– ¡Id despacio! ¡Tenemos un huésped!

La orden salió de la cocina. Al instante tres pares de pie disminuyeron la marcha y tres cabezas giraron en su dirección. Nash tuvo la impresión de que se trataba de niños de entre ocho y doce años. Los dos pequeños eran gemelos.

Stephanie apareció ante su vista y le dedicó una sonrisa de disculpa.

– Lo siento. Es la última semana de colegio y están un poco revolucionados.

– No pasa nada.

Los niños siguieron estudiándolo con curiosidad hasta que su madre los echó por la puerta. A través de la ventana del comedor Nash los vio subir en el autobús escolar. Cuando arrancó Stephanie cerró la puerta y entró de nuevo en el comedor.

– ¿Has comido suficiente? -le preguntó mientras empezaba a recoger los platos-. Quedan más bollos.

– No, estoy bien -aseguró él-. Estaba todo delicioso.

– Gracias. La receta origina de los bollos es de hace varias generaciones. Mi marido y yo le alquilamos la posada a una pareja inglesa hace muchos años. La señora era una cocinera excelente y me enseñó a hacer bollos y galletas.

Ella terminó de recoger los platos y salió del comedor.

Nash le echó un vistazo a la sección de deportes y luego cerró el periódico. Ya no le interesaban las noticias. Tal vez podría ir a dar una vuelta y explorar la zona.

Se puso de pie y vaciló un instante. No estaba muy seguro de si debía decirle a la dueña de la posada que se iba. Cuando viajaba solía hacerlo por negocios y siempre se quedaba en hoteles anónimos y sin personalidad. Nunca antes había estado en una posada. Aquel lugar era un negocio, pero al mismo tiempo parecía ser también el hogar de Stephanie.

Nash miró en la cocina y luego en el recibidor y decidió que a ella no tenía por qué importarle cómo organizar su día. Sacó las llaves del coche del bolsillo del pantalón y caminó por el suelo de madera pulida en dirección al vehículo de alquiler.

Dos minutos más tarde estaba de regreso en la mansión victoriana. Miró de nuevo en la cocina pero estaba vacía. Un sonido sordo lo guió hacia la parte de atrás de la casa hasta llegar a un amplio lavadero. Stephanie estaba sentada en el suelo delante de la lavadora. Tenía el manual de instrucciones colocado en el regazo y a su alrededor había innumerables herramientas y piezas pequeñas.

– Maldito trozo de metal barato -murmuró ella-. Te odio. Siempre te odiaré, será así durante el resto de tu vida, así que tendrás que aprender a vivir con ello.

Nash carraspeó.

Ella se giró sobresaltada. Al verlo abrió los ojos y sonrió de medio lado en un gesto mitad angelical mitad divertido.

– Si sigues apareciendo de improviso tendré que ponerte un cencerro atado al cuello.

Nash se apoyó contra el quicio de la puerta y señaló con la cabeza en dirección a la lavadora.

– ¿Cuál es el problema?

– No funciona. Estoy intentando que se sienta culpable pero no parece servir de mucho. Creía que ibas a salir -comentó mirándole la ropa.

– El coche de alquiler se ha quedado sin batería -dijo él-. Si quieres puedo echarle un vistazo a la lavadora.

– No tienes aspecto de técnico en electrodomésticos -aseguró Stephanie poniéndose de pie.

– Y no lo soy, pero se me dan bien las máquinas.

– Gracias, pero voy a llamar a un profesional. Iré a buscar las llaves de mi coche. ¿Por qué no me esperas fuera?

Stephanie esperó a que desapareciera por el pasillo antes de subir a toda prisa las escaleras para recoger sus llaves. Cuando llegó al piso de arriba se dijo a sí misma que el corazón le latía tan deprisa por el esfuerzo de subir dos pisos, y no tenía nada que ver con el aspecto de su huésped.

Aunque lo cierto era que estaba igual de atractivo con vaqueros que vestido de traje. A pesar de que no podía haber dormido más de cuatro horas parecía descansado, guapo y con la piel radiante. En cambio ella tenía unas ojeras profundas y una debilidad en el cuerpo provocada por una lavadora rota y una cuenta bancaria en situación más que precaria.

Stephanie bajó las escaleras a toda prisa y entró en su monovolumen. Arrancó y se colocó de modo que su parachoques rozara el del otro vehículo.

Tardó un buen rato en encontrar las pinzas para cargar la batería, pero tras dar con ellas en una de las cajas del garaje se las dio a Nash.

– Tendrás que ponerlas tú. Sé que aspecto tiene una batería de coche pero si utilizo estas cosas seguro que me electrocuto y provoco un incendio en los dos vehículos.

– No te preocupes. Te agradezco la ayuda. ¿Seguro que no quieres que te compense echándole un vistazo a la lavadora?

– Gracias pero no. Considera esto como un servicio más del Hogar de la Serenidad.

Nash la observó durante unos segundos antes de darse la vuelta y encaminarse de nuevo a los coches aparcados. La oferta que le había hecho era muy amable pero no quería que ningún aficionado le metiera mano a su lavadora. Cuando a Marty le daba por ayudar terminaba por destrozar del todo algo que sólo estaba estropeado en parte. Así que ahora llamaba a los profesionales al menor atisbo de problema. Era más sencillo y a la larga más barato.

Siguió a Nash y observó cómo colocaba las pinzas en ambos vehículos.

– ¿Qué te trae por Glenwood? -le preguntó mientras él se afanaba en la operación.

– He venido a visitar a la familia.

– No conozco a nadie por aquí que se llame Harmon.

– En realidad se apellidan Haynes.

– ¿Los Haynes?

– ¿Los conoces? -preguntó él frunciendo levemente el ceño.

– Claro. Travis Haynes es el sheriff. Y su hermano Kyle es concejal, igual que su hermana Hannah -aseguró Stephanie ladeando la cabeza-. Espera: creo que Hannah es su hermanastra. No sé la historia completa pero hay dos hermanos más. Uno es bombero y el otro vive en Fern Hill.

– Sabes mucho.

– Glenwood no es una ciudad grande. Es ese tipo de sitio en el que todos nos seguimos la pista unos a otros.

Y ésa era una de las razones por las que le gustaba la zona. Tener una posada no había sido nunca su sueño, pero si tenía que llevar un negocio de aquel tipo mejor allí que en algún lugar frío e impersonal.

Nash entró en su coche y metió la llave. El motor arrancó.

– Tienes un aire de familia a ellos -aseguró Stephanie cuando él se bajó-. ¿Eres primo suyo?

– No exactamente -respondió Nash quitando los cables-. No sé mucho sobre ellos. Tal vez luego podrías contarme más cosas.

Stephanie sintió un escalofrío recorriéndole la espina dorsal. Se dio cuenta de que era excitación. Estupendo. En el tiempo que se tardaba en servir un desayuno y colocar unos cables había desarrollado una atracción. Tenía treinta y tres años, ¿no debería ser inmune a aquel tipo de locura?

– Si no es mucha molestia -matizó él entregándole los cables.

– Para nada. Cuando quieras. Normalmente estoy en la cocina cuando los niños regresan del colegio.

– Gracias.

Nash sonrió. Y esta vez, a diferencia de la noche anterior, fue una sonrisa real. Le brillaron los ojos durante un instante fugaz, pero fue suficiente para que la fría niebla de la mañana pareciera menos densa.

Desde luego, le había dado fuerte. En cuanto su guapísimo y deseado huésped se fuera en su coche alquilado tendría que tener una charla consigo mismo. Encandilarse de una cara bonita había convertido su vida en un desastre. ¿De verdad quería volver a arriesgarse una segunda vez?

Era una mujer sensata con hijos y facturas. Las posibilidades que tenía de encontrar un hombre decente y responsable eran de una entre un millón. Más le valía no olvidarse.

Capítulo 2

Nash rodeó la circunvalación de Glenwood y se desvió por la carretera interestatal. Consultó su reloj y tras conducir durante veinte minutos se metió por la salida siguiente, dio la vuelta y regresó a la ciudad.

Anduvo un rato sin dirección. Lo único que quería era moverse. En cualquier momento tendría que ponerse en contacto con su hermano y enfrentarse a la reunión familiar que tenían pendiente, pero no tan pronto.

Pasados unos minutos sonó el teléfono. Nash apretó el botón de manos libres y se dispuso a hablar.

– ¿Qué tal? -preguntó aunque conociera de antemano la respuesta.

– Te estoy controlando -respondió su hermano gemelo, Kevin-. ¿Me has dejado colgado a última hora o estás aquí de verdad?

– Estoy en la ciudad.

– No te creo.

Kevin parecía sorprendido. Nash también lo estaba. Aquél era el último lugar del mundo en el que se imaginaba que estaría. Si hubiera tenido la oportunidad de elegir estaría en el trabajo, dedicado en cualquier cosa urgente o incluso haciendo papeleo.

– ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? -le preguntó su hermano.

– No tuve elección. Me dijiste que moviera el trasero para venir o serías tú quien me lo moviera.

– Me alegro de que mis amenazas hayan servido de algo -aseguró Kevin soltando una carcajada-. He conocido a un par de ellos, Travis y Kyle Haynes.

Sus hermanastros. Familia que antes no sabía ni que existía. A Nash le costaba todavía trabajo asimilarlo.

– ¿Y qué tal?

– Fue estupendo. Existe un parecido físico que no me esperaba. Nuestro padre tenía unos genes muy poderosos. Somos más o menos de la misma estatura y corpulencia, y todos tenemos el cabello y los ojos oscuros.

Alguien dijo algo al fondo que Nash no entendió.

– Dice Haley que te diga que son todos muy guapos -aseguró Kevin con una carcajada-. Yo no me había dado cuenta. Eso es cosa de chicas.

¿Haley? Antes de que Nash pudiera decir nada su hermano siguió hablando.

– Hemos quedado para cenar mañana. Irán todos los hermanos con sus mujeres y sus hijos. Gage está aquí.

Gage y Quinn Reynolds habían sido los mejores amigos de Nash y su gemelo desde tiempos inmemoriales. Habían crecido juntos. Tres semanas atrás Nash había descubierto que Gage y Quinn compartían padre biológico con ellos.

– Hace dos años que no veo a Gage -dijo Nash-. ¿Qué tal está?

– Está prometido. Va a casarse. Vendrá mañana a la cena -dijo Kevin-. Tú también, ¿verdad? -Para eso he venido.

Para conocer a su nueva familia. Para tratar de implicarse en algo que no fuera el trabajo. Tal vez para encontrar la manera de volver a sentir.

¿Sería aquello posible o estaría pidiendo la luna?

No quería pensar en ello así que decidió cambiar de tema.

– ¿Qué tal la pierna?

– Bien. Curándose.

Su hermano había resultado herido estando de servicio. Era oficial y tuvo la mala suerte de encontrarse en el interior de una prisión cuando tuvo lugar un motín.

– Ojalá te quede marca -bromeó Nash-. A las mujeres les encantan las cicatrices provocadas por heridas de bala. Conociéndote, seguro que lo utilizarás como una ventaja.

– Tiene gracia que digas eso -dijo Kevin aclarándose la garganta-. Tendría que habértelo dicho antes pero estabas fuera en una misión. Lo cierto es que he conocido a alguien…

– ¿Haley? -preguntó su hermano recordando la voz femenina que había oído antes.

– Sí. Es… es una mujer increíble. Nos vamos a casar.

El compromiso de Gage había sido una sorpresa, pero el de Kevin lo dejó completamente sin palabras. Siguió conduciendo en silencio porque no se le ocurría absolutamente nada que decir.

– ¿Quieres conocerla? -le preguntó Kevin-. Estamos en un hotelito aquí en el centro de la ciudad.

– Claro. Voy para allá.


– Tú debes de ser Nash -le dijo una joven rubia con ojos de cervatillo tendiéndole la mano-. Vaya, eres alto, igual que Kevin, y también muy guapo, aunque no os parezcáis mucho. ¿Qué pasa con vuestros genes? -preguntó arrugando la nariz-. ¿Ninguno de vosotros es gordo o al menos poco atractivo?

Kevin agarró a su prometida del brazo y la besó con fuerza en la mejilla.

– Haley siempre dice lo que piensa. Ya te acostumbrarás.

– Felicidades por vuestro compromiso -dijo Nash tomando asiento en el sofá de la suite-. Si Kevin no ha sido completamente sincero respecto a su pasado me encantará entrar en detalles.

– ¡Vaya, historias de cuando Kevin era malo! -exclamó Haley riéndose a carcajadas-. Me ha contado algunas cosillas, pero nada de mujeres. ¿Cuántas ha habido? ¿Cientos? ¿Miles?

– Sabes todas las cosas importantes -aseguró Kevin removiéndose intranquilo en la silla-. Te quiero y deseo pasar el resto de mi vida contigo.

– ¿Verdad que es el mejor? -dijo ella sentándose a su lado y tomándolo de la mano-. Estoy deseando casarme con él. Por cierto, Nash, ¿tú sales con alguien?

– Creo que ya has asustado a mi hermano lo suficiente -dijo Kevin poniéndose en pie y ayudándola a levantarse-. Vamos, entra en el dormitorio. Yo iré enseguida.

– ¿He dicho algo malo? -preguntó Haley haciendo a continuación un gesto con la mano para quitarle importancia al asunto-. Bueno, voy a planear la boda. La gran boda.