Lyall mismo se dio cuenta de lo inútil que era seguir discutiendo sobre el pasado.

– Así que Kit está en Sudamérica, y la buena de Jane permanece pegada a Penbury, cuidando la fortaleza.

– Si te gusta explicarlo así -dijo Jane, con cara seria.

Él la miró de nuevo.

– Tú eras siempre feliz en el jardín. No puedo imaginarte poniendo la electricidad de la casa o instalando nuevas cañerías.

– No lo estoy haciendo yo. Hemos contratado a especialistas para que hagan toda la restauración del edificio. Yo sólo me dedico a hacer la parte burocrática e intentó encontrar suficiente trabajo para que ellos lo hagan.

– De todas maneras no es lo que te gustaría hacer, ¿a que no?

Jane recordó su ilusión de terminar el curso de jardinería algún día, y trabajar como diseñadora de jardines. Era una cosa bastante alejada del trabajo de contabilidad que tenía que hacer para Makepeace and Son.

– No exactamente -admitió.

– ¿De qué sirve pasarte la vida haciendo algo que no te gusta? -preguntó Lyall, como muchas veces en aquellos años había preguntado-. Tu padre está muerto. Tú hiciste lo que pudiste por él. No hay nada que te impida vender la firma y dedicarte a la jardinería.

– No es tan fácil -los limpiaparabrisas se movían rápidamente y en los campos, las ovejas se agrupaban a lo largo de los límites buscando algo que las protegiera de la lluvia torrencial. Era una tarde oscura de diciembre, y Jane casi se olvida de encender las luces del coche-. No puedo dejar a Dorothy y a los demás sin trabajo sólo porque yo esté harta.

– Sigues poniendo excusas. ¿Por qué no admites que tienes miedo de salir de tu guarida?

– ¡Porque no es verdad! -protestó Jane con los ojos grises brillantes por la furia.

– ¿No? ¿Por qué no contratas a un encargado si no quieres vender la compañía?

– ¿Crees que no lo he pensado? -dijo con amargura-. Es muy fácil para ti decirme que haga lo que quiera, pero no todos somos tan egoístas como tú. Además, en estos momentos no podría pagar a nadie para que hiciera mi trabajo, y tal como van las cosas, si no nos sale pronto algo estaremos en la ruina y ni siquiera tendremos nada que vender.

– ¿Tan mal está? -preguntó, como si no le importara lo más mínimo.

Después de todo no era su empresa.

– Hay posibilidades. Yo quiero hacer la restauración y seguir trabajando en Penbury Manor.

– ¿Pero y la horrible compañía que va a construir sobre el jardín de rosas?

Jane frunció el ceño. Puede que para él fuera gracioso, pero no para ella.

– No he tenido otro remedio -contestó defendiéndose-. Tenemos algunos pequeños trabajos ahora, pero cuando se acaben no tenemos nada más. Odio la idea de arruinar Penbury Manor, pero significa trabajo seguro por un tiempo.

Lyall la miraba con una expresión singular.

– Entonces, ¿por el momento sigues atada a Penbury? Por lo menos no puedes decir que no hayas tenido oportunidad de escapar, ¿no?

De repente, diez años parecieron borrarse.

– Vayámonos de aquí -Lyall había dicho muchos años antes-. Podemos ir a Londres, a América, a cualquier parte. Hay un mundo ancho y grande fuera de Penbury, Jane. Lo descubriremos juntos -las palabras sonaban entre ellos como si las hubiera vuelto a decir. Jane miró desesperadamente a la carretera mojada que había delante.

– Quizá así no haya cometido ningún error.

– ¿Es así como lo ves?

– Sí -contestó con firmeza sin mirarlo, intentando olvidar todas las noches solitarias que había pasado imaginando los lugares que podía haber visitado, y las cosas que podía haber hecho si se hubiera ido con Lyall cuando él se lo había pedido.

– Lo que importa es que seas feliz -comentó Lyall con ligereza.

– Exactamente -dijo, aliviada de que él no insistiera.

– ¿Lo eres?

– ¿El qué?

– Feliz.

– Sí, gracias -repitió con los dientes apretados. ¡Lyall se creía que había estado triste todos aquellos años!-. Soy muy feliz, tremendamente feliz de hecho.

– ¿Aparte del hecho de que tu empresa esté al borde de la ruina? -quiso saber Lyall, con un tono de burla en la voz.

– Estaba pensando en lo personal, más que en lo profesional -contestó Jane con una mirada fría.

– Entonces, ¿por qué no te has casado? En el pub se dice que estás saliendo con un abogado de Starbridge llamado Eric o algo así.

– Alan -corrigió Jane.

Lyall la miró.

– ¿Por eso eres tan tremendamente feliz?

– Es una de las razones -aclaró, sin ser enteramente sincera. De todas maneras, no dolería a Lyall saber que había muchos hombres que la habían hecho mucho más feliz de lo que él la hizo nunca.

– ¿Por qué no te casas entonces con él, si sois tan felices juntos?

– Eso no es asunto tuyo -dijo, intentando parecer tranquila.

– ¿Todavía demasiado miedosa como para comprometerte? -preguntó, y Jane se puso rígida.

– ¡Tiene gracia que eso me lo digas tú a mí!

– Yo elegí no comprometerme -apuntó Lyall-. Y no hago creer que alguna vez lo haré. Tú, por el contrario, sueles hablar mucho sobre compromiso, pero cuando llega el momento no quieres dar el paso, ¿no es así?

La cara de Jane se oscureció al recordar que no se había ido con él cuando él se lo había pedido. ¿Había de verdad olvidado a Judith y la terrible discusión que tuvieron antes de que se fuera?

– Tengo mis razones -le recordó.

– Sí. El problema es que son equivocadas.

Fue un alivio llegar por fin a Penbury. Era un pueblecito tradicional del condado de Cotswold, con un pub, una tienda estrecha con un despacho de correos en una de las esquinas, y una iglesia del siglo XIV con un enorme tejo en la entrada. Alrededor de esos tres focos se levantaban las casitas de piedra gris, mientras que las casas nuevas se localizaban en las afueras.

Lyall no pareció darse cuenta de la vista. Seguía mirando la cara de Jane.

– Ven y tomemos algo -sugirió, señalando al pub.

– No puedo, prometí ir a visitar a la señorita Partridge.

– ¿Entonces más tarde? -la frialdad había desaparecido, y los ojos azules brillaban como antes, y su sonrisa era tan seductora como siempre había sido.

Jane se cerró dentro de su caparazón. Lyall siempre había pensado que todo lo que tenía que hacer para conseguir las cosas era sonreír. Había funcionado siempre, pero en esos momentos no iba a funcionar.

– No creo.

– ¿Por qué no?

– Nos hemos dicho todo lo que teníamos que decir después de diez años. Creo que lo más sensato sería dejarlo todo como está -entonces, Jane cometió la estupidez de mirarlo, Lyall estaba sonriendo.

– Jane -dijo, de una manera en que sólo él era capaz de decir, con un tono entre risueño y cariñoso, como una caricia-. ¡Sigues siendo la chica sensata, no has cambiado nada! -se acercó y la acarició la mejilla-, pero gracias por traerme.

Lyall se marchó, la puerta del pub osciló y se cerró detrás de él, y Jane se quedó mirando a la lluvia perpleja, con el corazón invadido por los recuerdos y las mejillas ardiendo por el roce de sus dedos.

Capítulo 2

– Y si no has arreglado el calentador para cuando yo vuelva a casa esta noche, te aseguro que no volverás a trabajar aquí! ¡Intenta estar en casa a las seis de la mañana, George, o te prometo que lo vas a lamentar!

Jane colgó el auricular sin esperar respuesta. Estaba cansada de las excusas de George.

Aunque sabía que él no tenía la culpa de su mal humor. La presencia de Lyall la había inquietado. No era justo que volviera en esos momentos cuando estaba estabilizada, asentada, acostumbrada a vivir sin él.

Tenerlo cerca significaría recordar sentimientos pasados, antiguos deseos. No quería volver a vivir su presencia excitante, o preguntarse otra vez cómo habrían sido las cosas si aquel día no lo hubiera visto con Judith. Jane había escondido su pena en lo más profundo de su ser y se había rodeado de una coraza de precaución y sentido práctico. Su único consuelo fue pensar que, por lo menos, había descubierto la verdad sobre Lyall, antes de haber cometido la estupidez de marcharse con él. No, Jane había aprendido la lección bien, y no iba a cometer el mismo error.

Pero ahora Lyall había vuelto, y no podía olvidar su caricia en la mejilla.

La tormenta había continuado toda la noche, y Jane había dormido mal. Su mal humor no había mejorado al no aparecer George Smiles aquella mañana. La noche anterior había vuelto de casa de la señorita Partridge y se había encontrado el depósito de agua caliente estropeado. George no era de mucha confianza, pero Jane había intentado desesperadamente conseguir a algún otro fontanero y había sido imposible, así que pidió a George que fuera a arreglarlo y él lo había prometido.

Jane había hecho tiempo hasta que al final tuvo que ducharse con agua fría. A continuación se había dirigido a su despacho en Starbridge para una reunión con los contables y una entrevista con el director del banco. Era normal que estuviera de mal humor, se dijo a sí misma.

Así que cuando Dorothy la había pasado el teléfono para decirle que era George, Jane se preparó para descargar su genio sobre él. Quizá había sido un poco dura con él, él había intentado hablar varias veces, pero Jane no lo había dejado.

En esos momentos miró la hora y gimió una protesta al recordar la entrevista con el director del banco. Tomó su bolso y su chaqueta y se dirigió precipitadamente hacia el despacho donde Dorothy, secretaria y bastión de Makepeace and Son, estaba escribiendo a máquina.

– ¿Y bien?

– ¿El qué? -contestó Jane. Le había hablado sobre el problema con George, pero normalmente hacía falta algo más que eso para encender el interés de Dorothy-. Ah, ya está arreglado, vendrá esta noche -dicho lo cual miró de nuevo la hora y se dirigió hacia la puerta-. Tengo que darme prisa. Te veré mañana, Dorothy.

El encuentro con el director del banco, Derek Owen, no fue precisamente un éxito. No estaba muy convencido de que Jane consiguiera el contrato de Penbury Manor, a pesar del traje que Jane se había puesto, intentando parecer una mujer de negocios a la que le iba todo bien. Cuando salió del despacho se sentía irritable, y su mal humor se convirtió en una agotadora tristeza.

Dorothy sólo trabajaba por las mañanas, y se había marchado cuando Jane volvió al despacho. Pasó toda la tarde intentando convencerse de que la contabilidad no era tan deprimente como parecía, hasta que a las seis menos diez dejó todo y de nuevo condujo los diez kilómetros que la separaban de Penbury. El sol luchaba por salir a través de las nubes, pero el estado de ánimo de Janet seguía siendo oscuro. A mitad de camino la furgoneta de repente se deslizó peligrosamente a un lado, como un símbolo de todas las cosas que le estaban ocurriendo aquel día.

Para intentar amortiguar la tristeza de la muchacha, un rayo de sol brilló de repente como una imagen bíblica. La luz continuó mientras pasaba delante de la iglesia y se paraba delante de la casa de piedra donde había vivido siempre.

Al aparcar se dio cuenta de que la furgoneta de George Smiles no estaba. No podía ser que faltara después de lo que aquella mañana le había dicho.

Con el ceño fruncido, salió de la furgoneta y gritó el nombre de George, por si había dejado la furgoneta aparcada en algún otro lugar.

Del porche salió una silueta y Jane suspiró aliviada. ¡Así que estaba allí! Se dirigió hacia la verja de entrada y se quedó helada al ver que Lyall Harding caminaba hacia ella con total seguridad.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó bruscamente, como para disimular su respiración entrecortada. Estaba furiosa consigo misma. ¿Para qué había estado toda la noche intentando convencerse de que la vuelta de Lyall no iba a significar nada en su vida, si su corazón daba un vuelco cada vez que lo veía?

Lyall abrió la verja para que entrara, con una mirada brillante y divertida.

– No sé por qué pareces tan sorprendida. Tú eres la que querías verme.

– ¿Que yo quería…? ¡Desde luego que no!

– Entonces, ¿por qué me dijiste que estuviera aquí a las seis en punto?

Jane abrió la boca para negar haber dicho nada parecido, y luego la cerró al darse cuenta de lo que había pasado.

– ¿Eras tú? -preguntó confundida.

– Sí, era yo -confirmó gravemente y, aunque su expresión era seria, sus ojos parecían reírse. Jane recordaba bien aquella mirada, la utilizaba como para decirle que ella era demasiado seria, demasiado sensata, demasiado rígida. Finalmente ella había aprendido a reírse, y él solía sonreír y abrazarla fuertemente, diciéndola que la amaba de todas maneras.

– Creía que eras George Smiles -dijo con una mirada acusadora.

– Ya me di cuenta.

¡Era típico de él provocar situaciones que la dejaban en ridículo!