Esos ojos oscuros se clavaron en los suyos.

– Siempre y cuando le ofrezca el papel de bailarina después de la audición, ¿no?

– Señor Huxtable -replicó ella al tiempo que le daba unos golpes con el abanico en el brazo-, después de la audición me suplicará usted que acepte el papel. Aunque no hace falta que yo se lo diga, porque ya lo sabe. De la misma forma que yo sé que en su caso la audición es innecesaria. Espero que sea un hombre misterioso, con más secretos por descubrir aparte del motivo del distanciamiento con su primo. Lo espero de todo corazón. Claro que estoy segurísima de que no me decepcionará.

– Ya veo, duquesa -repuso él-, que es usted un libro abierto. Tendrá que ingeniárselas de alguna manera a fin de mantenerme interesado, ya que no podré desvelar sus inexistentes secretos.

Hannah esbozó una leve sonrisa y entornó los párpados.

– La estancia comienza a llenarse -comentó-. Creo que el concierto empezará dentro de un cuarto de hora más o menos. Sin embargo, todavía no hemos hablado de nada importante, señor Huxtable. ¿Qué le parece el clima del que estamos disfrutando últimamente? Demasiado bueno para esta fecha, ¿verdad? ¿Cree que lo pagaremos con un verano desapacible? Esa es la creencia popular, ¿cierto? ¿Qué opina usted?

– En mi opinión, duquesa -contestó-, un calor excesivo para la época del año en la que estamos no la asusta. Su naturaleza optimista sin duda espera que vengan más días calurosos a medida que la primavera dé paso al verano.

– Sí que debo de ser un libro abierto -replicó ella-. Me ha calado por completo. No me diga que es de los que prefieren una primavera fresca con la esperanza de que el verano resulte medianamente caluroso. ¡Es griego!

– Medio griego -precisó el señor Huxtable-, y medio inglés. Dejaré que descifre qué pertenece a cada parte.

Los invitados comenzaron a ocupar las sillas que tenían a su alrededor y la conversación se generalizó entre la audiencia hasta que lord Heaton subió al estrado y se hizo el silencio en espera del comienzo del concierto.

Hannah dejó que el abanico colgara de su muñeca y colocó una mano con disimulo en el brazo del señor Huxtable.

Todo había sido muy desconcertante. Después de haberlo rechazado premeditadamente tanto en Bond Street como en la fiesta de los Merriwether, había decidido dar un paso adelante esa noche y retroceder la siguiente vez que se encontraran. La verdad era que no tenía prisa. Los preliminares podían ser tan emocionantes como el juego en sí.

Sin embargo, el señor Huxtable se había negado a dejarla jugar a su manera. Y en vez de dar un pasito hacia delante, Hannah tenía la sensación de haber avanzado al menos un kilómetro esa noche. Se sentía casi sin aliento.

Y rebosante de emoción.

No obstante, no iba a permitir que fuese él quien dijera la última palabra. No tan pronto. De hecho, jamás se lo permitiría.

– Veo que el señor Minter ha llegado tarde -comentó una hora después, durante el intermedio, mientras los asistentes se ponían en pie para charlar e ir en busca de una copa de vino-. Debo ir a regañarlo. Me suplicó que me sentara a su lado esta noche y como me dio pena, acepté. Supongo que será mejor que me siente con él durante el resto de la velada. El pobre está muy solo.

– Sí -convino el señor Huxtable, hablándole al oído-, supongo que será mejor que se vaya, duquesa. Si sigue a mi lado, es posible que acabe viéndola como a una descocada.

Hannah lo reprendió dándole unos golpecitos con el abanico en el brazo y se lanzó en pos del incauto señor Minter, que seguramente ni siquiera estuviera al tanto de su presencia esa noche en el concierto.

CAPÍTULO 04

Las amantes primaverales de Con, como Monty las apodó en una ocasión, eran seleccionadas casi exclusivamente de entre las viudas de la alta sociedad. Tenía como regla no visitar los burdeles ni pagar por los servicios de una cortesana o de una actriz. Por supuesto, tampoco miraba a las señoras casadas, aunque una sorprendente cantidad de damas en dicho estado civil se molestara en indicarle su disponibilidad. Tampoco miraba a las solteras. Al fin y al cabo Con quería una amante, no una esposa.

Según había descubierto, muchas viudas no tenían prisa por volver a casarse. Aunque la mayoría acababa haciéndolo, estaban encantadas de pasar unos años disfrutando de su libertad y de los placeres sensuales de una relación ocasional.

Casi siempre se buscaba una amante para la temporada social. Rara vez más de una, y nunca a la vez. Sus amantes solían ser mujeres guapas y más jóvenes que él, aunque no consideraba que la belleza o la edad fueran requisitos indispensables. Le gustaban las mujeres discretas, elegantes y lo bastante inteligentes como para conversar de diversos temas interesantes. Por supuesto, buscaba cierto grado de compañerismo en una amante, además de gratificación sexual.

¿Y ese año?

Se encontraba en la mansión Fonteyn, en Richmond, concretamente en la amplia terraza adoquinada situada detrás de la casa, aunque «detrás» y «delante» eran términos relativos en ese caso. La fachada delantera estaba orientada hacia el camino, por el que llegaban los carruajes, y no era nada del otro mundo. La parte posterior, en cambio, tenía vistas al río Támesis, y entre el río y la mansión había un amplio espacio ocupado por la terraza; por una amplia escalinata flanqueada por parterres de flores; por un prado en ligera pendiente delimitado a un lado por un cenador y una pequeña huerta y al otro por una hilera de invernaderos; y otra terraza, esa pavimentada, paralela al río. Un pequeño embarcadero se internaba en el agua para la comodidad de quien quisiera usar alguno de los botes que estaban amarrados a cada lado.

Y en ese momento la parte posterior de la mansión, que podría ser considerada la verdadera fachada, estaba bañada por la luz del sol aunque la brisa fría impedía que hiciera calor, como era de esperar en esa época del año. Era una estampa muy pintoresca y decididamente agradable.

Los Fonteyn se habían arriesgado mucho al organizar un almuerzo en el jardín nada más comenzar la temporada social, mucho antes de que alguien se atreviera a jugársela con el tiempo. Por supuesto, la mansión contaba con un espacioso salón de baile y con un salón igual de espacioso, y sin duda habría otras estancias lo bastante grandes como para acomodar a todos los invitados en el caso de que se estropease el tiempo o de que lloviera.

Ese año había una viuda nueva en la ciudad, y se estaba ofreciendo prácticamente en bandeja y con poca sutileza para ocupar el puesto de su amante. Siempre y cuando se obviara la evidente treta de hacerse la inalcanzable, por supuesto. Le había hecho muchísima gracia su comportamiento en Bond Street y en el baile de los Merriwether.

En ese instante la dama volvía a la carga. Estaba en el prado no muy lejos de la huerta, cogida del brazo de lord Hardingraye, uno de sus antiguos amantes, que había llegado hacía media hora. Se encontraban rodeados por otros invitados, tanto hombres como mujeres, y la duquesa estaba totalmente concentrada en el grupo mientras hacía girar una sombrilla muy elegante. Inevitablemente, era blanca, como el resto de su atuendo. Vestía casi siempre de blanco, aunque jamás repetía vestido. Impresionante logro.

No había mirado ni una sola vez hacia donde él estaba. Un detalle que solo podía tener dos explicaciones: o no lo había visto todavía o ya no tenía interés en entablar una relación, del tipo que fuera, con él.

Sabía perfectamente que ninguna de esas explicaciones era la verdadera.

Estaba decidida a atraparlo. Y desde luego que lo había visto. No estaría dándole la espalda con tanto empeño si no lo hubiera visto.

La situación le hizo gracia.

Le dio un trago a su bebida y siguió con la conversación que mantenía con su grupo de amigos. No tenía prisa por acercarse a ella. De hecho, no tenía intención de dar el primer paso. Si quería darle la espalda toda la tarde, le traía sin cuidado.

Sin embargo, empezó a darle vueltas a la pregunta que llevaba preocupándolo esos tres días mientras reía con sus contertulios y observaba a los recién llegados, saludando a unos con una mano y a otros con una sonrisa.

¿De verdad quería a la duquesa de Dunbarton por amante?

Había respondido con un no rotundo a esa pregunta en Hyde Park, y lo había dicho en serio.

La mayoría de los hombres habría considerado que esa pregunta era ridícula, por supuesto. La duquesa era, al fin y al cabo, una de las mujeres más guapas que había visto en la vida y, en el caso de ser posible, había mejorado con la edad. Seguía siendo relativamente joven y sexualmente atractiva. Era una mujer solicitadísima… y se quedaba corto. Podría escoger a cualquier hombre como amante, los casados incluidos.

Pero…

Algo lo hacía titubear, y no sabía muy bien por qué.

¿Por el hecho de que hubiera sido ella quien lo había elegido? Sin embargo, no había razón para que una mujer no persiguiera lo que deseaba con el mismo celo que un hombre. Cuando él se decantaba por una mujer, siempre la perseguía con insistencia hasta que capitulaba… o no. Además, ¿no era halagador que una mujer guapa y atractiva que podría tener a cualquiera lo escogiese a él?

¿Se debía entonces a que le parecía demasiado dispuesta? ¿Acaso no había tenido un sinfín de amantes en vida del difunto duque? ¿No era lo normal que siguiera con la misma tónica cuando por fin era libre, no solo del duque sino del obligatorio año de luto? No obstante, nunca se había amedrentado por la competencia. Además, si al final la duquesa decidía entretener a más amantes aparte de él, siempre podía cortar la relación. Al fin y al cabo, no buscaba amor ni nada que se pareciera a un compromiso conyugal. Solo buscaba una amante. Su corazón no se involucraría.

Y durante el concierto de los Heaton le había insinuado que mientras fuera su amante, no habría sitio para ninguno más.

¿Se debía entonces a que ella era como un libro abierto, tal como le había dicho durante el concierto? Todo el mundo la conocía. Pese a la mirada lánguida y a la leve sonrisa que no abandonaba sus labios, la duquesa no encerraba ningún misterio, no se ocultaba bajo múltiples capas que ir apartando, como los pétalos de una rosa.

Salvo por su ropa.

Era imposible saber qué aspecto tendría una mujer desnuda, sin importar las veces que se admirara su cuerpo vestido. Era imposible saber qué se sentiría al tocarla, cómo se movería, qué sonidos emitiría cuando…

– Constantine -lo llamó su tía, lady Lyngate, la hermana de su madre, que se había acercado a él por detrás y le había colocado una mano en el brazo-, dime que todavía no has ido hasta la orilla. O si lo has hecho, miénteme y dime que estarás encantado de acompañarme.

Le cubrió la mano con la suya y la miró con una sonrisa.

– No te mentiría, tía María, aunque hubiera estado una docena de veces en la orilla, cosa que no ha sucedido -le dijo-. Siempre es un placer acompañarte a donde quieras ir. No sabía que estabas en la ciudad. ¿Cómo te encuentras? Los años y las canas te sientan de maravilla. Te otorgan una gran elegancia.

Tampoco mentía al decir eso. Su tía debía de rondar los sesenta y todavía se volvían a mirarla.

– En fin -replicó ella con una carcajada-, creo que es la primera vez que alaban mis canas.

Seguía teniendo el pelo muy oscuro, pero sus sienes comenzaban a aclararse de un modo muy atractivo. Era la madre de Elliott, el duque de Moreland, pero nunca le había retirado el saludo a pesar de que su hijo apenas le hablaba. Y lo mismo sucedía con las hermanas de Elliott.

– ¿Cómo está Cece? -le preguntó mientras conducía a su tía a la escalinata por la que se descendía hasta el prado. Se refería a Cecily, la vizcondesa de Burden, la benjamina de la familia y su prima preferida-. ¿Tendrá pronto a su hijo?

– Tan pronto que Burden y ella se han quedado en el campo este año -contestó su tía-, para el deleite de sus otros dos hijos, estoy segura. Es una idea magnífica la de colocar las mesas en la terraza junto al río. Así se puede disfrutar de los refrigerios junto a la orilla.

Hicieron justo eso. Estuvieron unos diez minutos sentados hasta que se les unieron tres amigos de su tía, una dama y dos caballeros.

– Lady Lyngate, ¿tendría la amabilidad de apiadarse de mí? Siempre y cuando su sobrino pueda prescindir de su presencia -le preguntó el caballero soltero después de un rato de conversación-. Hemos bajado a la terraza para dar una vuelta en bote, pero soy de la opinión de que tres son multitud. Por favor, acompáñenos para así ser cuatro.

– ¡Por supuesto! -accedió ella-. ¡Qué idea más maravillosa! Constantine, ¿me disculpas?

– Muy a regañadientes -respondió, guiñándole un ojo a su tía.