Stephanie se estiró para limpiar la parte de arriba de la lámpara del salón y le tiraron un poco los músculos de la espalda. Sonrió al recordar la ducha que se habían dado aquella mañana. Cómo se había agarrado ella a la puerta de la mampara para evitar caerse mientras Nash se arrodillaba entre sus piernas… El agua caliente caía sobre ambos mientras él utilizaba la lengua para hacerla gritar y estremecerse.
Sin dejar de tararear la melodía de una serie de dibujos animados, Stephanie terminó de pasar el salón y se dirigió a la cocina. Tuvo que pensar qué prepararía de cena. Luego tal vez podrían ir todos al videoclub y alquilar un par de películas. El colegio terminaba al día siguiente y los chicos no tenían deberes. Podrían…
El sonido de unas voces interrumpió sus pensamientos. Stephanie se detuvo un instante para averiguar su procedencia. Reconoció la voz grave de Nash y la de los gemelos. ¿Dónde demonios estaban? Inclinó la cabeza ligeramente. ¿En el cuarto de las herramientas?
Stephanie siguió el sonido y llegó hasta la parte de atrás de la casa. Efectivamente. Nash y los gemelos estaban en el lavadero. Y delante de ellos había una cesta rebosante de ropa.
Stephanie supo inmediatamente lo que estaba pasando. Le había pedido a los gemelos que subieran la ropa y la doblaran. La mayoría de las veces se mostraban dispuestos a cumplir con sus tareas, pero la colada era algo que los tres chicos odiaban más que cualquier otra cosa.
Nadie se dio cuenta de que ella estaba en el umbral. Observó cómo Nash tocaba a los chicos en el hombro.
– Tenéis una responsabilidad familiar -les dijo-. Vuestra madre trabaja mucho para que no os falte de nada. Y a cambio vosotros tenéis que ir al colegio y ayudar cuando os lo pidan.
Los dos niños asintieron con la cabeza.
– Bien -dijo Nash sonriendo-. Si trabajáis juntos como un equipo el trabajo irá mucho más deprisa. ¿Estáis de acuerdo?
– Pero Adam tiene que doblar la ropa -se apresuró a aclarar Jason-. La última vez me tocó a mí.
– No es verdad -respondió el aludido girándose hacia su hermano-. Lo hice yo. Te toca a ti. Siempre intentas que yo haga tus tareas, pero esta vez no lo vas a conseguir.
– Ya veo que esto es motivo de pelea -intervino Nash tratando de conservar la calma-. ¿Cómo sabéis de quién es el turno?
– Le toca a él -aseguró Jason frunciendo el ceño.
– No.
– Así que no hay nada escrito -dijo Nash.
Los dos niños negaron con la cabeza. Tenían la boca apretada, el ceño fruncido y los brazos cruzados sobre el pecho.
– ¿Por qué no establecemos un sistema que resulte justo para los dos? -preguntó Nash tratando de ser razonable.
Stephanie reprimió una carcajada. Todo aquello sonaba muy bien, pero eran niños de ocho años. Si Nash no recuperaba el sentido seguramente se tiraría tres días hablando y al final terminaría doblando él mismo la ropa para terminar con aquello.
Entró en la habitación y señaló la cesta de la ropa.
– Llevadla arriba -dijo con firmeza-. Ahora. Cada uno doblará la mitad. Si el número de prendas es impar, dejad la última sobre la cama. Si no subís en este preciso instante ninguno de los dos tomará postre.
Jason abrió la boca para protestar. Pero su madre lo detuvo con un movimiento de cabeza.
– Ni una palabra -dijo-. Si dices algo te irás a la cama veinte minutos antes. Si entendéis lo que he dicho y estáis de acuerdo asentid lentamente con la cabeza.
Los dos niños miraron a su madre y luego se miraron el uno al otro. Suspiraron hondamente y asintieron.
– Bien -dijo Stephanie dando un paso atrás para dejarles sitio para llevar la cesta-. Avisadme cuando hayáis terminado.
Agarraron cada uno la cesta de un asa y salieron del lavadero. Nash los vio marcharse.
– Soy un profesional -dijo él.
– Tú trabajas con criminales. Éstos son niños pequeños. Creo que los criminales son bastante más racionales.
– ¿Eso crees?
– Pondría la mano en el fuego -respondió ella con una sonrisa-. Pero gracias por tu ayuda. Me ha gustado mucho que les dijeras que tienen responsabilidades. Tal vez la próxima vez funcione.
– ¿Estás insinuando que he suspendido como educador?
– Estoy diciendo que has sido muy amable al intentarlo.
Nash le apartó de la cara un mechón de pelo y luego se hizo a un lado.
– Dame las llaves de tu coche.
– Están arriba, en la mesilla que hay al lado de mi habitación. ¿Para qué las quieres? ¿Se ha estropeado el coche de alquiler?
– No. Quiero echarle gasolina a tu coche. ¿Te importa si subo a por las llaves?
Stephanie asintió con la cabeza porque de pronto le costaba mucho trabajo hablar. De acuerdo, no tenía nada de particular que Nash quisiera echarle gasolina a su coche. Pero aquel detalle inesperado le provocó un nudo en la garganta y le llenó los ojos de lágrimas. Mientras él subía las escaleras, Stephanie se descubrió a sí misma deseando, aunque sólo durara un segundo, que Nash no se marchara dentro de una semana. Que se quedara algo más de tiempo en Glenwood.
– Una locura -susurró-. Eso no puede ser.
El teléfono sonó en aquel momento. Fue una interrupción que ella agradeció. Fue a la cocina y descolgó el auricular.
– Hogar de la Serenidad. Soy Stephanie.
– Hola, Stephanie. Soy Rebecca Lucas. Nos conocimos en la pizzería hace un par de noches. No sé si te acuerdas de mí. Había tanta gente…
Stephanie recordó a una mujer alta y delgada de melena oscura y rizada.
– Sí, por supuesto que me acuerdo de ti. ¿Cómo estás?
– Bien. Te llamo porque acaba de llamarme Jill. Craig, el mayor de los hermanos Haynes, libra hoy en el trabajo y sus hijos no tienen colegio. Para abreviar: hemos organizado una barbacoa improvisada aquí esta noche. Creo que van a venir todos los hermanos de Nash y quería invitarlo también a él.
Rebecca se rió.
– De hecho quería invitarte a ti y a los chicos también, si os viene bien.
Stephanie sabía que Nash no tenía ningún plan y que le apetecería ir. Dudó un instante antes de decir que sí en nombre de todos. ¿Sería aquello muy presuntuoso por su parte? Entonces recordó que Nash le había pedido que le echara una mano con su familia.
– Seguro que nos viene bien, pero voy preguntárselo a él. Espera un momento, por favor.
Stephanie dejó el teléfono sobre la encimera y se dirigió a las escaleras. Se encontró con Nash, que bajaba en aquel momento, y le contó los planes de Rebecca.
– ¿Tú quieres ir? -le preguntó él.
– Sí, pero es tu familia. ¿Quieres ir tú?
– Si tú vienes conmigo, sí.
– Bien. A los chicos les encantará la idea.
Stephanie dio un paso atrás pero no fue capaz de apartar la mirada de la de Nash. El mero hecho de estar cerca de él le provocaba una sensación extraña en el estómago, como si sintiera el aleteo de docenas de mariposas. La atracción entre ellos se hizo más poderosa y Stephanie suspiró sin disimulo.
– Sí -dijo Nash-. Yo también. Y ahora vuelve al teléfono. Si salimos la tarde pasará más deprisa. Cuando regresemos a casa será la hora de que los chicos se acuesten.
– Y nosotros también -susurró ella sintiendo un nudo en el estómago.
– Eso es exactamente lo que yo estaba pensando.
Stephanie cargó con la bolsa cargada de galletas de chocolate hasta la puerta trasera de aquella casa tan grande. Dudó un instante antes de entrar. Recordaba que le habían presentado a Rebecca Lucas en la pizzería, pero no era amiga suya. Entrar como si tal cosa le parecía de mala educación, pero también hubiera sido extraño llamar a la puerta con tal cantidad de niños entrando y saliendo.
Antes de que tomara una decisión, Rebecca abrió la puerta y le sonrió.
– Te he visto bajar del monovolumen -dijo con naturalidad-. Y también he visto cómo desaparecían tus hijos en cuando diste dos pasos y cómo Kyle ha salido al encuentro de Nash. Deja que te ayude -dijo agarrándole la bolsa.
– Dijiste que no trajera nada, pero no me parecía bien venir con las manos vacías. Todavía están congeladas. Lo digo porque si quieres meterla en la nevera te durarán al menos un par de semanas más.
– No caerá esa breva -aseguró Rebecca abriendo camino hacia la cocina-. Entre nuestros hijos, los de los Haynes y los de los vecinos, las galletas no durarán ni dos días.
La joven dejó la bolsa en la encimera y se giró para mirar a Stephanie.
– Los hombres están fuera preparando la barbacoa y las ensaladas están en la nevera. Así que no tenemos mucho que hacer, sino más bien relajarnos. ¿Quieres beber algo?
– Vale. Té helado, si tienes.
– Siéntate.
Rebecca le indicó con la mano los taburetes que había al final de la encimera. Stephanie se sentó mientras su anfitriona le servía un vaso de té helado.
– Todos sentimos mucha curiosidad por ti -admitió Rebecca sin preámbulos-. Kevin nos juró que su hermano no salía con nadie.
Stephanie no se esperaba un comentario de aquel tipo. Dio un sorbo a su vaso y volvió a dejarlo sobre la encimera antes de contestar.
– No estamos exactamente saliendo -aseguró cruzándose las manos sobre el regazo.
– No sé si creerte -respondió Rebecca-. Vi. el modo en que te miraba la otra noche. Pero no voy a decir nada más al respecto -afirmó alzando los brazos-. No tengo intención de torturarte. La primera vez que oí hablar de Nash pensé en presentárselo a una amiga mía que está soltera, pero ahora no creo que sea una buena idea.
Stephanie se sentía como un pececito atrapado en una pecera de cristal. ¿Qué se suponía que tenía que contestar al comentario de Rebecca? Desde luego que no quería que Nash saliera con nadie más. El hecho de pensar que pudiera estar con otra mujer le provocaba una cierta sensación de incomodidad. Pero no tenía intención de explorar aquel sentimiento en particular.
– Nash y yo somos amigos -dijo finalmente-. Sólo va a estar un par de semanas en la ciudad, así que tu amiga tendría que conformarse con una relación pasajera.
– ¿Cuánto tiempo tarda uno en enamorarse? -preguntó Rebecca-. Tal vez ahora seáis amigos, pero eso puede cambiar.
– Ni hablar -aseguró Stephanie agarrando de nuevo el vaso-. Soy más inteligente que todo eso.
– ¿No eres partidaria del matrimonio? -preguntó Rebecca alzando las cejas.
– Está muy bien para los demás.
– Pero no para ti…
– Más o menos.
En aquel momento un puñado de niños entraron en la cocina seguidos de una pelirroja bajita a la que Stephanie reconoció enseguida.
– Hola, Jill -saludó cuando la otra mujer se acercó.
– ¡Stephanie! Había oído que Nash y tú veníais. Qué bien.
Jill se agachó cuando una niña de unos tres años le tiró de los pantalones.
– Sarah, ya te he dicho que no vamos a picar nada. Comeremos dentro de media hora. Pero te puedo dar algo de beber.
Dos niños más de la misma edad aproximadamente reclamaron también sus bebidas. Rebecca accedió. Abrió un armarito, sacó una ristra de vasos de plástico y los colocó sobre la encimera.
– Tenemos zumo, leche y batidos -anunció.
Cada uno quería una cosa. Rebecca llenaba los vasos mientras Jill los iba pasando.
Stephanie se acercó al inmenso ventanal que daba al jardín. Allí había más niños jugando a la pelota. Pudo ver a todos los Haynes hablando juntos al lado de la barbacoa mientras que sus mujeres habían desplegado sillas de plástico debajo de un árbol. Todo el mundo parecía estar pasándoselo muy bien.
«Qué familia tan maravillosa», pensó Stephanie. Cuando era pequeña hubiera dado cualquier cosa por pertenecer a un grupo así. Siendo la única hija de unos padres más interesados en el arte que en la vida real había tenido tiempo de sobra para estar sola y suspirar por amigos, primos y familia.
Desvió su atención hacia el grupo de los hombres. Los estudió uno a uno antes de detenerse en Nash. Estaba un poco apartado del grupo. En aquellos momentos parecía tan solo que ella sintió una punzada en el corazón. Quería correr hacia él, abrazarlo fuerte y…
¿Y qué? No debía olvidarse de que se marcharía. Por primera vez, aquella información no la hizo feliz.
Se estaba retirando de la ventana cuando vio a Jason correr hacia Nash. Su hijo de ocho años abrió los brazos y se lanzó sobre él. Nash lo agarró con naturalidad. Hombre y niño soltaron una carcajada. La boca de Stephanie se curvó en una sonrisa.
Apretó los dedos contra el cristal, como si pudiera tocarlos a ambos. Una extraña melancolía se apoderó de ella. Una melancolía absurda y peligrosa. Nash y ella habían sentado unas bases muy claras y era demasiado tarde para pensar en romperlas. Y además sería inútil. Aunque ella estuviera lo suficientemente loca como para considerar la posibilidad de darle una oportunidad a su corazón, Nash no lo estaba. Y eso era algo que tenía que tener muy claro.
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