La mirada de Austin continuó recorriendo a los invitados. Arqueó las cejas cuando vio a Miles hacerle una señal con la cabeza por encima de su taza de café. ¿Acaso el hecho de que su amigo no hubiese partido todavía a Londres significaba que ya tenía algún informe que comunicarle respecto de la señorita Matthews?
Frunció el entrecejo y de nuevo repasó con la vista a los comensales. ¿Dónde estaba la señorita Matthews? Había una silla a todas luces desocupada en la mesa.
En realidad no estaba ansioso por ver a aquella jovencita impertinente. En absoluto. De hecho, de no ser porque necesitaba averiguar qué conexión tenía con William, la habría borrado de su mente por completo.
Sí; se olvidaría de aquellos grandes ojos marrón dorado que podían cambiar de alegres a serios en un santiamén, y de su espesa y rizada cabellera de color castaño rojizo, que parecía invitado a acariciada con los dedos. No volvería a pensar en su boca. Hmm… su boca. Esos encantadores, carnosos y enfurruñados labios…
– Caracoles, excelencia, ¿os encontráis bien? -La voz de lord Digby devolvió a Austin a la realidad.
– Perdón, ¿cómo dice?
– Os he preguntado por vuestra salud. Habéis soltado un quejido.
– ¿Ah sí?
«¡Maldita sea! Esa mujer representaba un engorro, incluso cuando no estaba presente.»
– Sí. Los arenques ahumados también me producen ese efecto. Y las cebollas. -Lord Digby se inclinó hacia él y añadió en voz baja-: Lady Digby siempre se da cuenta cuando me permito algún capricho a la hora de la comida. La condenada sabe exactamente qué me he llevado a la boca y cierra con llave su alcoba si pruebo a escondidas un solo bocado de cebolla. Quizás os interese tener eso en consideración cuando estéis preparado para elegir esposa.
Cielo santo. La mera idea de estar encadenado a una de las hermanas Digby le quitó el poco apetito que le quedaba. Lanzando una mirada significativa a Miles, Austin se disculpó con lord Digby y se puso en pie.
– ¿Adónde vas? -le preguntó su madre.
Austin se le acercó, se colocó tras el respaldo de su silla y le plantó un beso en la sien.
– Tengo unos asuntos que tratar con Miles.
Ella se volvió, escrutándole el rostro con una mirada de inquietud, sin duda buscando los signos de fatiga que a menudo percibía en sus ojos. Consciente de que ella se preocupaba por él, su hijo le sonrió forzadamente y le dedicó una reverencia formal.
– Tienes un aspecto maravilloso esta mañana, madre. Como siempre.
– Gracias. Tú tienes un aspecto… -bajó la voz hasta un tono confidencial- distraído. ¿Ocurre algo malo?
– En absoluto. De hecho, me propongo tomar el té contigo esta tarde.
Una expresión de sorpresa se reflejó en el semblante de su madre.
– Ahora estoy convencida de que algo va mal.
Con una risita, Austin se excusó y se encaminó a su estudio privado para esperar a Miles.
Austin apoyó la cadera en su escritorio de caoba y observó a MiIes, arrellanado en el sillón granate de cuero, el preferido de Austin.
– ¿Estás completamente seguro de que nunca había estado en Inglaterra antes de que desembarcase hace seis meses? -preguntó Austin.
– Tan seguro como puedo estado sin leerme montañas de listas de pasajeros de los barcos. -Al advertir que Austin fruncía el ceño, Miles se apresuró a agregar-: Que es justo lo que haré en cuanto llegue a Londres, pero hasta entonces sólo puedo trasmitirte lo que me contó la condesa de Penbroke. Anoche mantuvimos una larga conversación que por poco dio como resultado la pérdida de uno de mis ojos a causa del objeto puntiagudo que llevaba puesto en la cabeza. Fíjate. -Señaló un pequeño arañazo en la sien-. Probablemente llevaré esta cicatriz el resto de mi vida.
– Nunca dije que esta misión fuera a estar desprovista de peligro -comentó Austin, imperturbable.
– Pues está cargada de peligros, en mi opinión -masculló Miles-. El caso es que, mientras le iba a buscar una taza de ponche tras otra y esquivaba sus plumas, ella me aseguró, de forma bastante rotunda, que ésta es la primera visita de su sobrina a Inglaterra. Creo que sus palabras exactas fueron: «Y ya era hora».
– ¿Sabes cuánto tiempo piensa quedarse la señorita Matthews?
– Cuando se lo pregunté a lady Penbroke, clavó en mí una mirada acerada y me informó de que, puesto que la muchacha acaba de llegar, no ha hecho planes todavía para mandarla de regreso a América.
– ¿Y qué hay de su familia?
– Ambos padres están muertos. Su madre, la hermana de lady Penbroke, murió hace ocho años. El padre falleció hace dos.
– ¿Tiene hermanos?
– No.
Austin enarcó las cejas.
– ¿Qué hizo cuando murió su padre? No debía de contar más de veinte años. No habrá vivido sola, ¿verdad?
– Ahora tiene veintidós. Me quedé con la impresión de que el padre de la señorita Matthews la dejó en una posición desahogada, pero no le legó una fortuna. Después de poner en orden los asuntos de su padre, ella se fue a vivir con unos parientes cercanos de la rama paterna que residían en la misma ciudad. Por lo visto dichos parientes tienen una hija de la misma edad que la señorita Matthews, y ambas son muy amigas.
– ¿Averiguaste alguna cosa más?
Miles asintió con la cabeza.
– Cuando la señorita Matthews hizo la travesía a Inglaterra, llegó con una compañera de viaje contratada, una tal señora Loretta Thomkins. Cuando el barco atracó se separaron. Lady Penbroke tenía entendido que la señora Thomkins pensaba quedarse en Londres con unos parientes. En ese caso, no resultará muy difícil localizarla.
– Excelente. Muchas gracias, Miles.
– De nada, pero me debes un favor. Varios, de hecho.
– A juzgar por tu tono, no estoy seguro de querer saber por qué.
– Le he hecho tantas preguntas sobre su sobrina que creo que a lady Penbroke se le ha metido en la cabeza que voy detrás de la chiquilla.
– ¿Ah sí? -Austin se puso rígido-. Supongo que la habrás desengañado rápidamente.
Miles se encogió de hombros y se sacudió una pelusa de la manga.
– No exactamente. Antes de hablar con lady Penbroke, toqué el tema de la señorita Matthews ante varias damas bien relacionadas. La mera mención de su nombre bastaba para suscitar risitas, parloteos y expresiones de desaprobación. Si lady Penbroke hace correr la voz de que he mostrado interés por su sobrina, quizá se acallen los parloteos. La señorita Matthews me parece una joven agradable que no merece que la den de lado. De hecho, ahora que lo pienso, es encantadora, ¿no te parece?
– No me he fijado demasiado en ella.
Las cejas de Miles se alzaron hasta casi desaparecer bajo su flequillo.
– ¿Tú? ¿Tú no te has fijado en una hembra atractiva? ¿Estás enfermo? ¿Tienes fiebre?
– No.
«Maldita sea, ¿cuándo se había convertido Miles en un tipo tan fastidioso?»
– Bueno, pues permíteme que te ilustre. La falta de aptitudes sociales de la señorita Matthews queda sobradamente compensada con su hermoso rostro, su terso cutis y los hoyuelos que se le forman cuando sonríe. Posee una belleza serena, poco llamativa, que requiere de un segundo y detenido vistazo para ser apreciada. Aunque en la alta sociedad su estatura se considera poco elegante, yo la encuentro fascinante. -Se dio unos golpecitos en la barbilla con el dedo, pensativo-. Me pregunto cómo sería besar a una mujer tan alta…, sobre todo a una con una boca tan sensual como la de la señorita Matthews. Sus labios son verdaderamente extraordinarios…
– Miles.
– ¿Sí?
Austin obligó a sus músculos contraídos a relajarse.
– Estás divagando.
MiIes adoptó una expresión de pura inocencia.
– Pensé que estábamos hablando de la señorita Matthews.
– Exactamente. Pero no es necesario repasar la lista de sus… atributos.
Los ojos de Miles centellearon.
– Ah. De modo que sí te habías fijado.
– ¿Fijado en qué?
– En sus… atributos.
Resuelto a poner fin a esa conversación, Austin dijo:
– No estoy ciego, Miles. La señorita Matthews, como bien dices, es encantadora. Pero no pienso permitir que eso influya en mí mientras busco información. -Clavó una mirada penetrante en su amigo-. Confío en que tú tampoco lo permitas.
– Por supuesto. Te recuerdo que no soy yo quien está interesado en esa mujer.
– Yo no estoy interesado en ella.
– ¿Ah no? -Con una risita, Miles se puso en pie, atravesó la alfombra de Axminster y posó una mano sobre el hombro de Austin-. Me tienes de acá para allá por todo el reino recabando información sobre ella por razones que aún no me has revelado pese a que sabes que me devora la curiosidad, y he notado que ponías una cara muy lúgubre cuando me deshacía en elogios de sus extraordinarios labios.
– Estoy seguro de que no he puesto ninguna cara.
– Una cara lúgubre -repitió Miles-, como si te dispusieses a propinar una patada en mi elegante trasero.
Muy a su pesar, Austin enrojeció. Antes de que pudiera contestar, Miles prosiguió:
– Pareces un volcán a punto de entrar en erupción. Resulta de lo más… interesante. Y dicho esto, partiré hacia Londres. Sabrás de mí en cuanto descubra algún dato de interés. -Cruzó la habitación pero se detuvo ante la puerta-. Buena suerte con la señorita Matthews, Austin. Tengo la sensación de que vas a necesitarla.
5
Austin pasó casi toda la tarde recluido en su estudio, repasando las cuentas de sus propiedades de Cornualles. Por desgracia, su mente no estaba por la labor y confundía una y otra vez las hileras de números, negándose a sumarIos correctamente. Las preguntas se agolpaban en su cerebro. ¿Era posible que el chantajista guardase alguna relación con el francés llamado Gaspard? Quizás el chantajista era el propio Gaspard. Austin casi estaba convencido de ello y, si no se equivocaba, era probable que el tipo estuviese en Inglaterra, en cuyo caso Austin esperaba que su alguacil de Bow Street diese con él. «Ponte en contacto conmigo de nuevo, desgraciado. Tengo ganas de encontrarme contigo. Planeas escribirme de nuevo a Londres después del primero de julio… pero quizá yo te encuentre a ti antes.» Quería zanjar este asunto y acabar con la amenaza que pesaba sobre su familia. Y tenía que descubrir cómo encajaba la señorita Matthews en esa ecuación.
Necesitaba tomarse un respiro, de modo que se desperezó y se acercó a las ventanas. Al pasear la vista por los jardines, divisó a Caroline y a la señorita Matthews, que jugaban con Diantre y otros tres gatitos que, si no se equivocaba, eran Recórcholis, Paparruchas y Cáspita, aunque a veces costaba distinguir a los animalillos entre sí. Era muy posible que se tratase de Mecachis en la mar, Jolines y Que me aspen.
Sacudió la cabeza pensando que si la señorita Matthews y Caroline iban a entretenerse con los gatos, tendría que pedirle a Mortlin que les pusiese nombres un poco más apropiados.
Abrió ligeramente la ventana, y el sonido de risas femeninas llegó hasta sus oídos. Se enterneció al escuchar las dulces carcajadas de Caroline. Era un sonido que había echado de menos durante muchos meses después de la muerte de William. Su mirada se posó en la señorita Matthews, y el corazón le dio un vuelco. Una sonrisa aniñada le adornaba el rostro, y la brillante luz del sol arrancaba destellos a su cabello. Parecía joven, despreocupada, inocente e increíblemente hermosa.
Además, hacía reír a su hermana.
Una cálida sensación de gratitud se apoderó de él, pillándolo por sorpresa. Tenía que recordar que la señorita Matthews no era, evidentemente, sólo lo que parecía. Sí, divertía a Caroline, pero ¿qué más le estaría diciendo? Esperaba que no estuviese propagando el rumor de que William seguía con vida ni soltando tonterías sobre sus visiones.
Por otro lado, si Caroline se granjeaba su amistad, quizá podría proporcionarle a él información clave sobre la personalidad de Elizabeth. Sí, definitivamente tenía que hablar con Caroline. Cuanto antes.
La primera oportunidad de mantener una conversación privada con Caroline se presentó en el salón, esa tarde antes de la cena. La apartó a un rincón y comentó con fingida indiferencia.
– Parece que has hecho una nueva amiga.
Caroline aceptó la copa de jerez que le ofrecía un criado.
– ¿Te refieres a Elizabeth? -Como Austin asintió con la cabeza, ella añadió-: Hemos pasado la mayor parte del día juntas. Me cae muy bien. Es muy diferente de todas las personas que conozco.
– ¿Ah sí? ¿Qué tiene de extraordinario?
– Todo -contestó Caroline sin dudado-. Sus conocimientos de medicina, su cariño por los animales. Tiene sentido del humor, pero nunca hace bromas a costa de otros. No la he oído hablar mal de nadie en todo el día.
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