– Sería estupendo. Me lo pasé muy bien en la última y mis hijos también. Tanta familia puede llegar a resultar intimidante.

– Yo no me siento intimidado.

– Porque tú eres un tipo duro.

– Ya lo sabes tú.

Stephanie se rió y luego se deslizó de nuevo sobre el colchón.

– De acuerdo, entonces me lo tomaré como si te hiciera un favor. Tú me rascas a mí y yo te rasco a ti.

– Me gusta cómo suena eso -aseguró Nash acercándose más y bajándole las sábanas hasta la cintura-. ¿Dónde dices que te pica?

Ella le echó los brazos al cuello y lo besó.

– Por todas partes.

Capítulo 9

Stephanie siempre había pensado que pintar una habitación era una pesadez, pero aquella tarde se encontró a sí misma canturreando mientas trabajaba. De repente, el sonido del rodillo sobre la pared le resultaba alegre y vitalista. No la molestaba el olor, porque tenía las ventanas de la casa del guarda abiertas y el sol de tarde inundaba la habitación. Ni siquiera las agujetas que sentía en aquellos músculos que llevaba tanto tiempo sin utilizar conseguían apagar su buen humor. Tenía la impresión de que haría falta una desgracia seria para arrancarle la sonrisa del rostro.

La vida era maravillosa, pensó mientras deslizaba la pintura clara sobre la pared. La vida era maravillosamente maravillosa.

Stephanie se rió por lo bajo y estiró el brazo. Aquel movimiento le repercutió en la cadera, que le dolió un poco por haber abierto las piernas todo lo que pudo para recibir a Nash en su interior. Aquella incomodidad fue un aliciente más para su alegría. Tener agujetas tras una aburrida clase de gimnasia no era muy satisfactorio, pero tenerlas después de una maravillosa sesión de sexo con un amante increíble valía la pena totalmente. Todo su interior todavía se estremecía con pequeños escalofríos de placer y Stephanie no pudo evitar suspirar de alegría. Nunca se había considerado a sí misma como una chica de aventuras cortas, pero estaba claro que aquello era algo que tenía que haber hecho años atrás.

– Nunca se me pasó por la cabeza -murmuró en voz alta.

Con tres hijos y una bonita hipoteca, estaba más preocupada por salir a flote tras la muerte de Marty que de satisfacer ningún deseo sexual. Transcurrido un tiempo llegó incluso a olvidarse de que tenía deseos. Hacer el amor con su marido era agradable, pero con el paso del tiempo el recuerdo se fue borrando. No quería tener otra relación con ningún hombre, así que supuso que la vida íntima había terminado para ella.

Hasta que Nash le mostró un mundo de posibilidades. Y qué posibilidades. Habían hecho el amor dos veces antes de tomar la decisión de trabajar un poco. Habían pasado menos de tres horas desde que salió de su cama y ya estaba deseando volver a entrar.

Calculó mentalmente el tiempo que faltaba hasta que los chicos se acostaran y se preguntó cómo iba a sobrevivir tanto tiempo sin que Nash la tocara. Ahora que sabía que era incluso mejor que en sus fantasías quería aprovechar cada segundo que tuvieran para estar juntos.

– No estás trabajando -dijo Nash apareciendo desde la cocina-. Estás de pie en la escalera con una sonrisa en la boca.

Stephanie soltó una carcajada.

– Si te digo que estaba pensando en nosotros, ¿te parecería bien?

– Me parecería estupendo.

Nash se recostó contra el marco de la puerta. Un hombre alto y guapo con una paleta de albañil en la mano. Se había puesto una camiseta azul marino y unos pantalones vaqueros. A ella le gustaba que fuera tan eficiente en todo lo que hacía, ya fuera dar de llana una pared o hacerla gritar de placer. Le gustaba que le preguntara con naturalidad qué quería que le hiciera cuando estaban en la cama y que le preguntara en qué podía ayudarla cuando estaban fuera de ella. Le gustaba que estuviera un poco nervioso respecto a su nueva familia y que quisiera utilizarla a ella como escudo. Nunca se lo había dicho con aquellas palabras pero Stephanie sabía leer entre líneas.

Pero lo que más le gustaba era que eran iguales. Él tenía necesidades y ella también. Nadie estaba al mando. Nadie obedecía. Cuidaban el uno del otro mientras conseguían lo que deseaban.

– ¿Qué tal va el encalado? -preguntó dejando el rodillo sobre la bandeja.

– Ya he terminado con la cocina -respondió Nash mirando las paredes-. ¿Seguro que no quieres que pinte yo esto? Eres un poco bajita para llegar hasta arriba.

– Para eso inventaron la escalera -contestó ella-. Me gusta pintar. Si quieres ayudar puedes ponerte con las ventanas. Ya he tapado los cristales pero todavía no he empezado con los marcos.

– Claro -dijo Nash dejando la paleta encima de un cesto de caucho antes de agarrar un bote pequeño de pintura y una brocha.

– ¿Y cómo es que un agente del FBI aprendió a pintar? -le preguntó Stephanie.

– Ayudé a pintar nuestra casa un par de veces cuando era pequeño -contestó él recorriendo con mano experta el marco de la ventana-. Y de vez en cuando le echo una mano a algún compañero de la oficina.

– ¿Te gusta tu trabajo?

Nash la miró un instante antes de volver a concentrarse en la ventana.

– La mayor parte del tiempo sí. Pero a veces la cosa se pone fea.

Stephanie no sabía en qué consistía exactamente su labor pero sabía que tenía algo que ver con negociar con criminales que retenían rehenes. Que las cosas se pusieran feas tal vez significara para Nash que alguien muriera.

– ¿Cómo te metiste en esa rama de la investigación?

– El FBI me reclutó cuando acabé la universidad -contestó él encogiéndose de hombros-. Trabajé en Dallas durante un tiempo e hice un master en psicología. Entonces asistí a un curso que daba un negociador. Me entrené, trabajé con él durante un tiempo y me di cuenta de que tenía el temperamento necesario para hacer algo de ese tipo.

– ¿Quieres decir que sabes cómo manejar situaciones de gran estrés?

– Sí. Y también distanciarme de las emociones inherentes a la situación.

«Distante y controlado», pensó Stephanie. Así había sido durante la reunión de su familia en la pizzería. Amable pero no muy implicado. Le envidiaba aquella fortaleza emocional. Si ella fuera capaz de tener un poco tal vez hubiera podido dejar a Marty.

– Entonces, seguramente serías enervante cuando tu mujer quisiera pelear -dijo-. Ella estaría con los nervios a flor de piel, a punto de estallar, y tú tan tranquilo actuando con calma y raciocinio.

Stephanie estaba bromeando, pero en lugar de sonreír Nash parecía pensativo.

– Éramos muy distintos -admitió sin dejar de pintar el marco-. Tina vivía la mayor parte del tiempo en un vértice emocional. Se alimentaba de eso. Nunca pensé que llegaría a convertirse en agente.

Stephanie estuvo a punto de dejar caer el rodillo. Agarró el extremo con las dos manos y trató de no parecer demasiado impactada.

– ¿Era agente del FBI?

Nash asintió con la cabeza.

¿Quién lo hubiera imaginado? Stephanie no había pensado demasiado en su esposa, pero de haberlo hecho hubiera dicho que aquella mujer era… Frunció el ceño. No estaba muy segura de qué habría pensado. Pero desde luego nunca que era una agente federal.

– Nos conocimos en la instrucción. Yo era uno de sus monitores. Pensé que era demasiado impulsiva y quise echarla. Pero lo votamos y perdí.

Stephanie se giró de nuevo hacia la pared y siguió pintando. Era mejor dar un par de pasadas que quedarse de pie en la escalera con la boca abierta.

– No es un comienzo muy romántico -dijo.

– No, no lo fue. Yo pensaba que era una débil y ella pensaba que yo era un tipo rígido y estirado. Se mudó y me olvidé de ella. Un año después volvimos a encontrarnos. Nos habían asignado el mismo caso.

«Para hacer algo peligroso», pensó Stephanie. Capturar a los malvados o salvar vidas inocentes. Allí habría mucha tensión, y la adrenalina daría lugar a la pasión.

A Stephanie no le gustó nada el nudo que se le formó en el estómago al sentirse la típica madre aburrida de treinta y tantos años.

– Si luego os casasteis supongo que cambiaríais la opinión inicial que teníais el uno del otro -dijo ella.

– Siempre fuimos opuestos -respondió Nash encogiéndose de hombros.

– A veces eso funciona.

– No funcionó con Marty y contigo.

En eso tenía razón.

– No estoy muy segura de que fuéramos opuestos. Más bien queríamos cosas distintas -respondió Stephanie pensando que le resultaba más seguro pensar en su marido que en la mujer de Nash-. O tal vez fuera que yo no estaba dispuesta a pagar el precio por hacer siempre mi voluntad. No me gustaba ser siempre yo la responsable, la adulta, pero Marty no me dejaba elección. Alguien tenía que asegurarse de pagar las facturas y de que hubiera comida en la casa. Pero había veces que envidiaba su capacidad para no preocuparse de cosas como el dinero. Yo nunca conseguí relajarme tanto.

– Adquiriste muchas responsabilidades siendo muy pequeña. Yo creo que los niños que tienen que crecer deprisa nunca se olvidan de lo que supone ser pequeño y estar a cargo de todo. A mí me pasó lo mismo en mi casa. Mi madre trabajaba muchas horas y mi hermano era un rebelde completo. Nació para romper las reglas. Aunque fuéramos gemelos, yo me sentí siempre el mayor.

Nash se giró entonces y la miró.

– ¿En qué momento nos hemos puesto así de serios? Se supone que la gente que tiene una aventura no habla de cosas tan profundas.

– No lo sabía -respondió ella con una sonrisa-. Ésta es mi primera aventura, así que tendrás que ponerme al día con las normas.

Nash dejó la brocha en el bote de pintura y avanzó en su dirección.

– Las reglas las ponemos nosotros.

– ¿De veras?

Los ojos de Nash desprendían un brillo que le provocó escalofríos. Al verlo aproximarse Stephanie dejó el rodillo en la bandeja y se inclinó hacia delante. Fue un beso duro y apasionado que la dejó sin respiración. Sintió la llama del deseo haciendo explosión en su interior. Le rodeó el cuello con los brazos y lo atrajo hacia sí.

– Han pasado menos de tres horas y ya te deseo de nuevo -murmuró Nash contra sus labios-. A este paso no vamos a avanzar mucho en el trabajo.

– No me importa.

– Me alegro, porque yo…

Un ruido captó su atención. Ambos se giraron. Stephanie dio un respingo cuando vio a Brett en la puerta de la casa del guarda. Por la expresión de su rostro supo que la había visto en brazos de Nash y que se sentía traicionado. Antes de que ella pudiera decir nada, Brett salió corriendo.

El deseo se esfumó completamente dando lugar a la culpa y la confusión. Por una parte se alegraba de que Brett recordara a su padre y siguiera pensando en él. Pero por otra sabía que no tenía por qué cerrarse a esa parte de la vida sólo porque su hijo de doce años no lo aprobara. Brett tenía que aprender que no pasaba nada por avanzar con la vida. Pero ¿sería aquél el mejor momento para mantener aquella conversación? Y de ser así, ¿qué le diría? Para complicar aún más la situación, Nash y ella no tenían una relación que pudiera explicarles a sus hijos.

No tenía a nadie a quien preguntarle, pensó con tristeza. Nadie con quien compartir sus preocupaciones. Como la mayoría de las veces tendría que enfrentarse sola a ello.

Dio un paso en dirección a la casa principal, pero se detuvo cuando Nash le tocó el brazo.

– Brett está enfadado -dijo él.

– Lo sé.

– Tal vez sea mejor que lo discuta con otro hombre.

– ¿Quieres hablar con Brett de lo que ha visto? -preguntó Stephanie mirándolo con los ojos muy abiertos.

– No es que quiera, pero puedo imaginarme lo que está sintiendo. No voy a contarle lo que pasa entre nosotros pero podría tranquilizarlo.

Stephanie consideró la oferta. Su parte madura le dijo que Brett era su hijo y su responsabilidad. Nash era un buen tipo y un amante estupendo, pero no tenía hijos y conocía a los suyos desde hacía muy pocos días. Por lo tanto debería ser ella la que aclarara las cosas con Brett. Pero el resto de ella estaba deseando colocar el problema sobre el regazo de Nash y dejar que lo resolviera él.

– Debería ir yo a hablar con él -dijo.

– Sigue pintado -contestó Nash besándola fugazmente-. Dame diez minutos. Si para entonces no he regresado ven a buscarnos.

A Stephanie le resultaba extraño delegar. No estaba acostumbrada a evitar responsabilidades. Se debatía entre lo que debía hacer y lo que le resultaba más fácil. Pero antes de que hubiera tomado una decisión, Nash salió de la casa del guarda.

«Diez minutos», se dijo mirando el reloj. No podría meter demasiado la pata en tan poco espacio de tiempo.

Nash entró en la mansión y se detuvo un instante para escuchar. Entonces escuchó un ruido brusco y se dirigió a la cocina en lugar de subir las escaleras.