– Vaya.
– Sólo digo que los hombres que conquistan a mujeres sólo para aumentar su récord no se quedan. El se ha quedado. Dice que quiere ser el padre de su hijo. Eso no es malo. No tienes que casarte con él. No tienes que hacer nada. Pero tal vez quieras pensar en llegar a conocerlo. Empieza por ahí y mira hacia donde te lleva. Tal vez sea un buen hombre.
– ¿Eso crees? -preguntó Julie-. ¿Con mi suerte?
Las palabras de su madre tenían sentido, pero Julie no quería ir por ahí. Quería seguir enfadada. Era más seguro. Llegar a conocer a Ryan era ponerse a si misma en peligro. ¿Y si comenzaba a creer en él? Sólo le haría daño.
– No todos los hombres son como Garrett -dijo su madre.
– ¿Quieres apostar?
Capítulo Ocho
Ryan vivía en un apartamento alto que era todo cristal y acero. Julie sabía lo importante que era el material en la construcción, puesto que estaban en Los Angeles y los terremotos allí eran una realidad. Sin importar qué innovación tecnológica mantenía el edificio en pie, no se sentía impresionada por la frialdad del lugar. Sí, la localización era fantástica y el servicio de conserjería se ocupaba de todos los detalles de la vida cotidiana, pero ella prefería su vecindario rústico, donde los jardines eran habituales y los niños jugaban en la acera.
Por supuesto, mostrarse crítica con el edificio de Ryan era una distracción fabulosa, pensó mientras bajaba del ascensor y caminaba hacia el apartamento. Había decidido seguir el consejo de su madre del fin de semana anterior y llegar a conocer a Ryan. Lo había llamado y le había sugerido que se vieran. Él había ofrecido que comieran en su casa.
Llamó al timbre. Ryan abrió casi de inmediato.
Parecía más alto de lo que recordaba, aunque tal vez estaba confusa por verlo con ropa informal. Llevaba unos vaqueros gastados y una camisa blanca de manga larga. Ambas prendas enfatizaban su altura.
Su camisa estaba abierta a la altura del cuello, dejando ver su pecho bronceado y un rastro de vello.
Recordó cuando había acariciado esa zona, deslizando las manos por su piel caliente y sintiendo cómo reaccionaba a su tacto.
– Has venido -dijo él-. Adelante.
– No era difícil de encontrar.
– Pensé que cambiarías de opinión -admitió-. Después de la última vez.
La última vez. Su pelea en la oficina después de proponerle matrimonio. Sólo pensar en ello la enfurecía y le daba ganas de escupirle. No había escupido en su vida, pero, si alguien iba a conseguirlo, ese era Ryan.
Aun así, no había ido allí para discutir con él.
– Dijiste por teléfono que podríamos fingir que nunca ocurrió.
– Tienes razón -dijo él con una sonrisa-. Este soy yo fingiendo. Adelante.
Se echó a un lado y ella entró en el recibidor. La sorpresa fue instantánea. Ellos dos eran las únicas cosas vivas en una sala de cristal y metal.
– Creo que es importante que nos conozcamos -le dijo, decidiendo que era educado ignorar los alrededores-. El bebé no va a desaparecer y tú tampoco. Así que aquí estamos.
– Pero tú desearías que yo desapareciera -dijo él, sonriendo.
– Mi vida sería menos complicada.
– Aburrirse no es mejor.
– No hablo de aburrimiento -dijo ella-. Sólo de tener menos sorpresas.
– Trataré de no darte muchas. ¿Entonces hacemos una tregua durante la comida?
– Estoy dispuesta. Lo consideraremos un entremés picante.
– ¿Quieres decir que no debería confundir tu conversación agradable con el perdón?
Julie había albergado la esperanza de que pudieran evitar hablar de lo sucedido, pero tal vez fuese imposible.
– Lo estoy intentando.
– Lo comprendo. No eres fácil. Lo respeto.
A pesar de su nerviosismo, Julie se rió.
– Aparentemente soy fácil. Por eso me encuentro en esta situación.
Ryan dio un paso hacia ella y bajó la voz.
– No eres fácil; es que yo soy irresistible.
– ¿Por qué eso no hace que me sienta mejor?
– No estoy seguro -dijo él, guiándola por el vestíbulo-. Al menos alimenta mi ego, cosa que siempre viene bien.
– Puedo imaginármelo -murmuró ella.
– Vamos. Te haré una visita guiada.
Julie lo siguió hacia el salón. El mueble estaba en una esquina, de modo que tenía dos paredes de cristal que le proporcionaban una maravillosa vista de Hollywood, de las colinas y de los edificios del centro.
Allí el color predominante era el gris, acentuado con tonos de madera y toques de un rojo y un naranja brillantes provenientes de un cuadro de arte muy abstracto. Las mesillas y la mesa del comedor eran de cristal y acero. El sofá y las sillas, grises. Las paredes de un tono más suave del mismo color. Los suelos de madera y la alfombra de cuero proporcionaban la única pizca de calor.
– ¿Qué te parece? -preguntó él.
Julie dejó el bolso en una silla, y dijo:
– Es, eh… muy moderno.
– ¿No es tu estilo?
– No mucho -y, a juzgar por lo poco que conocía, Ryan, apostaría a que tampoco era su estilo.
– Salía con una decoradora cuando me mudé. Se ofreció y yo tomé el camino fácil.
O sea, que no era su estilo. Era curioso que eso hiciera que le gustara un poco más.
La condujo hasta la cocina. Estaba abierta al resto de la sala y los muebles eran grises. Las encimeras eran de cemento y los suelos de azulejos, también grises.
– Necesitas algunas plantas -dijo Julie mientras se sentaba en un taburete-. Algo verde y con vida. ¿No tienes miedo de que tanta cosa moderna te quite la vida?
– No está mal -dijo él, encogiéndose de hombros-. Es fácil de limpiar.
– ¿Y eso cómo lo sabes? -preguntó ella con una sonrisa.
– Los del servicio de limpieza lo han mencionado alguna vez. Eso y el hecho de que no tengo mascotas.
– Apuesto a que casi siempre comes fuera, que apenas estás en casa y que no das grandes fiestas. Eres el cliente perfecto para ellos.
Ryan se colocó frente a ella y comenzó a sacar cosas del frigorífico.
– ¿Cómo sabes que no doy grandes fiestas?
– Tu sofá y tus sillas están en perfecto estado. No han derramado nada pegajoso ni líquido encima. Las fiestas son un engorro.
– Buena observación. Tienes razón. Nada de fiestas.
Sólo un sinfín de mujeres, pensó Julie. A pesar de la historia de Ryan sobre cómo las mujeres acudían a él sólo por el dinero, Julie sabía que era un hombre lo suficientemente atractivo como para atraer a las mujeres por sí solo.
Sacó un paquete de pechugas de pollo, ingredientes para ensalada, albahaca, algunos botes que ella no reconoció y una plancha de galletas con masa de pan encima.
¿Iba en serio?
– ¿Vas a cocinar? -preguntó ella, tratando de no sonar tan sorprendida como se sentía.
– Dije que prepararía la comida.
– Pensé que te referías a reservar.
– ¿Prefieres que salgamos?
– No. Esto es genial. Sorprendente, pero genial.
– ¿Tú no cocinas?
– Sé preparar algunas cosas. No vivo sólo de comida para llevar y cenas precocinadas. Pero no preparo nada que requiera horno ni tantos ingredientes. ¿Qué vamos a tomar?
– Una ensalada de queso de cabra y rúcola seguida de sándwich de pollo con salsa al pesto en pan de hierbas. Y de postre frutos rojos con crema inglesa.
– Impresionante. Déjame adivinar. Salías con una cocinera.
– Eh, eso es un prejuicio. El verano en que Todd y yo cumplimos los veinte años, nuestros padres nos llevaron de crucero por el Mediterráneo durante un mes. Hubiéramos preferido visitar Europa nosotros solos, pero insistieron, así que fuimos. Era un barco pequeño sin mucho que hacer, y casi todos eran jubilados. Creo que el capitán tenía miedo de que Todd y yo causáramos problemas porque había organizado clases diarias de cocina. No me gustaron las primeras dos, pero luego me entusiasmó. Ahora cocino.
– ¿Y Todd? -preguntó ella.
Ryan sonrió.
– El flirteaba con la camarera del cóctel.
Ryan encendió el horno y colocó una sartén en el fuego antes de salpimentar dos pechugas de pollo. Tras sacar una picadora de alimentos, lavó la albahaca y la secó con un trapo.
– Realmente cocinas -dijo ella-. Lo siento, pero esto es nuevo para mí.
– Deberías ver lo que sé hacer con una patata.
No era una parte de él que hubiera esperado. Con su dinero y su apariencia, podía haber pasado la vida pidiendo al servicio de habitaciones.
Mientras espolvoreaba varias especias sobre la masa de pan que había extendido sobre la bandeja, Julie se quedó embobada con el movimiento de sus manos; por su seguridad y su firmeza. Sin desearlo, recordó aquellas manos en su cuerpo. Para ser un hombre que siempre llevaba traje y corbata, trabajaba bien con las manos.
Y ella era una idiota. No era un buen momento para rememorar acontecimientos eróticos. Estaba allí para conocer al padre de su hijo.
Ryan metió el pan en el horno y el pollo en la sartén. Luego se acercó al frigorífico y sacó una jarra de té con rodajas de limón y cubitos de hielo.
– Té de hierbas -dijo mientras lo servía en vasos-. Sin cafeína.
– Gracias -Julie dio un sorbo. El sabor era más cítrico que otra cosa, pero estaba bien-. Está bueno.
– Me alegro de que te guste.
– De acuerdo, tú ganas. Estoy oficialmente confusa. ¿Este eres realmente tú?
– ¿Quieres ver mi carné?
– Ya sabes lo que quiero decir. Eres…
– ¿Normal?
– Sí. Normal. No el maldito bastardo que odia a las mujeres.
– Yo no odio a las mujeres -dijo él-. Me gustan.
– Siempre que puedas enseñarles lecciones -dijo ella-. Lo siento. Estoy rompiendo las normas. Digamos sólo que ésta es una parte interesante de tu personalidad. Ahora podemos pasar a temas más seguros. Dime cómo era tu vida cuando eras pequeño.
Ryan la miró mientras partía la rúcola y la echaba en un cuenco.
– Eso me metería en problemas.
– ¿Por qué?
– Porque sí. Pero te lo contaré de todas formas. Todd y yo nacimos con un par de meses de diferencia, de modo que siempre hemos estado unidos. Nuestros padres son hermanos, así que viajamos mucho juntos y fuimos a las mismas escuelas. Salíamos juntos de vacaciones.
– ¿Escuela pública? -preguntó ella antes de dar otro trago al té. Ya había adivinado la respuesta, pero no le importaba ver cómo se ponía a la defensiva.
– Privada.
– Ah.
– Los dos fuimos a Stanford. Se habló de Princeton o Yale, pero no nos interesaba. Nuestras vidas estaban en California. La nieve era para las vacaciones de esquí, no para todos los días.
– ¿Esquiabas en Gstaad? -preguntó ella.
– En todas partes. Y, antes de que empieces a burlarte de mí…
– ¡Nunca haría eso!
– Quiero dejar claro que Ruth tenía dinero. Esta también podría haber sido tu vida.
– Entiendo las palabras, pero admitiré que no puedo verlo como algo real. Mi madre siempre dijo que sus padres habían muerto, y nosotras la creímos.
– Pero, si las cosas hubieran sido distintas… -comenzó él.
– Entonces tú y yo habríamos crecido juntos. Habríamos sido como hermano y hermana.
Ryan puso cara de repugnancia. No era precisamente como querría que hubieran sido las cosas. Pensaba en Julie de muchas maneras, pero no como hermana.
Mientras cocinaba, se distraía constantemente con su presencia. Estaba tan viva, tan vibrante. Era como si ella fuese el único color de la habitación.
Le gustaba el modo que tenía de desafiarlo, y cómo trataba de ser justa. También le gustaba su jersey rosa, que enfatizaba sus curvas. Curvas que recordaba muy bien y que deseaba poder tocar de nuevo.
– O tal vez hubiéramos sido el primer amor del otro -dijo ella.
– Eso me gusta más -dijo él.
– Puedo imaginármelo. La magia del primer beso. Ir a los bailes de graduación.
– Tú irías a un colegio privado de chicas -dijo él con una sonrisa- Con uniforme.
– Te estoy ignorando. Nos habríamos separado antes de la universidad, habríamos tratado de mantener el contacto, pero tú serías incapaz de serme fiel. Yo me presentaría por sorpresa en tu residencia y te pillaría con una pelirroja.
– Eh, ¿por qué tengo que ser el malo? Nunca he sido infiel.
– ¿Por qué no me lo creo?
– No sé, pero es cierto. Tengo referencias.
Julie pareció pensar en eso durante un momento.
– De acuerdo, entonces simplemente nos distanciamos. Entonces, en nuestras siguientes vacaciones juntos, Todd intentaría ligar conmigo. Vosotros os peleáis y, mientras tanto, yo me voy con el científico que conocí en la biblioteca.
– ¿Y yo viviría mi vida amargado y arrepintiéndome?
– Tal vez. Pero finalmente encontrarías a alguien, una bibliotecaria que te leería a Emily Dickinson todas las noches.
– Vaya, gracias.
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