– Que te diviertas -le gritó Kevin antes de verla desaparecer por la puerta-. Es una chica estupenda -aseguró antes de tomar asiento al lado de su hermano-. Es inteligente, divertida y generosa. No sé cómo lo hace, pero me resulta facilísimo amarla.

¿Habría sido aquél el problema?, se preguntó Nash. ¿Le había resultado difícil amar a Tina? ¿Se habría interpuesto el trabajo entre ellos?

– Bueno, basta de hablar de mí -dijo Kevin-. ¿Qué tal estás tú? Pensé que sería imposible sacarte del trabajo.

Nash se encogió de hombros en lugar de admitir que no había sido idea suya tomarse en aquel momento vacaciones.

– Pues aquí estoy, totalmente dispuesto a conocer a la familia.

– Sí, claro -dijo su hermano poniéndose de pronto muy serio-. Siempre has sido muy callado, pero desde la muerte de Tina lo has estado mucho más. ¿Crees que lo vas superando?

Nash nunca había estado dispuesto a reconocer lo que sentía por la muerte de su esposa, así que tampoco sabía si lo había superado o no. Así que dijo lo que le pareció más fácil.

– Claro. Estoy muy bien.

– Sigues culpándote -aseguró Kevin sacudiendo la cabeza-. No fue culpa tuya.

– ¿Entonces, de quién?

– Tal vez de nadie. Tal vez sencillamente ocurrió.

– Yo no veo las cosas así.

– No puedes controlarlo todo.

Nash lo sabía. Descubrirlo había sido una de las razones por las que había dejado de dormir, de comer, de vivir. Pero aquel conocimiento no había servido para cambiar las cosas.

– Háblame de la familia Haynes -dijo para cambiar de tema.

Kevin se lo quedó mirando unos segundos y luego asintió con la cabeza, como si estuviera de acuerdo con aquella táctica.

– Los dos que he conocido son buenos tipos. Están tan sorprendidos con todo esto como nosotros, pero se han mostrado muy amables -aseguró Kevin sonriendo-. Son todos policías.

– Estás de broma -dijo Nash, que sabía que había cuatro hermanos y una hermana.

– No. Lo son todos -respondió su hermano con una carcajada-. No, espera. Uno de ellos se rebeló. Es bombero.

No era lo mismo que policía pero se le acercaba bastante. Kevin era oficial del ejército, Gage sheriff y Nash trabajaba para el FBI.

– Lo llevamos en la sangre -murmuró Nash.

– He estado con Gage -continuó Kevin-. Los conocemos a él y a Quinn de toda la vida, hemos crecido juntos, jugado juntos… Me cuesta trabajo aceptar que siempre hemos sido hermanos.

– Actuábamos como tales -aseguró Nash-. Pero estoy de acuerdo contigo. Pensábamos que éramos buenos amigos y punto.

– La cena de mañana será en el zoo -comentó su hermano-. Los chicos, las mujeres y sus hijos. Intentaré organizar una comida sólo para algunos hermanos, ¿te apetece?

– Claro -respondió Nash, al que no le gustaban las multitudes.

– Aquí hay habitaciones libres -dijo Kevin-. ¿Quieres mudarte?

– Estoy bien donde estoy.

– ¿Seguro?

Nash sabía que su hermano estaba pensando que evitaba tener contacto con el mundo, pero no se trataba de eso. Si Kevin insistía le diría que era un rollo hacer y deshacer maletas. Era mentira, pero así se lo sacaría de encima. La verdad era otra. Por primera vez desde hacía dos años había sentido una chispa de interés por algo que no fuera el trabajo. Era consciente de que el deseo sexual y sus necesidades físicas no significaban nada, pero le había despertado la curiosidad lo suficiente como para quedarse por ahí a ver qué pasaba después.


Cuando Nash puso el pie en el amplio vestíbulo del Hogar de la Serenidad tuvo un instante de vacilación. No estaba muy seguro de qué hacer el resto del día. Por muchas ganas que tuviera de llamar a la oficina sabía que era demasiado pronto. Eso sólo serviría para demostrarle a su jefe que tenía razón.

Entró en el comedor y luego en la cocina. Nada. Luego caminó por el pasillo y agudizó el oído. Silencio. Una rápida ojeada al garaje le confirmó lo que sospechaba. Estaba solo.

En busca de algo con lo que distraerse, se dirigió a la parte trasera de la casa. En el lavadero encontró la lavadora, que seguía desmontada en piezas. Nash agarró el manual y se sentó en el suelo a estudiarlo.

Una horas más tarde había encontrado el problema y, al parecer, había conseguido solucionarlo. Cuando estaba montando de nuevo la máquina escuchó cómo se cerraba la puerta de la calle. Se le cayó al suelo la herramienta que tenía en la mano. Se dio la vuelta al escuchar el sonido de unos pasos acercándose, pero en lugar de la rubia menuda que esperaba entró por la puerta un chico de unos doce años.

Nash recordaba que los otros dos eran gemelos idénticos, así que aquél debía de ser el mayor.

– Hola -lo saludó con una sonrisa.

El chico no se la devolvió. Se cruzó de brazos y entornó los ojos sin dejar de estudiar a Nash.

– Usted no es el técnico.

– Tienes razón. Soy Nash Harmon. Me alojo en la posada -dijo tendiéndole la mano, que previamente se había limpiado con un trapo.

– Brett Wynne -se presentó el chico tras vacilar unos instantes antes de estrecharle la mano-. ¿Qué estás haciendo con la lavadora? Si la rompes mamá se pondrá como loca y tendrás que pagar la reparación.

– Creo que más bien la he arreglado -aseguró Nash-. Pero ahora tengo que volver a montarla. Sólo me faltan algunas piezas. ¿Quieres ayudarme?

– Sí -se apresuró a responder Brett con buen ánimo-. Bueno, la verdad es que no tengo nada mejor que hacer -rectificó de inmediato encogiéndose de hombros.

– Aprieta donde yo te diga -le pidió Nash haciéndole entrega de una llave inglesa.

Quince minutos más tarde la lavadora estaba casi montada.

– Se te da muy bien la mecánica -alabó Nash a muchacho-. Manejas muy bien las herramientas.

– Ya lo sé -respondió Brett tratando de aparentar indiferencia.

En aquel momento alguien carraspeó. Nash miró por encima del hombro y se encontró con Stephanie en el umbral del lavadero. Los gemelos estaban justos detrás de ella, uno a cada lado. No parecía muy contenta.

– Sé que quiere ayudar, señor Harmon, pero, esto no es cosa suya.

Antes de que Nash pudiera decir nada Brett se puso de pie.

– No pasa nada, mamá. Creo que la hemos arreglado. Podemos probarla ahora a ver qué pasa.

– Brett, la lavadora no es un juguete -aseguró su madre frunciendo el ceño.

– Me alegro -intervino Nash incorporándose también-. Porque yo no estaba jugando.

Capítulo 3

Aquel hombre era tan alto que Stephanie tuvo que echar la cabeza ligeramente hacia atrás para mirarlo a los ojos. Cuando sus miradas se cruzaron se convenció de que ni un terremoto bastaría para romper aquella conexión entre ellos.

¿En qué se basaba aquella atracción? ¿En su inmejorable aspecto físico? ¿En la sombra de tristeza que cruzaba por su rostro cuando sonreía? ¿En aquel cuerpo ligeramente musculado? ¿En la falta de sexo? ¿En aquella voz?

«Yo no estaba jugando». Stephanie sabía a qué se refería con aquellas palabras. No estaba jugando al técnico en reparaciones. Sólo quería ayudar. Pero ella deseó que hubiera querido decir otra cosa. Deseó que hubiera querido decir que la encontraba sexy, misteriosa y que para él era una fantasía irresistible. Deseó que hubiera querido decir que no estaba jugando con ella.

Sí, claro. Y con ayuda del genio de la lámpara conseguiría también que toda la pila de ropa sucia se lavara y se planchara sola.

– Dime qué es exactamente lo que has hecho -le pidió a Nash-. Así podré decírselo al técnico cuando venga.

– Hay un modo mejor de demostrártelo -aseguró él acercándose a la lavadora.

Stephanie y Brett observaron cómo cerraba la tapa y giraba la rueda del programa. Tras un segundo de silencio sonó un clic. Y luego, asombrosamente la vieja máquina cobró vida y se escuchó el sonido de agua deslizándose por las tuberías.

– No puedo creerlo -musitó Stephanie entre dientes-. Funciona.

– Tengo hambre, mamá -dijo Adam, uno de los gemelos, tirándole de la camisa-. Quiero merendar.

– Yo también -lo secundó su hermano Jason.

– Esperadme en la cocina -les pidió ella girándose hacia Nash-. No sé cómo agradecértelo. Por supuesto, te lo descontaré del precio de la habitación. La última vez que vino el técnico me cobró cien dólares.

– Olvídalo -contestó Nash agachándose a recoger las herramientas-. Si quieres agradecérmelo invítame a merendar.

– Por supuesto. ¿Te apetecen unas galletas caseras y una taza de café?

– Suena estupendo -aseguró él cerrando la caja de las herramientas.

– Te lo llevaré al comedor en cinco minutos.

Stephanie se metió en la cocina. Todas y cada una de las células de su cuerpo estaban alerta tras aquel encuentro. ¿Quemaría calorías la atracción sexual? Eso sería estupendo.

Puso una cafetera al fuego y tras ponerles a los niños unos vasos de leche con galletas y fruta llevó una bandeja con el café y las galletas recién hechas al comedor.

Nash estaba sentado frente a la ventana mirando a la calle. Cuando la oyó entrar giró muy despacio la cabeza y alzó las cejas.

Stephanie se aclaró la garganta y pensó en algo que decir. Pero no se le ocurrió nada.

– Debes de echar de menos a tu familia de Chicago -dijo finalmente.

– No tengo a nadie allí. No estoy casado.

«Un cero a favor de mis hormonas», pensó Stephanie tratando de disimular el alivio que sentía.

– Muy bien -dijo aspirando con fuerza el aire-. Puedes decirme que no. Es una locura completa y no debería ni preguntártelo. ¿Por qué ibas a querer? -preguntó negando con la cabeza-. Olvídalo.

– ¿Me has preguntado algo y yo no me he enterado? -dijo Nash parpadeando.

– Creo que no -reconoció ella yendo hacia la cocina-. Estoy con los niños en la cocina y… y eres bienvenido si quieres reunirte con nosotros.

Nash pareció sorprendido y desde luego nada cómodo con la idea. Por supuesto. Era un hombre de éxito, sensual y soltero. Los hombres así no se mezclaban con madres solteras con tres hijos.

Stephanie sintió cómo se le subían los colores.

– No importa -dijo con firmeza-. Ha sido una estupidez sugerírtelo.

Se giró para dirigirse a la puerta de la cocina pero antes de que hubiera dado dos pasos Nash la llamó.

– Me gustaría estar con vosotros -le dijo con una sonrisa-. Será divertido.

Ella sintió cómo sus órganos internos hacían un movimiento sincronizado. Ahora que había aceptado sentía que era una estupidez de invitación pero era demasiado tarde para echarse atrás.

– Adelante -dijo haciéndole un gesto con la cabeza en dirección a la cocina mientras le llevaba la bandeja.

– Las galletas estaban muy buenas -aseguró Nash después de merendar y que los chicos hubieran salido de la cocina.

– Gracias. No te diré toda la mantequilla que tienen.

– Te lo agradezco.

Nash agarró su plato y lo llevó al fregadero, lo que fue para ella toda una sorpresa. Y luego, antes de que pudiera decir nada, abrió el grifo y empezó a enjuagarlo.

Stephanie estuvo a punto de frotarse los ojos. Seguro que estaba siendo víctima de una alucinación. ¿Un hombre trabajando? Aquello era algo desconocido para ella.

– No tienes por qué hacerlo -dijo tratando de no aparentar demasiada sorpresa.

– No me importa ayudar.

Mientras hablaba recogió los platos de los chicos, los enjuagó y los metió en el lavavajillas. Stephanie seguía sin dar crédito. Marty ni siquiera sabía dónde estaba aquel electrodoméstico, ni mucho menos para qué se utilizaba. Stephanie sólo volvió en sí cuando vio que Nash iba en busca de los vasos.

– Oye, yo soy la que cobra por hacer este trabajo, no tú -dijo dando un paso adelante para quitarle el vaso.

Sus dedos se rozaron. Sólo durante un segundo, pero aquello fue suficiente. Stephanie no sólo escuchó campanillas sino que además habría jurado que vio saltar las chispas entre ellos. Cielo santo. Chispas. No pensaba que ese tipo de cosas ocurrían después de cumplir los treinta.

Nash la miró. Sus ojos oscuros brillaban con lo que a ella le hubiera gusta que fuera el fuego de la pasión, aunque seguramente se trataría del reflejo de la lámpara. Sintió un escalofrío de deseo que le puso la piel de gallina y provocó en ella las ganas de lanzarse a sus brazos y besarlo durante al menos seis horas antes de hacer el amor con él hasta la extenuación. Allí mismo, en la cocina.

Stephanie tragó saliva y dio un paso atrás. Algo no iba bien en su interior ¿Se trataría de la alergia? ¿Demasiada televisión? ¿Demasiado poca? Se sentía húmeda y suave. Se sentía inquieta. Todo aquello le resultaba tan poco habitual, tan inesperado y tan intenso… que sería gracioso si no estuviera tan aterrorizada.

Capítulo 4