Le dio un sorbo a su té y miró alrededor. Sabía casi con seguridad cómo se llamaban todos los hombres pero le seguía resultando complicado emparejarlos con sus esposas y ponerles nombre a éstas. Lo de Hannah era más fácil. Era la única chica del clan Haynes y se parecía mucho físicamente a sus hermanos. Era alta, de cabello oscuro y muy atractiva. Su marido era el único hombre rubio que había en la sala. Pero a partir de ahí todo lo demás era muy complicado. ¿La esposa de Kyle era la morena gordita con los ojos marrones o la gordita de cabello castaño y ojos verdes?

– ¿Te importa si recojo a los niños y nos vamos? -preguntó Stephanie apareciendo a su lado como por arte de magia-. Mañana tienen colegio y si quiero que se acuesten a una hora decente necesito marcharme ya.

– Muy bien. ¿Te ayudo?

– Sí, por favor. ¿Por qué no vas a buscar a los gemelos? Estarán juntos y obedecerán mejor. Yo iré a buscar a Brett y traeré el coche a la puerta.

Se despidieron de la familia Haynes y atravesaron el restaurante. La sala de juegos estaba al lado de la puerta. Nash vio a Jason y a Adam sentados en un banco. Adam se puso de pie al verlo pero Jason se limitó a parpadear con gesto cansado.

– Es hora de volver a casa -dijo Nash.

– Muy bien -contestó Adam.

– Estoy cansado -aseguró Jason poniéndose en pie y tendiéndole los brazos.

Nash se lo quedó mirando fijamente. Un niño pequeño alzando los brazos era un signo universal. Aunque Nash vivía en un mundo sin niños lo entendió al instante. Jason quería que lo llevara en brazos.

Nash vaciló un instante. No porque pensara que Jason pesaría mucho ni porque temiera que a Stephanie le importara. Se detuvo porque algo en su interior le advirtió que aquello podía ser un problema. No quería tener relaciones con nadie: ni con amigos, ni con las mujeres ni con niños. Las relaciones implicaban un grado de relajación que no estaba dispuesto a permitirse. El control era lo único que se interponía entre el caos él.

La confianza implícita en el gesto de Jason lo hizo sentirse incómodo. Sólo conocía a los niños desde hacía dos días. Entonces, ¿por qué Jason estaba tan cómodo a su lado?

– Quiere que lo lleves -señaló Adam por si Nash no lo había entendido.

– Lo sé.

No parecía haber ninguna salida digna a la situación y Nash no quería montar una escena por nada. Así que se inclinó hacia delante y estrechó al niño contra su pecho. Jason le echó los brazos alrededor del cuello al instante y apoyó la cabeza en su hombro. Luego le enredó las piernecitas alrededor de la cintura.

Nash rodeó al niño con una mano para mantenerlo firme y le hizo un gesto a Adam para que echara a andar. Pero en lugar de hacerlo el pequeño de ocho años lo agarró de la mano y se apoyó contra él.

– ¿Va a traer mamá el coche? -preguntó con voz somnolienta.

– Sí. Vamos.

Nash abrió camino para salir del restaurante. Brett ya los estaba esperando en la acera. Miró detenidamente a los tres y luego apartó la vista. Pero no antes de que Nash viera la hostilidad dibujada en sus ojos.

Aquel chispazo de rabia y dolor que atisbó a distinguir en el chico despertó en Nash un sentimiento conocido.

Stephanie apareció en aquel momento y lo arrancó de sus pensamientos. Luego se entretuvo acomodando a los gemelos. Cuando estaba a punto de subirse al asiento del copiloto su hermano Kevin salió del restaurante.

– ¿Qué te han parecido? -le preguntó.

– Buena gente -respondió Nash mirando en dirección a la pizzería.

– Estoy de acuerdo -dijo su hermano golpeándolo cariñosamente en la espalda-. Ya nos veremos. Encantado de conocerte, Stephanie -dijo asomando la cabeza al interior del coche-. Si este tipo te da algún problema házmelo saber.

– Hasta ahora ha sido estupendo, pero si cambia de actitud te llamaré -respondió ella con una sonrisa.

– Hecho. Buenas noches.

Kevin volvió a entrar en el restaurante. Stephanie lo vio marcharse.

– Tienes una familia maravillosa -dijo-. Eres afortunado.

Nash nunca se había visto a sí mismo como un hombre de suerte, pero tal vez en aquel aspecto lo fuera.


Stephanie suspiró e hizo todo lo posible por mantener la calma.

– Brett, es muy tarde. Mañana hay colegio y te estás portando fatal. Si lo que quieres es convencerme de que no eres lo suficientemente maduro como para salir una noche entre semana, estás haciendo un trabajo excelente.

Su hijo mayor se dejó caer en la cama y se quedó mirando al techo. Desde que llegaron a casa tras cenar con Nash y su familia había permanecido callado y con gesto malhumorado. Stephanie no comprendía cuál era el problema. Por mucho que se estuviera acercando a la adolescencia, las hormonas no se alteraban en cuestión de dos horas.

– Sé que te lo has pasado bien -aseguró sentándose a su lado y colocándole una mano sobre el vientre-. He visto cómo te reías.

– No ha estado mal.

– ¿Sólo eso? Pensé que había sido muy divertido.

Brett se encogió de hombros.

Stephanie empezó a masajearle la tripa, como solía hacerle cuando era pequeño y no se encontraba bien.

– No pienso marcharme hasta que me digas qué te pasa. Me quedaré aquí sentada, y puede que dentro de un rato empiece a cantar.

Brett siguió mirando al techo pero ella observó cómo sonreía ligeramente. Sus hijos pensaban que tenía una voz horrible y siempre le suplicaban que no cantara.

– ¿Y si me quedo mirándote fijamente? -insistió abriendo mucho los ojos.

Brett apretó los labios pero era demasiado tarde. Primero sonrió, luego hizo una mueca y después soltó una pequeña carcajada.

– ¡Deja de mirarla! -exclamó dándosela vuelta.

– Lo haré si hablas -respondió Stephanie relajándose.

El chico se giró hacia ella pero en lugar de mirarla clavó los ojos en las sábanas.

– ¿Sigues queriendo a papá?

No estaba preparada para aquella pregunta. Brett no solía sacar aquel asunto con frecuencia, pero cuando lo hacía ella se sentía incómoda. Siempre optaba por una respuesta rápida en lugar de decirle la verdad, porque eso era lo que su hijo quería oír. Porque quería que su hijo recordara a sus padres como una pareja feliz.

– Por supuesto que lo sigo queriendo -respondió con dulzura-. ¿Por qué lo preguntas?

Brett se encogió de hombros.

– ¿Se trata de Nash? ¿Te preocupa que haya algo entre nosotros?

El chico volvió a encogerse de hombros.

– Es un hombre amable -contestó ella-, pero eso no significa nada. Está de vacaciones. Cuando se le terminen regresará a Chicago.

Donde aquel viudo guapo tendría seguramente docenas de mujeres elegantes y sofisticadas esperándolo. Donde no se acordaría de una madre sola con tres hijos que sentía por él una vergonzosa atracción.

– ¿Te gustaría, ya sabes… salir con él?

Para ser sinceros lo que más le gustaría hacer con Nash sería quedarse, pero no era eso lo que su hijo quería saber. Dos semanas atrás le habría dicho a Brett que no tenía intención de volver a salir con ningún hombre jamás. Pero la llegada de Nash le había demostrado que su vida tenía grietas. No iba a ser tan estúpida como para arriesgarse a otro matrimonio, pero no le importaría disfrutar de vez en cuando de un poco de compañía masculina.

– No me imagino teniendo una cita con Nash -dijo con sinceridad-. Ya hace tres años que murió papá. Mis sentimientos hacia él no han cambiado pero llegará un momento en que tenga ganas de volver a salir con alguien.

– ¿Por qué? -preguntó Brett con sus ojos azules llenos de lágrimas-. ¿Por qué no puedes querer sólo a papá?

– Porque ya no está -respondió Stephanie abrazándolo-. Cuando seas un poco mayor te empezarán a gustar las chicas. Te lo prometo. Así que saldrás con ellas. Puede que incluso tengas novia. Y la querrás. ¿Seguirás queriendo entonces a tus hermanos?

– ¿Qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando? -preguntó el chico mirándola con asombro.

– Contesta a mi pregunta. ¿Los seguirás queriendo?

– Supongo que sí. Si no se ponen muy pesados…

– ¿Me seguirás queriendo a mí?

– Eso seguro.

– Ahí quería llegar. El corazón humano tiene capacidad para amar a tanta gente como queramos tener en nuestras vidas. Si yo empezara a salir con alguien, mis sentimientos hacia ti, hacia los gemelos o incluso hacia papá no cambiarían. Hay sitio más que de sobra para todos.

– Pero me gusta pensar en ti al lado de papá.

– Puedes seguir pensándolo. Yo no lo dejé, cariño. Se murió. Lloramos su pérdida y seguimos queriéndolo. Eso es lo que tenemos que hacer. Pero también tenemos que vivir nuestra vida y ser felices. ¿No crees que eso es lo que le hubiera gustado a papá?

Stephanie sabía que a Marty le hubiera encantado que su esposa y sus hijos le guardaran luto eternamente, pero no tenía intención de hacer partícipe de aquel convencimiento a un chico de doce años.

– Pero no vas a salir con Nash… -aventuró Brett asintiendo levemente con la cabeza.

– No.

– ¿Me lo prometes?

– Nash y yo no tendremos una cita fuera de esta casa -aseguró Stephanie haciéndose una cruz sobre el pecho-. Pero es lo único que voy a permitirte entrar en mi vida, jovencito. Y si decido salir con alguien tendrás que aceptarlo, ¿de acuerdo?

– Sí. Sin problemas.

– Bien.

Ella lo besó en la frente antes de soltarlo. Luego lo metió en la cama y lo arropó, le dijo buenas noches y salió del dormitorio. Tras cerrar la puerta bajó lentamente por las escaleras.

Se preguntó cuándo había empezado Brett a considerar a Nash como una amenaza. ¿Había algo extraño en su comportamiento o era su hijo capaz de haber notado la poderosa atracción que ella sentía? No importaba. Se había sentido muy cómoda al aceptar que no saldría por ahí con Nash. No se lo imaginaba pidiéndole una cita para ir al cine o a cenar. No parecía de ese tipo de hombres. Nash era más de paseos por la orilla del río a medianoche y de besos apasionados contra los firmes muros de piedra del viejo castillo.

Stephanie sonrió. Al menos así lo veía ella en su imaginación. Teniendo en cuenta que no había cerca ni castillo ni río, estaba a salvo. Aunque no quisiera.

Cuando llegó al piso de abajo giró en dirección a la cocina. Un movimiento ligero le llamó la atención y se detuvo. Cuando se dio la vuelta se encontró con Nash recorriendo la alfombra del salón arriba y abajo. Al verla se detuvo y se encogió de hombros.

– He cenado demasiado -dijo-. No tengo ganas de acostarme. ¿Te molesto?

– Por supuesto que no. Tengo que hacer galletas para que los gemelos se lleven mañana al colegio. Hay pocas cosas menos interesantes que ver a alguien hornear. ¿Quieres venir a aburrirte un rato a la cocina? Seguro que te ayudará a dormir.

– Claro.

En cuanto él accedió Stephanie sintió deseos de golpearse la cabeza contra la pared más cercana. Verla a ella tal vez resultara aburrido para Nash, pero tenerlo cerca le resultaba a ella salvajemente excitante. No necesitaba pasar más tiempo a su lado. Pasar el rato con Nash sólo contribuía a avivar su calenturienta imaginación. Antes de la cena de aquella noche lo consideraba sensual y encantador. Pero después de la velada había comenzado a gustarle.

Le había gustado verlo relacionarse con su familia. Se había mostrado cariñoso y comprensivo con las docenas de niños que pululaban por allí y muy atento con sus hermanos. Stephanie se había quedado impresionada al saber cómo se ganaba la vida. No había acertado mucho al pensar que era profesor o vendía zapatos. Nash trabajaba en un mundo oscuro y peligroso, lo que contribuía a hacer de él un hombre todavía más atractivo.

Stephanie se dijo a sí misma que tenía que dejar de pensar en Nash como en un cavernícola de torso desnudo que la empujaba hacia el lado salvaje. El pobre sólo había firmado como huésped de su posada, no como estrella protagonista de sus fantasías eróticas. Si él supiera lo que estaba pensando, probablemente se vería obligado a salir corriendo en medio de la noche pegando gritos.

Stephanie sacó los ingredientes necesarios para hacer galletas de chocolate y los dejó sobre la encimera.

– ¿Te ayudo? -preguntó Nash haciendo amago de levantarse de la silla en la que se había sentado. Ella negó con la cabeza.

– Las he hecho tantas veces que ni siquiera tengo que mirar la receta. Pero si te portas bien te dejaré probar una recién sacada del horno.

– Trato hecho.

– Bueno, ¿qué te ha parecido esta noche? -preguntó Stephanie rompiendo un par de huevos y echándolos sobre la harina.

– Ha estado bien. Pero no sería capaz de recordar el nombre de casi nadie.

– Yo que tú ni lo intentaría -aseguró ella calculando la medida del azúcar moreno-. ¿En qué parte de Chicago vives?

– Tengo una casa al lado del lago. Puedo ir caminando a los mejores restaurantes y cerca hay un buen circuito para correr.