Un maullido la interrumpió. Al bajar la vista, Austin vio que un gatito gris salía de detrás del seto y se abalanzaba sobre el volante que la señorita Matthews arrastraba detrás de sí.
– ¡Ah, estás aquí! -Ella se agachó para recoger aquella bola peluda y le rascó detrás de las orejas-. ¿No has visto mi zapato en uno de tus viajes, diablillo? -le murmuró al gato-. Debe de haberse quedado enganchado en alguno de esos arbustos. -Se volvió hacia Austin-. ¿Le importaría mucho echar un vistazo?
Austin le clavó la mirada, intentando disimular su asombro. Si alguien le hubiese dicho que su búsqueda de soledad se convertiría en una misión de rescate del calzado de una chiflada, no lo habría creído. Una chiflada que le pedía que encontrase su zapato como si fuese un humilde lacayo. Hubiera debido indignarse y, tan pronto como se le pasaran esas ganas inexplicables de reír, sin duda se indignaría. Se acuclilló y se puso a examinar el seto del que había salido la señorita Matthews. Avistó el zapato perdido y lo sacó de los arbustos. Acto seguido se levantó y se lo entregó.
– Aquí lo tiene. -Gracias, señor.
Se levantó la falda unas pulgadas y deslizó el pie dentro del zapatito. Tenía unos tobillos hermosos y esbeltos, y unos pies sorprendentemente pequeños para una mujer que debía de medir metro setenta. No estaba de moda que las mujeres fueran tan altas, pero aun así su estatura era muy adecuada. Austin fijó la vista en su rostro. Su cabeza encajaría a la perfección en el hombro de él, y podría acceder con facilidad a esa boca increíblemente carnosa…
Una oleada de calor le recorrió el cuerpo. Maldita sea, ¿es que había perdido el juicio? Un vistazo a ese tobillo había bastado para ponerlo fuera de sí. Se obligó a apartar la mirada de sus labios y la posó sobre el satisfecho gatito que ella acunaba en sus brazos. El animal abrió la boca en un espectacular bostezo.
– Parece que Diantre está listo para la siesta -comentó Austin.
– ¿Diantre?
– Sí. Una de las gatas parió hace diez semanas. Cuando Mortlin, el mozo de cuadra, encontró la camada en el establo, exclamó: «¡Diantre, fíjate en todos esos gatitos!». -A su pesar, una sonrisa se dibujó en sus labios-. En realidad, deberíamos sentimos afortunados. La vez anterior, la gata parió en la cama de Mortlin, y los nombres con que bautizó a las bestezuelas fueron mucho más… floridos.
Se formó un hoyuelo a cada lado de la boca de la señorita Matthews.
– Vaya, por lo visto la gata está siempre muy ocupada.
– Así es, en efecto.
– Parece saber mucho sobre Diantre y su mamá. ¿Vive usted cerca de aquí?
Austin la miró fijamente, perplejo. Debía de ser la única mujer en todo el condenado reino que no lo conocía.
– Pues sí, vivo muy cerca.
– Me alegro por usted. Es un lugar precioso. -Instaló a Diantre más cómodamente en sus brazos-. Bueno, ha sido un placer charlar con usted, pero debo irme. ¿Podría indicarme dónde quedan las caballerizas?
– ¿Las caballerizas?
– Sí. -Sus ojos centellearon-. Para aquellos que no están familiarizados con la jerga americana, significa «lugar donde se guardan los caballos». Si Diantre vive allí, su madre debe de estar buscándolo.
– ¿Me permite acompañarla? -preguntó él, divertido.
El rostro de la señorita Matthews reflejó cierta sorpresa.
– Es muy amable de su parte, señor -titubeó-, pero no es necesario. Seguro que desea quedarse aquí para disfrutar de la soledad.
Sí, sin duda eso era lo que deseaba, ¿o no? Por otro lado, la idea de quedarse a solas con sus pensamientos no le parecía demasiado atractiva.
– ¿O quizá prefiere volver a la fiesta? -añadió ella al ver que él no le contestaba.
Austin reprimió un estremecimiento.
– Puesto que me he escapado de la fiesta hace sólo un rato, todavía no me muero por regresar.
– ¿De verdad? ¿Acaso no estaba pasándolo bien?
Austin contempló la posibilidad de responderle con una mentira cortés, pero decidió no hacerlo.
– Lo cierto es que no. Detesto estas soirées.
– Cielo santo -dijo ella, boquiabierta-, pensaba que eso sólo me ocurría a mí.
Él no pudo disimular su asombro. Todas las mujeres que conocía se desvivían por los bailes.
– ¿No estaba usted disfrutando con la fiesta?
Una expresión sombría asomó a los ojos de Elizabeth, que enseguida bajó la vista.
– No, me temo que no.
Resultaba evidente que alguien había tratado con poca amabilidad a la joven, alguno de los invitados que habían acudido a ese absurdo baile. No le costaba imaginar a las bellezas de la alta sociedad cuchicheando tras sus abanicos sobre la «advenediza de las colonias».
Las normas de cortesía dictaban que volviese a la casa y ejerciese su papel de anfitrión, pero no tenía ningunas ganas de hacerlo. Sospechaba que en ese preciso momento su madre estaría mirando a su alrededor con exasperación, preguntándose dónde estaba y cuánto tiempo pretendía seguir escondido. El hecho de saber que había por lo menos dos docenas de jóvenes casaderas que su madre estaba anhelando presentarle reforzaba su decisión de mantenerse alejado de la sala de baile.
– Está claro que ambos necesitábamos algo de aire fresco -dijo con una sonrisa-. Venga. La acompañaré a las cuadras, y en el camino podrá contarme su aventura con Diantre.
Elizabeth vaciló. Si tía Joanna se enteraba de que se encontraba en el jardín a solas con un caballero, a buen seguro que le dedicaría un sermón. Sin embargo, regresar a la fiesta se le antojaba de todo punto imposible considerando el aspecto lamentable que presentaba. Además, ya había sufrido bastante esa noche. Estaba harta de ser el centro de las miradas y de las críticas por el hecho de que le gustara conversar sobre otros temas que no fueran la moda y el tiempo. Y no era culpa suya que estuviese tan mal dotada para el baile ni que fuese más alta de lo que se consideraba apropiado. No sabía si ese caballero estaba al corriente de las bromas que circulaban sobre su nacionalidad y su modo de ser, pero en todo caso era lo bastante cortés para no demostrarlo.
– Soy consciente de que no cuenta en este momento con una señora de compañía -dijo él en un tono desenfadado-, pero le doy mi palabra de que no me fugaré con usted.
Elizabeth se convenció al fin de que no había nada malo en aceptar su propuesta.
– Por supuesto -respondió-. En marcha.
Arrastrando el volante detrás de sí y con Diantre en brazos, Elizabeth echó una ojeada furtiva a su acompañante. Menos mal que ella no era proclive a exhalar suspiros soñadores y románticos, pues éste era a todas luces un hombre capaz de arrancados. Su cabello, abundante y de un negro azabache, enmarcaba un rostro extremadamente apuesto, al que las sombras proyectadas por la luz de la luna daban un aire misterioso. Tenía una mirada penetrante e intensa, y cuando la había posado en ella hacía unos instantes, los dedos de los pies se le habían contraído involuntariamente dentro de los zapatos de baile. El caballero tenía los pómulos altos, la nariz recta y afilada, y una boca firme y sensual que Elizabeth había visto curvarse con ironía y que debía de resultar temible crispada en un gesto de ira.
A decir verdad, todo en él era atractivo. Pero no tenía sentido encandilarse con ese desconocido; en cuanto se percatase de lo mal que ella se desenvolvía en sociedad sin duda la rechazaría, como habían hecho tantos otros.
– Dígame, señorita Matthews, ¿con quién ha venido a este baile?
– Con mi tía, la condesa de Penbroke.
Los ojos de él reflejaron su extrañeza.
– ¿Ah sí? comentó-. Conocí a su difunto esposo, pero ignoraba que tuviesen una sobrina americana.
– Mi madre era la hermana de tía Joanna. Se estableció en Estados Unidos cuando se casó con mi padre, un médico americano. -Lo miró de reojo-. Mi madre nació y se crió en Inglaterra, de modo que soy medio inglesa.
– Entonces -dijo él, esbozando una sonrisa-, usted sólo es advenediza a medias.
– Oh, no -se rió ella-. Me temo que sigo siendo una advenediza de pies a cabeza.
– ¿Es su primera visita a Inglaterra?
– Sí.
Habría sido inútil decirle que no se trataba de una mera visita, que nunca volvería a su ciudad natal.
– ¿Y lo está pasando bien?
Ella titubeó, pero decidió decide la verdad pura y dura.
– Me gusta su país, pero la sociedad inglesa y sus normas me parecen un poco opresivas. Crecí en una zona rural donde gozaba de mucha libertad. No es fácil adaptarse.
Austin observó su atuendo.
– Está claro que le está costando abandonar la costumbre americana de arrastrarse entre las matas con su traje de noche.
Una risita brotó de los labios de Elizabeth.
– Sí, eso parece.
Las cuadras se alzaban ante ellos. Cuando ya se hallaban muy cerca, un gato tremendamente gordo salió por la puerta, emitiendo un fuerte maullido.
El caballero se inclinó para acariciar al animal.
– Hola, George. ¿Cómo está mi chica esta noche? ¿Echas de menos a tu bebé?
Elizabeth depositó a Diantre en el suelo y el gatito saltó de inmediato sobre George.
– ¿La madre de Diantre se llama George?
Todavía agachado, Austin alzó la vista hacia ella y sonrió.
– Sí. Mi mozo de cuadra le puso el nombre. No se enteró de que era una gata hasta que la vio parir. Mortlin sabe mucho de caballos, pero me temo que sus conocimientos sobre gatos son más bien escasos.
La sonrisa de Elizabeth se desvaneció cuando reparó en las implicaciones de estas palabras.
– ¿Su mozo de cuadra? ¿Estos gatos son suyos?
Austin se enderezó lentamente, maldiciéndose para sus adentros por ser tan descuidado. Ahora este agradable paréntesis estaba a punto de terminar.
– Sí, son míos.
– Cielo santo. -Elizabeth abrió mucho los ojos-. Entonces ¿ésta es su casa?
Austin se volvió hacia la mansión que se alzaba a lo lejos. Era allí donde vivía, pero desde hacía más de un año no la consideraba su hogar.
– Sí, Bradford Hall me pertenece.
– Entonces usted debe de ser… -Se inclinó en una torpe reverencia-. Perdonadme, excelencia. No me había dado cuenta de quién erais. Debéis de pensar que soy increíblemente grosera.
Él la observó enderezarse, esperando ver cómo sus ojos se achicaban en un gesto calculador, brillaban con codicia o centelleaban con el afán de sacar el máximo provecho de su encuentro inesperado con el «soltero más cotizado de Inglaterra».
No vio nada de eso.
Por el contrario, ella pareció auténticamente consternada y ansiosa por alejarse de él.
Qué interesante.
– Siento mucho no haber sabido apreciar vuestra fiesta -se disculpó la joven, retrocediendo unos pasos-. Es una fiesta encantadora. Encantadora. La comida, la música, los invitados, todos son…
– ¿Encantadores? -aventuró él, servicialmente.
Ella asintió con la cabeza y retrocedió unos pasos más. Él no despegó la mirada de su rostro. Los expresivos ojos de Elizabeth mostraron una sucesión de emociones: vergüenza, desánimo, sorpresa… Sin embargo, él no detectó en ellos el menor asomo de timidez afectada o de cálculo interesado. Tampoco parecía especialmente impresionada por su ilustre título. No obstante, lo que lo fascinó fue la absoluta ausencia de coquetería en su comportamiento.
Ella no estaba flirteando con él.
Tampoco había coqueteado con él antes, cuando aún no sabía quién era, pero ahora…
Pues sí, resultaba muy, muy interesante.
– Gracias por acompañarme, excelencia. Creo que ahora volveré a la casa. -Retrocedió varios pasos más.
– ¿Y qué me dice de su vestido, señorita Matthews? Ni siquiera una advenediza de las colonias osaría mostrarse en el salón de baile en ese estado.
Elizabeth se detuvo y se miró.
– Supongo que no hay esperanza de que nadie lo note.
– No hay la menor esperanza. ¿Pasarán la noche aquí su tía y usted?
– Sí. De hecho, nos quedaremos varias semanas en Bradford Hall como invitadas de la duquesa viuda… -sus ojos brillaron con súbita comprensión-, que es vuestra madre.
– En efecto, lo es.
Austin se preguntó por un momento si su madre había concertado la visita con la esperanza de emparejado con Elizabeth, pero desechó la idea de inmediato. Le parecía inconcebible que a su madre, tan convencional, se le pasase por la cabeza la idea de que una americana pudiera ser una duquesa aceptable. No, Austin sabía demasiado bien que su progenitora había puesto el ojo en varias jóvenes de rancio abolengo británico.
– Como usted se aloja en esta casa, creo que puedo resolver su problema -dijo-. Le indicaré el camino de una entrada lateral poco usada que conduce directamente a las habitaciones de los invitados.
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