Los observó subirse a un bote que acababa de quedarse libre y uno de los caballeros se hizo cargo de los remos para alejarse por el río.
– ¿Está solo, señor Huxtable? -Preguntó una voz conocida a su espalda-. Sería un desperdicio dejar solo a un caballero tan disponible.
– Estaba esperando a que usted me viera y se apiadara de mí -replicó al tiempo que se ponía en pie-. Siéntese conmigo, duquesa.
– No tengo hambre ni sed, ni tampoco necesito un descanso -dijo ella-. Lléveme a los invernaderos. Quiero ver las orquídeas.
¿Alguna vez alguien le decía que no?, se preguntó Con mientras le ofrecía el brazo. Cuando anunció en la velada musical de los Heaton que se sentaría con él durante el concierto, ¿se le ocurrió que podía acabar muy avergonzada si él se negaba? Claro que ¿por qué temerle al rechazo cuando hasta el cascarrabias y arisco duque de Dunbarton había sucumbido a sus encantos después de llevar resistiendo los de las demás mujeres más de setenta años?
– Me he sentido ofendidísima -comentó ella cuando aceptó su brazo-. No se ha acercado a saludarme al llegar.
– Me parece que yo he llegado antes, duquesa. Y usted no se ha acercado a saludarme.
– ¿Ahora resulta que es la mujer la que debe dejar lo que esté haciendo para saludar al hombre?
– ¿Tal como acaba de hacer? -preguntó a su vez, mirándola.
No llevaba bonete ese día, sino un absurdo sombrerito, inclinado de forma muy sofisticada sobre la ceja derecha y que le quedaba, por supuesto, perfecto. Los rizos rubios lo rodeaban con un estilo desenfadado que su doncella posiblemente habría tardado una hora en conseguir. El vestido de muselina blanca, según comprobaba de cerca, estaba bordado con capullitos de rosas en un tono muy claro.
– Señor Huxtable, está muy feo que me lo eche en cara -replicó ella-. ¿Qué otra alternativa me ha dejado? Habría sido muy aburrido volver a casa sin hablar con usted.
Pasearon por el prado en diagonal, en dirección a los invernaderos. Con se dejó llevar por la sensación de inevitabilidad. La duquesa estaba decidida a conquistarlo. Y pese a sus dudas, reconocía que la idea de ser conquistado no le resultaba desagradable.
Acostarse con ella sería toda una aventura llena de emociones fuertes, no le cabía la menor duda. ¿Una lucha por hacerse con el control, tal vez? ¿Y un enorme placer mutuo mientras luchaban?
En ocasiones, pensó, las perspectivas de un placer sensual extraordinario bastaban para entablar una relación. Los secretos de una personalidad digna de explorar podrían esperar hasta el año siguiente, hasta la siguiente amante.
Estaba rindiéndose sin apenas oponer resistencia, se dijo. Lo que quería decir que la duquesa era una experta en el arte de la seducción. Nada sorprendente, por supuesto. Y no debería echárselo en cara cuando empezaba a disfrutar al dejarse seducir.
– ¿Dónde está la señorita Leavensworth esta tarde? -le preguntó.
– El señor y la señora Park la han invitado a visitar algún museo -contestó ella-, y ha preferido acompañarlos a venir conmigo a esta fiesta. ¿Puede creérselo, señor Huxtable? Después de la visita la llevarán a cenar y luego irán a la ópera.
La notó estremecerse con delicadeza.
– ¿Nunca ha estado en la ópera, duquesa? -Quiso saber-. ¿Ni en un museo?
– Por supuesto que sí -respondió ella-. Ya sabe que no se puede parecer una ignorante ni una palurda a ojos de nuestros pares. Hay que demostrar interés en los temas culturales.
– Pero ¿nunca ha disfrutado de esas visitas? -insistió.
– Disfruté mucho viendo el carruaje de Napoleón Bonaparte en… Bueno, en algún museo -respondió Hannah, agitando la mano con la que sujetaba la sombrilla para restarle importancia al asunto-. El carruaje que usó para trasladarse a la batalla de Waterloo, quiero decir. No pudo ir montado a caballo porque sufría de hemorroides. ¿Lo sabía? El duque me lo contó y también me explicó qué eran las hemorroides. Parecen muy dolorosas. Tal vez el duque de Wellington ganó la batalla por las hemorroides de Napoleón. Me pregunto si los libros de historia contarán ese pequeño detalle.
– Seguramente no -replicó él con sorna-. Sin duda alguna la historia preferirá perpetuar la versión actual, según la cual Wellington aparece como un héroe grandioso e invencible que ganó la batalla gracias a la fuerza de su grandeza y de su invencibilidad.
– Eso creo yo también -convino ella-. Es lo que me dijo el duque. Mi duque, me refiero. Una vez me llevó a ver las estatuas de lord Elgin y no me escandalicé al ver todos esos cuerpos desnudos. Ni siquiera me impresionaron. Solo eran pálido mármol. Preferiría ver a un hombre de carne y hueso. Un griego, quiero decir. Con la piel morena por el sol, no una fría estatua de piedra. Por supuesto, ningún hombre real podría tener una belleza tan perfecta. -Suspiró y su sombrilla volvió a girar.
«Bruja», pensó Constantine.
– ¿Y qué me dice de la ópera? -le preguntó.
– Nunca he entendido el italiano -contestó ella-. Sería aburridísimo de no ser por toda esa pasión y por la tragedia de ver que todo el mundo muere sobre el escenario. ¿Se ha dado cuenta de que los personajes moribundos cantan maravillosamente justo antes de perecer? Qué desperdicio. Preferiría ver toda esa pasión dedicada a la vida.
– Sin embargo, eso es precisamente lo que sucede, dado que las óperas se escriben para cantantes vivos y para una audiencia compuesta por personas vivas más que para un personaje moribundo -repuso Huxtable-. La pasión se dedica a la vida.
– Jamás volveré a ver una ópera con los mismos ojos -afirmó la duquesa, que hizo girar la sombrilla una vez más antes de cerrarla al llegar al primer invernadero-. Ni a escucharla de la misma manera. Muchas gracias, señor Huxtable, por su explicación. Debe llevarme una noche para poder disfrutarla correctamente en su presencia. Invitaré a unas cuantas personas.
Había mucha humedad y hacía calor dentro del invernadero. La parte central estaba ocupada por enormes maceteros cuajados de helechos y el perímetro, rodeado por naranjos que se alzaban por delante de las paredes de cristal. El lugar estaba desierto.
– ¡Qué bonito! -Exclamó ella, que seguía junto a los helechos del centro con la cabeza hacia atrás para disfrutar del aroma de la vegetación-. ¿No cree que sería maravilloso vivir para siempre en una tierra tropical, señor Huxtable?
– Un calor abrasador-señaló él-. Insectos. Enfermedades.
– ¡Vaya! -La duquesa bajó la cabeza y lo miró-. La fealdad en medio de la belleza. ¿Es de la opinión de que siempre hay fealdad? ¿Aunque algo sea muy, muy hermoso? -De repente, sus ojos parecieron enormes e insondables. Y tristes.
– No siempre -contestó Huxtable-. De hecho, prefiero pensar lo contrario, que siempre hay una belleza indestructible en medio de la oscuridad.
– Indestructible -repitió ella en voz baja-. Eso quiere decir que es usted optimista.
– ¿Qué otra cosa se puede ser si pretendemos llevar una existencia tolerable? -replicó.
– Es muy fácil caer en la desesperanza. Siempre vivimos al borde de la tragedia, ¿no le parece?
– Sí -respondió él-. El secreto estriba en no ceder nunca al impulso de saltar voluntariamente por ese precipicio.
La duquesa siguió mirándolo a los ojos. No entornó los párpados, se percató. Sus labios no esbozaron ninguna sonrisa. Pero sí estaban ligeramente entreabiertos.
Parecía… distinta.
La parte racional de su cerebro le dijo que no había nadie más en ese invernadero en concreto y que se encontraban ocultos a la vista de los demás.
Inclinó la cabeza y le rozó los labios con los suyos. Los tenía cálidos y suaves, ligeramente húmedos, y rendidos a su beso. Recorrió con la lengua la estrecha abertura que había entre ellos, el contorno del labio superior y por último el labio inferior, tras lo cual le introdujo la lengua en la boca. Sus dientes no le impidieron el paso. Le acarició el cielo de la boca con la lengua antes de retirarla y apartar la cabeza de ella.
El beso lo dejó con un regusto a vino y a mujer sensual.
La miró a los ojos y ella le devolvió la mirada unos instantes hasta que se produjo un sutil cambio en su expresión. La vio entornar los párpados de nuevo y esbozar una sonrisa, recuperando así su habitual compostura. Tuvo la sensación de que se estaba colocando una máscara.
Lo que planteaba una posibilidad muy interesante.
– Señor Huxtable, espero que cumpla la promesa implícita en ese beso. Me llevaría una tremenda decepción de no ser así.
– Lo comprobaremos esta noche -replicó.
– ¿Esta noche? -Enarcó las cejas al escucharlo.
– No debe quedarse sola -le dijo-, mientras la señorita Leavensworth cena fuera y va a la ópera. Seguro que se sentiría sola y aburrida. Así que cenará conmigo.
– ¿Y después? -Mantuvo las cejas enarcadas.
– Y después disfrutaremos de un suculento postre en mi dormitorio -contestó Constantine.
– ¡Oh! -Parecía estar considerando la posibilidad-. Pero tengo otro compromiso esta noche, señor Huxtable. Qué contrariedad. Tal vez otro día.
– No -repuso él-, nada de otro día. Nada de juegos, duquesa. Si me quiere, será esta noche. No en otro momento, cuando considere que ya me ha torturado bastante.
– ¿Se siente torturado? -quiso saber ella.
– Vendrá esta noche -le dijo- o no lo hará nunca.
La duquesa lo miró en silencio un instante.
– ¡Por el amor de Dios! Creo que lo dice en serio -comentó ella.
– Así es -le aseguró.
Y hablaba en serio. Ya le había advertido que no sería su marioneta. Y aunque el coqueteo era entretenido, no podía alargarse indefinidamente.
– ¡Caray! -exclamó ella-. Me encantan los hombres dominantes e impacientes. Me resulta muy emocionante, ¿sabe? Aunque no tengo intención de dejarme dominar, señor Huxtable. Mucho menos por un hombre. Jamás. Pero creo que voy a tener que decepcionar al caballero a quien prometí ver esta noche. Lo cierto es que solo me ha invitado a cenar, pero sin postre. O sin postre suculento, para ser más exactos. Suena tan delicioso que no me puedo resistir.
– Es un postre que solo puede consumirse en pareja -repuso él-. Y lo consumiremos esta noche. Le enviaré…
La duquesa lo interrumpió justo cuando se percataba de que alguien abría la puerta.
– Pero solo son helechos -la oyó decir con voz desdeñosa-. Puedo ver helechos en cualquier camino de Inglaterra. Quiero ver las orquídeas. Lléveme a verlas, señor Huxtable.
– Será un placer, duquesa -replicó al tiempo que ella se cogía de su brazo.
– Y después puede llevarme a tomar el té en la terraza superior -continuó ella antes de intercambiar los saludos de rigor con el grupo de invitados que entraba en ese momento en el invernadero.
– Las orquídeas están en el tercer invernadero, excelencia -informó la señorita Gorman.
– Ah, gracias. Muy amable. -La duquesa le sonrió-. Hemos empezado por el extremo equivocado.
Y así fue como cerraron el trato, pensó Con mientras salían al sol primaveral en busca de las orquídeas. Tenía una amante para esa temporada social. Un acuerdo muy satisfactorio en muchos aspectos, sobre todo porque la relación se consumaría esa misma noche. Llevaba célibe demasiado tiempo.
Pero… ¿no en todos los aspectos?
¿A pesar de que la duquesa era una criatura hermosa, atractiva y fascinante que al parecer lo deseaba tanto como él la deseaba a ella?
No sabía por qué ese año le parecía distinto a los demás.
«Siempre debes contar con el poder de lo inesperado, amor mío», le dijo el duque en una ocasión a Hannah. «También debes tener en cuenta que no se debe usar con demasiada frecuencia, o de lo contrario ya no será inesperado.»
– Las esmeraldas, por supuesto, Adele -le dijo Hannah a su doncella.
Tenía ropa y joyas de todos los colores alegres imaginables, aunque rara vez se ponía algo que no fuera blanco. Era lo que esperaba la gente de ella: ropa blanca y diamantes. Y, por supuesto, el blanco, incluidas todas las tonalidades posibles, siempre era más llamativo entre la multitud que cualquier color fuerte que los demás llevaran para lucirse. El duque también le había enseñado eso.
Esa noche, sin embargo, no estaría en medio de una multitud.
Y esa noche haría algo inesperado que desequilibraría al siempre seguro Constantine Huxtable.
Esa noche llevaría un vestido de satén verde esmeralda. Tenía un escote muy pronunciado y escandaloso, y brillaba a la luz de las velas a cada movimiento, creando un halo reluciente a su alrededor. Y esa noche iba a ponerse esmeraldas en vez de diamantes.
Y esa noche, lo que era todavía más inesperado, no se había recogido el pelo en la coronilla como acostumbraba, y como acostumbraban la mayoría de las damas. Se lo había recogido en la nuca con un pasador de esmeraldas. Por debajo del pasador, su pelo caía suelto por la espalda, en una desordenada cascada de rizos y ondas.
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