– Gracias -dijo su padre con cierta incomodidad-, por invitarnos a tu boda, Hannah.
– Constantine no tiene hermanos, pero tiene primos de ambas ramas familiares -explicó-. Y todos mantienen una relación muy estrecha. Diría que todos son cariñosos y muy agradables. Han abierto sus vidas y sus corazones para incluirme. Seguro que has podido comprobarlo durante el té, con Elliott y Vanessa, los duques de Moreland, y con su madre y sus hermanas. Ellos me han hecho ver la importancia de la familia. Y Constantine me convenció para que me pusiera en contacto con vosotros de nuevo. No estaba segura de que vinieseis. Creo que esperaba que no lo hicierais.
Su padre soltó un suspiro sentido.
– Lloré al recibir tu carta -confesó-. Vaya, no me creía capaz de admitirlo delante de nadie. Me siento… perdonado.
Hannah dio un paso al frente y apoyó la cabeza en el hombro de su padre. Sintió que él le rodeaba la cintura con las manos y la abrazaba.
No tuvo oportunidad de hablar con Dawn hasta la mañana siguiente… el mismo día de su boda. Estaba en su vestidor, con la cabeza muy quieta para que Adele domara un rizo rebelde sobre su sien hasta dejarlo como ella quería.
Llevaba un vestido de color rosa claro, un tono que no se había imaginado escoger para su boda. Pero cuando fue de compras en busca de la tela, se enamoró de esa tonalidad en concreto. Se pondría un bonete de paja a juego, adornado con capullos de rosa, ramitas verdes y cintas rosas un poco más oscuras que el vestido.
El cielo, según veía por la ventana, estaba despejado. No había ni una sola nube en el horizonte.
Y en ese momento los invitados fueron a verla antes de marcharse a la iglesia. Vanessa, junto con Averil y Jessica, las hermanas de Elliott, exclamaron encantadas al verla, le sonrieron y afirmaron que no la abrazaban para no arrugarle el vestido ni estropearle el peinado. Todas coincidieron en que Cecily, la hermana pequeña de Elliott que estaba a punto de dar a luz, se iba a tirar de los pelos por perderse la ceremonia. La señora Leavensworth se llevó las manos al pecho y declaró que no había sido más feliz en toda su vida, aunque seguramente lo sería todavía más en cuestión de tres semanas, cuando Barbara se casase.
A Barbara le importó muy poco arrugarle el vestido o despeinarla. La abrazó con fuerza y sin decir nada durante un minuto entero. Después se apartó y la miró con detenimiento.
– Llevaba mucho tiempo esperando esto, Hannah -dijo-. Incluso he rezado para que sucediera. Ríete si quieres. Hay demasiado amor en tu interior como para que lo malgastes con un simple coqueteo. Y el señor Huxtable… bueno, el conde de Ainsley es el hombre adecuado. Lo pensé cuando estábamos en Copeland Manor. Estaba casi segura cuando te subió a lomos de su caballo en el parque. Y cuando os vi anoche en la cena… en fin, no me quedó la menor duda. Y ahora que te he soltado este sermón, será mejor que me vaya a la iglesia con mis padres, no vaya a ser que la novia llegue antes. -Se echó a reír.
– Babs -dijo y la abrazó de nuevo-, ¿qué habría sido de mí si no te hubiera tenido todos estos años?
– Lo mismo que habría sido de mí de no haberte tenido a ti, supongo -contestó su amiga-. Ah, Dawn, aquí estás. Mi madre y yo ya nos vamos, así que tendrás más espacio.
Y todos se fueron a excepción de Dawn, que permanecía de pie con expresión incómoda junto a la puerta.
– Ya estoy lista, Adele -dijo Hannah-. Me pondré el bonete yo misma antes de irme.
Su doncella se marchó de la estancia.
– No sé cómo lo haces, Hannah -le soltó Dawn casi enfadada-, pero estás más guapa ahora de lo que lo estabas hace once años.
– Estoy enamorada -replicó con una sonrisa- y es el día de mi boda. Es fácil estar guapa en estas circunstancias.
– No es solo eso -repuso Dawn-. Antes pensaba que solo era tu aspecto. Pero siempre ha sido lo que tenías dentro. Y ahora hay todavía más. El conde de Ainsley es guapísimo, ¿verdad? Aunque es una pena lo de la nariz. Supongo que debería llamarlo Constantine, como anoche me pidió que hiciera, pero me resulta presuntuoso hacerlo. Te ha ido muy bien, aunque seguro que te pareció que el viejo duque iba a vivir eternamente. Debió de ser una tortura para ti.
– Supongo que eso es lo que cree la gente -dijo Hannah-. No es verdad, pero me da igual que no lo sepa nadie, salvo yo… y Constantine. Y ahora voy a casarme con un hombre a quien quiero con toda el alma. Si alguna vez echas la vista atrás y sientes una punzada de culpabilidad, Dawn, no lo hagas. Todas las cosas suceden por un motivo… en ocasiones por un motivo más importante de lo que creemos en su momento. Lo que sucedió me llevó hasta el duque y disfruté de diez años de sorprendente felicidad. Y casarme con el duque me ha traído poco a poco hasta este día.
– No me siento culpable -aseguró Dawn-. Podrías haber tenido a cualquiera que se te antojara. Elegiste a Colin y él estuvo embelesado por tu belleza durante un tiempo, como les pasa a todos los hombres cuando te ven. Pero me quería a mí, y yo le quería a él. Tenemos un buen matrimonio y también unos hijos sanos y estupendos… que es más de lo que tú tienes. No me siento culpable.
Sonrió al escuchar a su hermana.
– Me alegro de que seas feliz -replicó al tiempo que daba un paso hacia ella-. Y tus hijos son maravillosos. Espero poder conocerlos mejor con el tiempo. Iré a Markle para asistir a la boda de Barbara. Vamos a quedarnos en casa de papá.
– Barbara causará sensación -dijo Dawn- al tener a unos condes por invitados. No se hablará de otra cosa en un mes.
Hannah dio otro paso al frente y abrazó a su hermana. Era una especie de reconciliación, pensó cuando Dawn le devolvió el abrazo. Seguramente su relación fraternal nunca sería muy estrecha. Tal vez Dawn le guardara un poco de rencor aunque al final se quedara con Colin, a quien parecía querer de verdad. Y tenía cinco hijos, que eran muy dulces y estaban bien educados.
Pero al menos habían hecho las paces. Al menos podían empezar a construir una nueva relación a partir de ese momento. Tenían todo el futuro por delante. Siempre había lugar para la esperanza.
– Será mejor que me vaya -dijo Dawn-. Colin y los niños me estarán esperando.
Hannah la vio alejarse antes de cerrar la puerta del vestidor. Todavía le quedaba una cosa por hacer antes de colocarse el bonete y bajar las escaleras para reunirse con su padre.
Buscó en el lateral de su bolsa de viaje y sacó un pequeño estuche cuadrado. Lo abrió y lo dejó en el tocador mientras contemplaba la alianza que tenía en el dedo y se la quitaba. La sostuvo un momento y se la llevó a los labios.
– Adiós, mi querido duque -susurró-. Hoy te alegrarías muchísimo por mí, te sentirías muy feliz, ¿verdad? Predijiste que llegaría. Y tal vez también te sentirías un poco triste. Yo soy feliz. Y me siento un poco triste. Pero ahora estás con tu amor y yo estaré con el mío. Y una parte de cada uno siempre le pertenecerá al otro.
Dejó el anillo en el estuche, titubeó un instante y cerró la tapa con gesto firme antes de devolverlo al baúl. Cogió su bonete.
Y de repente la asaltó tal nerviosismo que le temblaron los dedos mientras se ataba las cintas bajo la oreja derecha.
La capilla estaba a rebosar de invitados, como Constantine sabía que estaría aunque casi todos ellos formaban parte de sus respectivas familias. A su espalda escuchaba el murmullo de las conversaciones, así como las carreras y las voces agudas de los niños.
Había muchísimos. La familia estaba creciendo. Y aún seguía haciéndolo. Katherine y Monty estaban a punto de aumentar su familia. Cecily daría a luz en cualquier momento.
Y no solo aumentaba la familia. La esposa de Phillip Grainger estaba embarazadísima y tenía a otros dos niños sentados a su lado. Phillip, uno de sus amigos más antiguos, era su padrino.
En cierta forma, era una situación muy cómoda. Familia. Y ese día él mismo se convertiría en un hombre casado. En un hombre de familia. ¡Ojalá se convirtiera en un hombre de familia!
Pero todavía no estaba casado siquiera.
¿Hannah se retrasaría? Sería raro que no lo hiciera.
De todas formas, aún quedaban cinco minutos antes de que pudiera decir que se estaba retrasando. ¿Qué fue lo que comentó acerca de cultivar la paciencia?
Ojalá hubiera desayunado algo.
Aunque agradecía no haberlo hecho.
Y maldita fuera su estampa, pero empezaba a ponerse nervioso.
¿Y si le habían entrado dudas?
¿Y si había aparecido un viejo duque en algún rincón de Finchley Park y se había fugado con él?
Pero en ese momento escuchó las ruedas de un carruaje… después de que todos los invitados hubieran llegado. Solo faltaban tres minutos para las once.
El carruaje se detuvo. ¡Lo normal, porque el camino solo conducía a la capilla!
Se hizo el silencio en la iglesia. Todo el mundo había escuchado lo mismo que él.
Y en ese instante el vicario apareció en la puerta y ordenó a los presentes que se pusieran en pie. Y después echó a andar hacia el altar por el pasillo, dejando libre la puerta para Delmont, el padre de la novia, y para Hannah.
La belleza personificada vestida de rosa claro. Su novia.
¡Por Dios! Su novia.
Estuvo a punto de dar un paso hacia ella pero se detuvo. Se suponía que debía esperarla donde se encontraba. Que ella debía acercarse a él.
De modo que se quedó quieto hasta que llegó a su altura, caminando del brazo de su padre y mirándolo con una sonrisa a través del velo rosa que caía del ala de su bonete de paja.
Le devolvió la sonrisa.
¿Por qué habían pasado tanto tiempo discutiendo dónde se casarían y cuántos invitados asistirían? No lo entendía. El lugar donde se encontraban no importaba. Y en ese momento no importaba en absoluto quién fuera testigo del intercambio de votos que los unirían durante el resto de sus vidas a ojos de la ley y gracias al amor.
Daba igual.
– Sí, quiero -contestó cuando el vicario le preguntó si quería aceptar a Hannah por esposa.
– Sí, quiero -dijo ella a su vez.
Y poco después estaba recitando sus votos, a instancias del vicario, y después le llegó el turno a Hannah. Y Phillip le dio la alianza de oro y él se la colocó a Hannah en el dedo. Y de repente…
¡Caray! Y de repente todo acabó, la emoción y los nervios, los miedos infundados. Eran marido y mujer.
Y lo que Dios había unido, ningún hombre podría separarlo jamás.
– Hannah. -Le apartó el velo de la cara y la miró a los ojos. Ella le devolvió la mirada con expresión abierta y sincera. Su esposa.
De repente fue consciente de los murmullos y los movimientos, de la voz cantarina de un niño, de una tos discreta. Y volvió a ser consciente de dónde se encontraban y con quién. Se alegró de que la familia y los amigos estuvieran presentes para celebrar el momento con ellos.
Sintió un ramalazo de pura felicidad.
Hannah, su esposa, lo miró con una sonrisa, y cuando quiso devolverle el gesto, se dio cuenta de que ya lo hacía.
No había ningún carruaje esperándolos a las puertas de la capilla. Regresarían todos caminando a Warren Hall, con los novios abriendo la marcha.
Pero no de inmediato.
Cuando salieron de la iglesia, Hannah miró a su flamante esposo y se soltó de su brazo para cogerle la mano.
– Sí -murmuró como si él hubiera dicho algo. Su esposo. ¡Era su esposo!
Y juntos, como si lo hubieran hablado de antemano, se encaminaron al cementerio adyacente a la iglesia. Se detuvieron al pie de un montoncito de hierba. Estaba marcado por una lápida en la que rezaban cinco líneas: «Jonathan Huxtable, conde de Merton, muerto el 8 de noviembre de 1812, a la edad de 16 años, RIP».
Contemplaron la tumba con las manos entrelazadas, el uno junto al otro.
– Jonathan, gracias por llevar una vida colmada de amor -dijo ella en voz baja-. Gracias por seguir viviendo en el corazón de Constantine y en tu sueño de Ainsley Park.
Con le apretó la mano con tanta fuerza que casi le hacía daño.
– Jon -dijo, con un hilo de voz-, habrías sido muy feliz hoy. Pero tú siempre eras feliz. Ve en paz, hermano. Te he retenido demasiado tiempo. Siempre he sido muy egoísta. Ve en paz.
Una lágrima resbaló por la mejilla de Hannah y cayó sobre el escote de su vestido. Se enjugó los ojos con los dedos enguantados de la mano libre.
– Te quiero, Hannah -dijo Con sin alzar apenas la voz.
– Yo también te quiero -replicó ella.
Y juntos regresaron con sus invitados, que los aguardaban en el camino de entrada a la capilla, charlando y riéndose. Los niños correteaban de un lado para otro y sus voces agudas se alzaban sobre las demás.
Con entrelazó los dedos con los de Hannah mientras regresaban junto a su familia y sus amigos, sonrientes y rebosantes de alegría.
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