutinas.
De modo que cabía la posibilidad de que regresara. El duque desde luego que lo haría.
Mientras tanto, Hannah se enteró casi de inmediato de que se había cansado de su último favorito casi tan rápido como todo el mundo había pronosticado. Según se aseguraba, lo había despachado sin piedad. Tanto era así que él se había marchado al campo para lamerse las heridas. En esos instantes buscaba un nuevo amante, que disfrutaría de su momento de gloria antes de que se deshiciera de él. Todos se preguntaban quién sería. No faltaban los aspirantes ansiosos.
Ese era el rumor que circulaba por los clubes y los salones londinenses. Le habría hecho gracia de no ser por la ansiedad que le provocaba la posibilidad de ser ella la abandonada.
Sin embargo, no podía hacer nada salvo interpretar el papel que se esperaba de ella mientras aguardaba. Porque no pensaba quedarse en casa como una reclusa más tiempo. Una soleada tarde se puso su vestido de muselina blanca más deslumbrante y un bonete a juego, añadió unos enormes diamantes muy ostentosos a sus orejas, a sus dedos enguantados y a una de sus muñecas, se cubrió con la sombrilla de encaje y salió a dar un paseo por Hyde Park a la hora marcada por la alta sociedad.
Barbara y el reverendo Newcombe la acompañaron. Iba a ser su último día en Londres. Al día siguiente regresarían a Markle. Barbara lo haría en carruaje con su doncella, y el reverendo cabalgaría a su lado para guardar las apariencias. Hannah había sugerido que salieran a algún lugar para pasar su última tarde a solas (de hecho, había sugerido Richmond Park), pero habían insistido en acompañarla.
Pronto se vieron rodeados de personas, la mayoría caballeros. Margaret y Katherine paseaban juntas en un cabriolé y se detuvieron para charlar un momento. Katherine, al enterarse de que Barbara se marcharía al día siguiente, insistió en que Hannah fuera a cenar a su casa. Y Margaret la invitó a asistir a la ópera con ellos a la noche siguiente.
– Casi hemos convencido al abuelo de Duncan para que nos acompañe, pero todavía se resiste -dijo-. Hannah, si sabe que formarás parte del grupo, seguro que vendrá.
– Entonces tendrás que decirle que acepto con la condición de que él también vaya -replicó ella-. Dile que si no va, me presentaré en Claverbrook House a la mañana siguiente para exigirle una explicación.
Barbara y el reverendo Newcombe estaban hablando con los Park y con otra pareja.
El cabriolé prosiguió camino y Hannah se vio rodeada por el círculo de sus antiguas amistades, algunas de las cuales también eran posibles pretendientes, y por algún que otro nuevo admirador. Era muy agradable, pensó al cabo de unos minutos, retomar su antigua armadura, interpretar el papel de la duquesa de Dunbarton al tiempo que protegía la frágil persona de Hannah Reid en su capullo como si de una crisálida se tratara.
Y, sin embargo, era un papel que no podía interpretar indefinidamente. No se había dado cuenta de ese hecho hasta ese instante. Era un hecho que ignoraba al comienzo de la temporada social. Interpretar ese papel había sido fácil e incluso entretenido mientras el duque estaba vivo. Había tenido su compañía, su compañerismo y, sí, su amor para regodearse cuando no estaban en público. Pero ¿en ese momento? Lo único que encontraba al llegar a casa era la soledad. Y Babs se marcharía al día siguiente.
¿Tendría suficiente con sus amistades, nuevas y antiguas, en los días y en los meses venideros… en los años venideros?
«¡Ay, Constantine! ¿Dónde estás? ¿Me evitarás cuando vuelvas, si acaso lo haces?»
Se estaba riendo por algo que había dicho lord Moodie y dándole unos golpecitos en el brazo cuando su séquito se abrió para dejar paso a un caballo. De repente, se hizo un extraño silencio.
Era un caballo negro.
El caballo de Constantine.
Hannah alzó la vista y giró la sombrilla con tanta fuerza que provocó una corriente de aire alrededor de su cabeza.
Constantine. Vestido todo de negro salvo por la camisa. Esa cara alargada. Esos ojos oscuros. Sin sonreír. Con aspecto casi siniestro. Casi demoníaco.
Su amado.
¡Por Dios! ¿De dónde habían salido esas palabras tan románticas? ¿De una boda?
– ¿Señor Huxtable? -Enarcó las cejas.
– Duquesa.
Su séquito estaba pendiente de sus palabras como si estuvieran recitando un largo monólogo.
– Veo que por fin se ha dignado a aparecer de nuevo por Londres -repuso ella.
Su séquito soltó un suspiro satisfecho casi palpable por el desdén que acababa de demostrarle al hombre que había regresado después de que ella lo rechazara. Se le había acabado el tiempo, quería decirle ese suspiro casi silencioso. Cuanto antes se alejara, llevándose consigo su corazón roto y cierta dignidad, mejor para todos los involucrados.
Constantine se limitó a extender una mano como respuesta, enfundada en un guante de piel negro. Esos ojos oscuros se clavaron en los suyos con tal intensidad que le fue imposible apartar la mirada.
– Coloca tu pie en mi bota -le dijo.
«¿Cómo?», pensó Hannah.
– ¡Caray! -protestó un caballero sin identificar-. Huxtable, ¿no te das cuenta de que Su Excelencia…?
Hannah no le estaba prestando atención. Se encontraba librando una batalla de voluntades con Constantine. Llevaba un atuendo de lo más incómodo para montar a caballo. Si quería hablar con ella, sería más sencillo e infinitamente más galante por su parte desmontar. Pero Constantine quería ver (y quería que la alta sociedad viera) cómo se ponía en ridículo. Quería darle a la alta sociedad un escándalo del que hablar durante un mes. Quería demostrarle al mundo entero que él era el amo y señor, que solo tenía que chasquear los dedos para que ella se acercara a la carrera.
Volvió a girar la sombrilla y lo miró con sorna.
Se produjo otro suspiro apenas audible en señal de aprobación. Si hubiera mirado a su alrededor, se habría dado cuenta de que su séquito había aumentado en número y de que no solo se componía de caballeros. Ya habían suscitado bastante carnaza como para que la conversación en los salones no decayera durante dos semanas.
Muy despacio y con movimientos sumamente precisos cerró la sombrilla antes de dársela sin mediar palabra a lord Hardingraye, que se encontraba a su lado. Dio dos pasos hacia delante, se recogió el bajo del vestido con una mano, colocó su delicado escarpín blanco en la reluciente bota de montar negra de Constantine y extendió el brazo libre para aferrarse a su mano. Seda blanca contra cuero negro.
En un abrir y cerrar de ojos, sin que tuviera que hacer nada más, se vio sentada de lado delante de Constantine, rodeada por sus fuertes brazos y bien sujeta por delante y por detrás, de modo que aunque fuera de natural temeroso, se habría sentido protegida.
Y ella no era de natural temeroso.
Volvió la cabeza y miró esos ojos tan oscuros, que casi quedaban a la misma altura que los suyos.
Constantine estaba indicando al caballo que se volviera y la multitud se apartó para dejarlo pasar. La multitud también tenía mucho que decir y lo estaba haciendo. Se lo decía a ella o a él, o lo hablaba entre sí. Hannah ni siquiera intentó prestar atención a lo que se decía. No le importaba en absoluto.
Constantine estaba en Londres.
Y había ido para reclamarla. ¿O no?
– Ha sido muy melodramático -dijo.
– Sí, ¿verdad? -replicó él-. Al regresar a la ciudad, cosa que sucedió hace un par de horas, por cierto, me enteré de que era tu pretendiente rechazado y despreciado. Para salvaguardar mi orgullo, tenía que hacer un gesto extravagante.
– Desde luego que ha sido extravagante -convino mientras él dejaba atrás caballos y carruajes en un camino medio atascado.
– ¿Es cierto? -preguntó.
– ¿Que has sido despreciado? -preguntó Hannah a su vez.
– Rechazado.
– Y mi pretendiente -puntualizó-. Me gusta considerarte como mi pretendiente. Acabaré con el vestido destrozado, Constantine. Olerá a caballo lo que le quede de existencia.
Aún no habían dejado atrás la multitud. Seguían estando muy a la vista. Y seguramente serían muy pocos los que estaban pasando por alto la oportunidad de observarlos a placer.
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