Stephanie no quería pensar en ello, no quería ni imaginárselo, pero sabía lo que había ocurrido.

– La bomba hizo explosión.

Nash asintió con la cabeza sin variar un ápice su expresión.

– Tina, otro agente y todos los rehenes murieron.

Él se sentía culpable. Stephanie lo sabía porque conocía a Nash y porque ella también se habría echado la culpa en las mismas circunstancias. Absurdo, pero así era.

– Nadie más piensa que fuera culpa tuya.

– Eso tú no lo sabes -respondió Nash mirándola.

– ¿Me equivoco?

– No.

– Así que tú te culpas y te refugias en el trabajo. Y ahora tu jefe te ofrece un trabajo distinto pensando que así reaccionarás.

– Algo parecido.

– ¿Necesitas que te hagan reaccionar?

– Ahora mismo no -respondió Nash relajando los músculos-. Tú me haces mucho bien, Stephanie.

Sus palabras la enternecieron de un modo que nada tenía que ver con el deseo y sí con el corazón. También él le hacía bien. Le hacía desear creer en el amor y en el futuro. Le hacía desear que…

Stephanie parpadeó mentalmente. «No vayas por ahí», se dijo a sí misma. Nash era algo temporal y no debía olvidarlo. No tenía ningún sentido desear la luna. Terminaría desilusionada y triste.

– Estoy contratada para proporcionarle un servicio completo -dijo tratando de bromear-. No olvide mencionarlo en sus comentarios. Eso me dará puntos de cara a la dirección.

– Estoy hablando en serio -aseguró Nash avanzando hacia ella-. Desde que te conozco, yo…

Fuera lo que fuera lo que iba a decir, se perdió bajo el sonido de las puertas de un coche cerrándose bruscamente. Stephanie se moría por saber qué iba a decirle pero estaban a punto de ser invadidos por las hordas de la familia Haynes.

– Guarda ese pensamiento -le dijo aunque supiera que no volverían nunca a tocar aquel tema.

Lo sabía porque ella se aseguraría de que así fuera. Fuera lo fuera lo que Nash iba a decirle no era algo que Stephanie quisiera oír.


– Yo nunca podría hacer lo que tú haces -le dijo Howard a la mañana siguiente.

– La mayor parte de mi trabajo consiste en hacer papeleo -le recordó Nash mientras ambos trotaban por el tranquilo vecindario.

– Pero cuando no es así, hay vidas en juego. Admiro tu capacidad para manejar esas situaciones.

Había algo de orgullo en el tono de voz de Howard. Un orgullo de padre. Nash se dio cuenta de que lo había escuchado docenas de veces antes. Tal vez desde la primera vez que conoció a Howard. Se sintió como un imbécil. Había estado tan ocupado alimentando su resentimiento hacia su padrastro que no se había dado cuenta de que aquel hombre se preocupaba por él. Que lo quería.

– Pasaste muy malos momentos cuando empezaste a salir con mamá -dijo Nash-. Recuerdo que Kevin y yo no te pusimos las cosas fáciles.

– Me hicisteis luchar por conseguir la plaza -contestó Howard sonriendo mientras respiraba con cierta dificultad-. Pero valió la pena. Además, yo estaba loco por tu madre. Algunos amigos míos temían que sólo estuviera interesada en encontrar un padre para vosotros, pero yo la quería demasiado como para que eso me importara. Y por supuesto, estaban equivocados. Supongo que veinte años de matrimonio son una buena prueba de ello.

Cuando llegaron a la esquina se detuvieron un instante en el semáforo antes de seguir corriendo por la calle. La mañana estaba clara y todavía algo fresca, aunque más tarde se calentaría.

– Teníamos doce años cuando empezasteis a salir juntos -dijo Nash-. Si mamá hubiera querido buscar un padre para nosotros habría empezado a buscar antes.

Howard lo miró de reojo y luego se secó el sudor de la frente.

– Estabais a punto de entrar en la adolescencia. Ése es el momento en que los chicos necesitan que haya un hombre cerca. Tu madre estaba preocupada por ti.

– ¿Por qué por mí? Yo era el bueno.

– Es cierto. Como Kevin era el malo, él recibía toda la atención. Vivian tenía miedo de que tú te sintieras olvidado. Hablamos mucho de ello antes de casarnos.

Howard se calló durante un instante y le palmeó la espalda.

– Para mí los dos sois como mis hijos. Habría querido a Vivian exactamente igual aunque vosotros no vinierais en el mismo saco, pero aquí entre nosotros, saber que formabais parte del trato lo hacía irresistible.

Nash no supo qué decir. Se sentía extraño y estúpido. Como si todos aquellos años hubiera estado actuando bajo unas reglas que no tenían nada que ver con el partido que se estaba jugando.

– Howard -comenzó a decir muy despacio-, yo…

Su padrastro sonrió.

– Ya lo sé, ya lo sé, Nash. Lo he sabido siempre. Yo también te quiero.


Para celebrar que los chicos no tenían colegio, la familia Haynes, acompañada de los Harmon y los Reynolds, ocupó la gran mesa en forma de «u» situada al fondo del restaurante.

Nash ocupó su asiento y escuchó las conversaciones que flotaban a su alrededor. En medio de semejante multitud su primer instinto era retirarse, observar mejor que participar. Pero tras haber salido a correr aquella mañana con su padrastro, pensó que lo mejor sería dejar de dar por hecho las cosas que lo incumbían. Al parecer, nada era como él pensaba que había sido.

«Tantos años perdidos», pensó con tristeza. Howard había estado allí para él y no se había dado cuenta. ¿Cuántas cosas más de la vida se había perdido?

El sonido de una risa interrumpió sus pensamientos. Miró al otro lado de la mesa y vio a Stephanie y a Rebecca riéndose juntas. Menuda, rubia, con el pelo corto y una boca diseñada especialmente para volverlo loco, Stephanie era una fantasía hecha realidad. Le gustaba el modo en que había encajado con su familia. En menos de veinticuatro horas su madre y ella se habían hecho amigas.

La deseaba. Eso no era ninguna novedad. Pero aquella mañana se trataba de un sentimiento diferente. Quería algo más que sexo. Quería…

Nada que pudiera conseguir, se recordó desviando la mirada. Miró en otra dirección y descubrió a Brett observándolo. Sonrió al chico, que comenzó a devolverle la sonrisa, pero enseguida giró la cabeza. Era una ironía, pero Nash sabía exactamente lo que pensaba el chico. Seguía viéndolo como una amenaza.

Pensó en la posibilidad de volver a tranquilizar a Brett, pero se dio cuenta de que no tenía sentido. Qué demonios, él no había escuchado a Howard años atrás. ¿Por qué habría de escucharlo Brett a él? Y sin embargo le gustaría encontrar las palabras adecuadas. La vida sería mucho más fácil para el chico si lo entendiera, del mismo modo que para Nash también lo hubiera sido de haber comprendido que Howard no era un problema. Todos aquellos años perdidos cuando podrían haber estado muy unidos.

Nash odiaba los arrepentimientos, los «podría haber sido». Y no quería tenerlos con Howard. ¿Y con Tina? Su matrimonio nunca había sido perfecto. Tal vez si él se hubiera esforzado más por mejorarlo, entonces tal vez no se sentiría tan culpable todo el tiempo, tal vez…

Se encendió una luz en su cerebro. Parecía como si hubiera estado caminando entre nieblas durante los últimos dos años, desde el día en que su mujer murió.

Impresionado, casi asustado de lo que pudiera ver, Nash miró a sus hermanos con sus esposas y sus prometidas. Los miró a la cara, a los ojos, y observó el modo en que constantemente se tocaban. Hombres y mujeres enamorados.

El amor. Eso era lo que había fallado en su matrimonio. Había vivido por inercia, pero nada más. Nunca debió haberse casado con Tina porque no la amaba. Y había tardado dos años en descubrirlo.

Capítulo 13

Stephanie se despertó con una sensación de contento. Se puso boca arriba y sonrió. Cuando todos dormían se había deslizado a la habitación de Nash y había disfrutado de una noche increíble. Se estiró sin dejar de sonreír y puso un pie en el suelo. Al hacerlo miró el reloj. Y pegó un grito.

Eran las ocho y media de la mañana. Había puesto el despertador a las seis y media. ¿Qué había ocurrido? No tardó mucho en averiguarlo: al agarrar el reloj se dio cuenta de que se le había olvidado encender la alarma. Corrió como una exhalación al cuarto de baño y se lavó a toda prisa la cara y los dientes. La ducha tendría que esperar. Los huéspedes esperaban su desayuno.

En menos de seis minutos estaba relativamente arreglada y bajando por las escaleras. Los chicos ya se habían levantado. Lo supo porque las puertas de sus dormitorios estaban abiertas y podía escuchar sus voces.

Stephanie parpadeó varias veces al imaginarse qué pensarían de ella los padres de Nash. Se armó de valor y entró en la cocina.

– Hola, mamá -la saludó Brett desde la mesa.

– ¡Mami! -gritaron los gemelos al unísono.

Todos estaban desayunando. Al parecer se trataba de bollos y beicon. Stephanie miró a su alrededor y descubrió a Nash delante del horno. ¡El hombre estaba cocinando! No salía de su asombro.

– Buenos días -la saludó él con una sonrisa-. Mis padres están en el comedor. Les he servido el café y el periódico. Howard quería una tortilla y se la he hecho. Mi madre sigue quejándose de lo gorda que se va a poner por culpa de tus deliciosos bollos. He metido otra bandeja en el horno. Brett me indicó la temperatura que tenía que poner.

– Nash nos dijo que estabas cansada y que te dejáramos dormir -respondió el chico encogiéndose de hombros.

Stephanie tenía un nudo en la garganta y sentía deseos de llorar. Lo que había hecho Nash la conmovía como hacía años que nada la conmovía. Había cuidado de ella. Tal cual, sin esperar nada a cambio. Stephanie no sabía que existieran hombres así.

En aquel momento sonó el timbre de la puerta.

– Ya están aquí -murmuró Nash consultando su reloj-. Justo a tiempo.

– ¿A tiempo para qué? -preguntó ella entornando los ojos.

– Ahora lo verás -aseguró Nash dirigiéndose a la puerta.

Stephanie dudó un instante antes de decidirse a seguirla. Lo que vio la dejó casi tan impresionada como ver a Nash cocinando. Allí estaban la mayoría de los miembros del clan Haynes. Todos los hermanos estaban allí, y también algunas de las mujeres. Esta vez, en lugar de comida y bebida, llevaban botes de pintura, cajas de herramientas, escaleras y otros enseres de trabajo. Se reunieron en la casa del guarda, como si esperaran instrucciones.

– ¿Qué están haciendo aquí? -preguntó Stephanie con los ojos abiertos como platos.

– Han venido a ayudarte porque yo se lo he pedido. Sé que llevas mucho tiempo trabajando en la casa del guarda para trasladarte a vivir allí. Me voy dentro de unos días y quiero dejarla lista antes de marcharme. ¿Te parece mal que haya hecho esto?

– No -consiguió decir ella en un hilo de voz.


A media tarde la casa estaba casi terminada. Cuando el clan Haynes se marchó después de recibir el entusiasta agradecimiento de Stephanie, Nash fue de habitación en habitación, encantado con el resultado. Lo único que faltaba era la carpintería nueva. En cuando Stephanie se hubiera instalado podría trasladarse allí con los chicos. Tendrían su propio espacio independiente de los huéspedes. Estarían a salvo.

Se la imaginaba allí, con sus muebles, sus libros, los juguetes de los niños… Convertirían aquella casita en un hogar.

¿Se veía a sí mismo también allí?

Aquella pregunta lo pilló por sorpresa. ¿Quería estar allí? ¿Quería quedarse con Stephanie y con sus hijos? Eso significaría implicarse emocionalmente. Las emociones no eran seguras, se recordó. Las emociones eran confusas y difíciles de controlar. Y si perdía el control de su vida…

Sonó entonces su teléfono móvil. Lo sacó del bolsillo de su chaqueta y apretó el botón para hablar.

– Harmon.

– Soy Jack -le dijo su jefe-. Tenemos un problema.

Cinco minutos más tarde Nash apagó el teléfono y se dirigió a la casa principal. Encontró a Stephanie en la cocina con Brett. Ella lo miró y palideció al instante.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó.

– Me ha llamado mi jefe. Ha tenido lugar un atraco en un banco de San Francisco y las cosas han salido bien. Se han escuchado tiros y hay rehenes. Viene de camino un helicóptero del ejército para recogerme -aseguró consultando el reloj-. Estará aquí dentro de unos seis minutos.

– ¿Quieres que haga algo? -preguntó Stephanie tratando de controlar sus emociones-. Tus padres se han ido al parque con los gemelos. Les contaré lo que pasa cuando regresen.

– Te lo agradezco. No sé cuánto tiempo estaré fuera. Estas cosas llevan su tiempo. Después tendré que hacer todo el papeleo.

– No te preocupes por nada -aseguró ella haciendo un gesto con la mano-. Yo te haré la maleta y luego puedes llamarme para decirme dónde enviártela.

Nash se quedó sorprendido. Stephanie estaba dando por hecho que no iba a regresar. Cierto que sólo le quedaban un par de días de vacaciones, pero aun así…