Hannah volvió a parecer desolada.

– Me temo que no puedo hacerlo -contestó-. Ya se lo he prometido a otro.

«¿¡Cómo!?», exclamó Barbara para sus adentros, parpadeando. Su amiga le había explicado de camino al baile que nunca le concedía ningún baile a un hombre con antelación. Solo lo hacía con el duque, antes de que dejara de bailar. Y desde que habían llegado a casa de los Merriwether, Barbara no había visto que le concediera un baile a ningún caballero. Sin embargo, lo peor estaba por llegar.

– ¿El segundo, entonces? -Insistió el señor Huxtable-. ¿O el tercero?

– Lo siento mucho, señor Huxtable -contestó Hannah con voz pesarosa-. Los tengo todos comprometidos. Quizá en otra ocasión.

El caballero se despidió con una reverencia y se alejó.

– ¿Hannah? -dijo Barbara.

– Bailaré todas las piezas -le aseguró su amiga-. Nunca hay que parecer ansiosa, Babs.

Y en ese momento volvió su séquito, compitiendo por llamar su atención.

«Qué embustes más descarados y raros», pensó Barbara. ¿Se podía atraer a un hombre llamando su atención para luego desdeñarlo? ¿Así se lograba que un desconocido se convirtiera en un amante?

Esperaba que no. Porque estaba convencida de que Hannah cometería un error garrafal si se enredaba con un amante. Y el señor Huxtable, aunque parecía el perfecto caballero, también parecía muy peligroso. El tipo de hombre que se cansaba pronto de que jugaran con él.

Ojalá acabara por darle la espalda a Hannah cuando llegase el momento.

Y en ese instante sus pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada de un caballero que se mostró interesado en conocerla. En cuanto Hannah los presentó, el caballero le hizo una reverencia sin soltarle la mano y la invitó a bailar la pieza inaugural.

Estuvo tentada de echarse un vistazo a los pies para comprobar que, efectivamente, seguía teniendo dos. De repente, se le secó la boca, el corazón comenzó a latirle con mucha fuerza y deseó estar con Simón.

– Gracias -contestó con una sonrisa serena mientras colocaba la palma de la mano en el brazo que el caballero le ofrecía. No recordaba su nombre.

Entretanto, Hannah hacía alarde del atributo más importante que había adquirido a lo largo de los últimos once años: la paciencia. Nunca debía mostrarse ansiosa. Por nada. Mucho menos cuando estaba empeñada en conseguir algo. Y estaba empeñada en conseguir a Constantine Huxtable. Había descubierto que era más atractivo de lo que lo recordaba, y estaba segura de que sería un amante satisfactorio. Posiblemente el término «satisfactorio» se quedara corto, de hecho.

Y también sabía que él no creía desearla como amante. Ese hecho le quedó muy claro durante el encuentro en Hyde Park. Se había limitado a mirarla con expresión glacial desde la posición ventajosa que le ofrecía su montura y ella había llegado a la conclusión de que la despreciaba. Como muchos otros, por supuesto, que ni siquiera la conocían. Aunque, para ser justos, la culpa era solo suya. Sin embargo, la seguían. Y no podían apartar los ojos de ella.

El duque la había enseñado no solo a hacerse notar, sino también a ser irresistible.

«Nadie admira la timidez ni el recato, amor mío», le dijo en una ocasión al comienzo de su matrimonio, cuando Hannah poseía un exceso de ambas cualidades. «Amor mío» era su forma de referirse a ella. Nunca la había llamado «Hannah». De la misma forma que ella siempre lo había llamado «duque».

Había aprendido a no mostrarse tímida en ninguna situación. A no ser recatada en ninguna circunstancia. A ser paciente.


Tres noches después del baile, Hannah y Barbara se encontraban en un concierto privado en casa de los Heaton. Estaban con el resto de los invitados que habían llegado temprano en una antesala oval, disfrutando de una copa de vino mientras aguardaban el momento de ocupar sus asientos en la sala de música. Como siempre, las rodeaba un séquito de admiradores y amigos de Hannah. Dos de ellos rivalizaban por el honor de ocupar un asiento a su lado durante la velada. Podría haberles recordado que en realidad había dos lugares que ocupar junto a ella, pero tal vez el argumento no satisficiera a ninguno de los dos.

Hannah se abanicaba la cara despacio cuando reparó en la llegada de los condes de Sheringford, una pareja cuyo matrimonio, celebrado hacía ya varios años, fue la culminación de un escándalo monumental, aunque la pareja parecía haber encontrado la felicidad.

La condesa la vio y la saludó con una sonrisa. El conde también lo hizo, aunque añadió un breve saludo con la mano. Con ellos se encontraba el señor Huxtable. Claro, pensó, era familia de la condesa, quien a su vez era la hermana del conde de Merton. El señor Huxtable las saludó, a Barbara y a ella, con una inclinación de cabeza, pero sin sonreír.

El resto de los ocupantes de la estancia perdió lustre en su presencia. Tenía que ser su amante. Lo sería. Se negaba a dudarlo.

«Si deseas algo, amor mío, jamás lo conseguirás. "Desear" es una palabra timorata, despreciable. Implica que se está seguro de no poder conseguir lo que se desea, implica la certeza de saberse poco merecedor de dicho deseo y de que solo se tendrá una posibilidad si se produce un milagro. Lo que debes hacer en cambio es esforzarte en lograr las cosas y las conseguirás. Los milagros no existen.»

– Me temo que no puedo sentarme con usted, lord Netherby -dijo con la intención de ponerle fin a la disputa entre sus dos admiradores-, aunque le agradezco la invitación. -No le hizo falta alzar la voz. Todos los que se encontraban a su alrededor guardaron silencio para escuchar lo que estaba a punto de decir-. Ni tampoco me sentaré a su lado, sir Bertrand. Lo siento. Voy a sentarme con el señor Huxtable. Hace una semana a Babs y a mí nos fue imposible aceptar su invitación a tomar el té cuando nos encontramos en Bond Street. Y tampoco pude bailar con él en la fiesta de los Merriwether hace unas noches. De modo que hoy me sentaré a su lado. -Cerró el abanico y se llevó el extremo a los labios fruncidos mientras miraba al señor Huxtable.

El aludido no mostró reacción alguna. Ni sorpresa, ni desdén, ni satisfacción. Era evidente que no se pavoneaba como solían hacer los demás hombres, los muy tontos. Aunque tampoco le dio la espalda y se alejó.

Lo que fue todo un alivio.

– Buenas noches, duquesa -la saludó una vez que se acercó a ella, después de que su séquito se apartara para dejarlo pasar-. Esto está muy concurrido, ¿no le parece? Veo que la sala de música está más despejada. ¿Le apetece dar un paseo hasta allí?

– Me parece bien -contestó ella al tiempo que le ofrecía su copa a un caballero situado a su izquierda a fin de tomar el brazo del señor Huxtable.

Los Park estaban hablando con Barbara, comprobó, después de haber sido presentados. Su segundo hijo era clérigo, si mal no recordaba.

En ese momento reparó en la solidez del brazo que había aceptado. Un brazo ataviado de negro salvo por el almidonado puño blanco que se veía en la muñeca. La mano era morena, de dedos largos y uñas bien arregladas, aunque no tenía nada de suave. Más bien lo contrario. Parecía haber desempeñado algún trabajo duro en algún momento. El dorso de esa mano estaba salpicado de vello oscuro. Era más alto que ella, de modo que su hombro quedaba por encima del suyo. Llevaba una colonia que saturó su olfato de un modo muy agradable. No pudo identificarla.

La sala de música estaba ciertamente casi desocupada. Este tipo de entretenimientos nunca empezaba a la hora dispuesta. Dieron un paseo tranquilo por el perímetro de la estancia.

– De modo -comenzó él, volviendo la cabeza para mirarla-, que me ofrece sentarme a su lado esta noche como compensación por sus anteriores desaires. ¿No es así, duquesa?

– ¿Se sintió desairado? -le preguntó ella a su vez.

– Más bien entretenido -respondió el señor Huxtable.

Hannah volvió la cabeza para mirar esos ojos tan oscuros cuya expresión era imposible de descifrar.

– ¿Entretenido, señor Huxtable? -Enarcó las cejas.

– Es entretenido ver a un titiritero manejar los hilos de su marioneta y comprobar que no se mueve porque dichos hilos no existen -contestó él.

«¡Vaya!», exclamó Hannah para sus adentros. Un conocedor del juego que se negaba a seguir las reglas. «Mis reglas», precisó. Su respuesta mejoró la imagen que tenía de él.

– Pero ¿no es curioso ver cómo la marioneta acaba moviéndose pese a todo y demuestra así que no es una marioneta, sino que lo hace porque le encanta bailar? -replicó.

– Duquesa -dijo el señor Huxtable-, resulta que a la marioneta no le gusta bailar en el coro. Lo encuentra demasiado… ordinario. De hecho, se niega a ser una insignificante parte más del cuerpo de baile en cuestión.

De modo que estaba fijando sus propias normas…

– Se podría arreglar el asunto para que la marioneta bailara en solitario, señor Huxtable. O tal vez en un dúo. Sí, definitivamente un dúo sería perfecto. Y si demuestra ser una pareja excelente, como estoy segura de que será el caso, podría conseguir el puesto de primer bailarín en exclusiva para toda la temporada. Ya no habría necesidad de un cuerpo de baile. De hecho, sería despedido.

Habían llegado a la parte delantera de la sala de música y siguieron caminando entre el estrado donde descansaban los instrumentos de la orquesta y la primera fila de sillas doradas con asientos de terciopelo.

– ¿Eso quiere decir que al principio estará a prueba? -preguntó él-. ¿Una especie de audición?

– No creo que sea necesario -respondió Hannah-. No lo he visto bailar, pero estoy convencida de que posee un talento superlativo.

– Duquesa, es usted demasiado benévola y confiada -replicó el señor Huxtable-. Tal vez el bailarín se muestre más cauto. Al fin y al cabo, si va a formar parte de un dúo, se le debería ofrecer la oportunidad de examinar a su futura pareja para descubrir si es una bailarina tan experimentada como él y si su estilo se ajusta a lo que busca para toda una temporada a fin de evitar aburrirse a las primeras de cambio.

Hannah abrió el abanico con la mano libre y comenzó a moverlo delante de su cara. La sala de música no estaba concurrida, pero el ambiente resultaba cargado y caluroso.

– «Aburrirse», señor Huxtable -repitió-, es una palabra que la bailarina no contempla en su vocabulario.

– ¡Ah, pero él sí!

La réplica podría haberla ofendido, indignado o ambas cosas a la vez. Sin embargo, se sentía muy complacida. El verbo «aburrirse» ocupaba un lugar importante en su vocabulario, de modo que acababa de soltar otra mentira. Barbara se enfadaría con ella si la escuchara. Menos mal que no había oído ni una palabra de la conversación. Su amiga se habría muerto de la impresión. Casi todos los caballeros que Hannah conocía eran aburridos. En el fondo no deberían colocarla en un pedestal ni adorarla. Los pedestales podían ser lugares yermos y solitarios, y adorar a alguien era ridículo cuando se trataba de una simple mortal.

Giraron al llegar al extremo y continuaron por el lateral de la estancia.

– ¡Vaya! -Exclamó Hannah-. Ahí están los duques de Moreland. ¿Le apetece que los saludemos?

El duque era primo del señor Huxtable, el que se parecía tanto a él. De hecho, podrían pasar fácilmente por hermanos.

– Parece que no nos queda otra -lo oyó murmurar mientras lo instaba a acercarse a la pareja.

Los duques se mostraron muy amables con ella, pero muy fríos con él. Hannah creyó recordar que había algún tipo de distanciamiento entre los primos. Sin embargo, se contuvo antes de censurarlos por haber discutido aun siendo familia. Al fin y al cabo, sería como si la sartén le dijera al cazo que se apartara para no tiznarla…

Su primera impresión había sido acertada. El duque era el más guapo de los dos. Sus rasgos tenían una perfección clásica y contaba con el sorprendente azul de unos ojos que a priori se esperaban castaños. Sin embargo, el señor Huxtable era el más atractivo. En su opinión, por supuesto, lo que era perfecto, teniendo en cuenta que el duque estaba casado.

– El señor Huxtable y yo vamos a ocupar nuestros asientos -dijo Hannah antes de que la situación se volviera más tensa todavía-. Estoy cansada después de pasar tanto rato de pie.

Todos se despidieron con sonrisas y gestos de cabeza, y el señor Huxtable la llevó hasta una silla situada en el centro de la cuarta fila.

– No es muy prometedor que a una bailarina le duelan los pies por no haberse sentado durante una hora.

– ¿Me ha oído usted decir que sea una bailarina? -replicó ella-. ¿Por qué está enfadado con el duque de Moreland?

– A riesgo de parecer descortés, duquesa -respondió-, me siento obligado a decirle que no es de su incumbencia.

Hannah suspiró.

– Pero sí que lo es. O lo será. Insistiré en conocer todo lo referido a su persona.