– ¿Quieres que no se lo digamos a mamá? -pre¬guntó Willow-. Ya sabes cómo se preocupa.
– Eso sería genial -dijo Julie-. Probablemente tendré que mencionarlo en algún momento, pero, si pudiera esperar un poco, sería más fácil.
– Claro -dijo Marina-. Lo que tú quieras.
– Así que sentís tanta pena por mí, que podría conseguir que hicieseis cualquier cosa, ¿no? -preguntó Julie con una sonrisa.
Sus hermanas asintieron.
Si se hubiera sentido mejor, tal vez hubiera bromeado con ellas pidiéndoles que llevaran a cabo una tarea descabellada. En vez de eso, dejó que la reconfortaran y se dijo a sí misma que, con el tiempo, olvidaría que había conocido a Ryan Bennett.
Julie miró por la ventana de su despacho y trató por todos los medios de entusiasmarse con la vista. Podía ver principalmente el edificio de al lado, pero a su derecha también podía ver claramente Long Beach.
Había sido ascendida la semana anterior y trasladada a unas oficinas mayores. Ahora tenía una secretaria compartida y un aumento importante. También tenía grandes planes para celebrar ese fin de semana con una escapada de compras. Willow y Marina habían prometido ir con ella.
Todo eso era bueno. Ella era lista, tenía éxito, iba ascendiendo en la carrera deseada. ¿Entonces por qué no podía dejar de pensar en Ryan?
Habían pasado tres semanas desde aquella noche desastrosa en que él había aparecido en su vida haciéndole pensar que las cosas podrían ser diferentes. Tres semanas recordando, soñando con él, deseándolo.
Eso era lo que más le molestaba; que su propio cuerpo la traicionara. Podía mantenerse cuerda durante el día, pero, cuando finalmente se quedaba dormida, él aparecía en sus sueños. Se despertaba varias veces durante la noche, excitada, ansiosa por sentir su tacto. Esos no eran los síntomas de una mujer que estaba olvidando a un hombre.
– Quiero que desaparezca -susurró.
¿Pero cómo hacer que eso ocurriera? Hasta que no había descubierto la verdad, él había sido la mejor noche de su vida.
Y también había sido persistente. La había llamado tres veces y le había enviado una cesta con bombones, vino y la primera temporada de La isla de Gilligan en DVD.
Colocó una mano sobre el cristal. Las cosas tenían que mejorar. No podía recordar a Ryan para siempre. Era una cuestión de disciplina y, tal vez, de un poco menos de café.
Se dio la vuelta para regresar al escritorio, pero no lo consiguió exactamente. Al dar un paso, toda la habitación comenzó a dar vueltas.
Lo primero que pensó fue que se trataba de un terremoto, pero no hubo ningún ruido. Lo segundo que pensó fue que jamás se había sentido tan mareada en su vida. Agudizó la visión y se dio cuenta de que era probable que fuese a desmayarse.
Consiguió llegar hasta su silla y allí se derrumbó. Tras respirar profundamente, la cabeza se le despejó, pero entonces fue el estómago el que empezó a rebelarse.
Pensó en lo que había comido y se preguntó si habría tomado comida en mal estado. Al descartar esa posibilidad, consideró una posible gripe. Aún no era la época, pero podía pasar.
¿No habría algún medicamento que pudiera tomar para disminuir los síntomas? Miró la pila de trabajo que le esperaba, descolgó el teléfono y marcó un número muy familiar.
– Hola, mamá, soy yo. Estoy bien. Más o menos. ¿Hay alguna oleada de gripe por aquí?
– ¿Cómo te sientes? -le preguntó su madre dos horas después mientras Julie se sentaba en una de las consultas del doctor Greenberg. Una de las ventajas de que Naomi fuera la gerente de la oficina era que Julie y sus hermanas nunca tenían que esperar para conseguir una cita.
La habían pesado, le habían sacado sangre y hecho un análisis de orina.
– Me siento extraña -dijo Julie-. Mareada, pero bien. Sigo teniendo ganas de vomitar, pero no lo consigo.
– Pobrecita -dijo Naomi mientras le ponía la mano en la frente a su hija.
– Tengo veintiséis años, mamá. No soy una niña.
– Para mí siempre serás mi pequeña. Deja que te traiga algo con gas. Eso te asentará el estómago.
Julie vio cómo su madre desaparecía. Las tres hermanas habían heredado el pelo rubio y los ojos azules. Julie y Marina habían heredado la altura de su padre, mientras que Willow era pequeña.
En su clase de ciencias del instituto, Julie se había sentido fascinada por cómo dos personas podían haber engendrado a tres hijas tan parecidas en algunos aspectos y tan distintas en otros.
– Aquí tienes -dijo su madre al regresar, entregándole un vaso de cartón-. El doctor Greenberg estará aquí enseguida.
En ese momento, el hombre entró en la sala.
– Julie, ya no vienes a verme -dijo-. ¿Qué pasa? ¿Ahora que eres una importante abogada no tienes tiempo para un simple médico?
– Me muevo en círculos muy selectos -dijo ella con una sonrisa.
Su madre salió de la habitación y el doctor Greenberg le estrechó la mano a Julie y le dio un beso en la mejilla.
– ¿Así que río te sientes demasiado bien? -preguntó.
– No sé. Es extraño. No sé decir si es comida en mal estado o gripe. Pensé que usted podría decírmelo y recetarme algo.
– No todo se soluciona con una pastilla, jovencita.
Julie señaló la manga larga de su blusa de seda y dijo:
– ¿Esto me hace parecer joven? Primero mi madre y ahora usted. ¿Parece que tengo dieciséis años?
– Te estoy dando una charla -dijo él-. Podrías escuchar y fingir que te intimidas.
– Ah. Lo siento.
– Vosotras las chicas… -dijo el doctor, sentándose en una silla.
Julie sonrió.
El doctor Greenberg llevaba en sus vidas desde siempre. Era un viudo agradable y cariñoso. Cuando Julie había descubierto que su padre aparecía y desaparecía constantemente, había comenzado a desear que su madre se divorciara de él y se casara con el doctor Greenberg.
– De acuerdo -dijo él, ojeando sus papeles-. Básicamente estás bien. La presión sanguínea es buena. ¿Estás durmiendo lo suficiente?
Julie pensó en los sueños de Ryan.
– Demasiado.
– Como si me lo fuese a creer. Trabajas demasiado, pero puedes bajar el ritmo un poco. La empresa, sobrevivirá.
– ¿Bajar el ritmo? ¿Por qué? ¿Qué me pasa? ¿Es más serio que una gripe?
– Tienes que ser tú la que decida eso -dijo el doctor, dejando los papeles-. No estás enferma, Julie. Estás embarazada
Capítulo Cinco
– Tienen una posición única en el mercado -dijo Todd desde su asiento al otro lado de la mesa de conferencias-. Sería un área nueva para nosotros. Hemos hablado de expandirnos y… -Todd se detuvo y dejó a un lado su carpeta-. ¿Te estoy aburriendo?
Ryan miró a su primo y luego los papeles que tenía delante.
– Me parece una gran oportunidad -dijo.
– Al menos podrías fingir que te importa el maldito negocio -dijo Todd-, ¿Qué te pasa? ¿No será otra vez la señorita Nelson? No puede ser. Ha pasado mucho tiempo.
Para él no. Ryan se sentía furioso consigo mismo y resignado con la situación. Sus intentos por contactar con Julie no le habían servido de nada. La había pifiado y tenía que aceptarlo. El caso era que no quería aceptarlo.
– Maldita sea, Ryan -dijo Todd-, ¿Qué pasa? Las mujeres van detrás de nosotros desde que teníamos quince años. Es difícil resistirse al dinero. Estamos hartos de ser el gran partido. ¿Entonces por qué ahora? ¿Por qué esta mujer?
– Una pregunta excelente -dijo Ryan-. No tengo respuesta, salvo decir que era alucinante y que destruí cualquier posibilidad con ella.
– Fingiste ser yo -dijo Todd-. ¿Y qué? Si ella es todas esas cosas, ¿por qué no puede ver lo gracioso de la situación?
Ryan no contestó. Le había dado a Todd una versión abreviada de su cita con Julie, omitiendo el hecho de que había pasado la noche con ella.
– Te juro que la tía Ruth puede ser un grano en el trasero -murmuró Todd- Cuando sugirió que me casara con una de sus nietas, tuve ganas de estrangularla.
– Yo quería ayudar -dijo Ryan, sabiendo que se había metido en eso por voluntad propia-Julie no hizo nada malo y yo le hice daño.
– Estaba dispuesta a salir con un hombre por dinero -dijo Todd-. Eso dice muchas cosas.
– La cita era gratis -dijo Ryan. Yo le dije que debía haber exigido al menos cincuenta mil dólares. Después de todo, tenía que haber algo malo en ti para que tu propia tía tuviera que pagar a alguien para que se casase contigo.
– No es mi tía carnal -dijo Todd-. Y yo no tengo nada de malo. Vas a tener que olvidarte de ella.
– Lo haré -con el tiempo. La pregunta era cuánto tiempo tardaría.
– Mira el lado positivo. Si fue tan mal como dices, no tengo que preocuparme de que las otras hermanas Nelson deseen casarse conmigo. Has estropeado los planes de tía Ruth.
– Se le ocurrirá otro plan. Sabes que quiere vernos casados. A ti te eligió primero porque eres dos meses mayor, pero mi turno se acerca.
De pronto pensó que, si lo hubiera elegido a él primero, su cita con Julie habría sido real. Habría ido sin esperar nada, dispuesto a deshacerse de ella cuanto antes, pero todo habría salido bien.
– Me voy al gimnasio -dijo, poniéndose en pie. Tal vez un par de horas de ejercicio le permitieran poder dormir por la noche.
Pero, antes de que pudiera marcharse, se abrió la puerta de la sala y entró su secretaria.
– Siento interrumpir, pero hay alguien que quiere ver a Ryan. Una tal Julie Nelson. Dice que es importante. ¿Le digo que pase?
Todd miró a Ryan, y dijo:
– Debe de haber echado un ojo a tus finanzas y se habrá dado cuenta de que es mucho dinero.
– Cállate -dijo Ryan sin mirarlo-. Sí, Mandy, dile que pase.
Segundos más tarde, Julie entró en la sala. Estaba preciosa, alta, rubia, con sus ojos azules. En ese momento, esos ojos mostraban una combinación de ira controlada y de odio.
– Buenos días -dijo ella en voz baja y sexy, como la que tenía cada noche en sus sueños. El traje azul marino que llevaba ocultaba más de lo que mostraba, pero Ryan recordaba las curvas que había debajo.
Julie miró a Todd, y dijo:
– Os parecéis lo suficiente como para que sepa quién eres. El infame Todd Aston III. Es mi día de suerte. Dos sabandijas por el precio de una. El mentiroso y el hombre que tiene miedo de hacer su propio trabajo sucio. Vuestras madres deben de estar orgullosas.
– No esperaba verte de nuevo -dijo Ryan.
– Es una cuestión de echarte el lazo -dijo Todd-. ¿Verdad?
– Me preguntaba por qué tu tía creía necesario ofrecer dinero para que alguien se casara contigo -dijo Julie-. Pensaba que la razón sería algún defecto físico, pero ahora me doy cuenta de que el fallo está en tu personalidad. Eso es mucho más difícil de arreglar entonces miró a Ryan- Tengo que hablar contigo en privado. Ahora me viene bien.
Todd se puso en pie y levantó ambas manos.
– Me marcho -le dijo a Ryan-. Más tarde podrás tratar de explicarme qué era exactamente lo que echabas de menos.
Y, sin más, se marchó. Ryan señaló la silla vacía, al otro lado de la mesa.
– Siéntate -dijo.
Julie vaciló un instante, pero obedeció. La rabia que salía de su cuerpo era palpable.
– Te he llamado -dijo él, sabiendo que no serviría de nada.
– Recibí los mensajes.
– ¿Y la cesta?
– No he venido por eso.
– No me diste las gracias.
– ¿Perdón? Eres tú el que mintió. ¿Diste por hecho cosas horribles sobre mí y me mentiste sobre quién eras y ahora intentas hacerme sentir culpable porque no te envié una nota de agradecimiento?
– Yo…
Julie se puso en pie, lo cual le obligó a él a hacer lo mismo.
– Me mentiste -repitió ella-. No me gustan los mentirosos. Podría haber tolerado cualquier otra cosa, pero no. Eso habría sido demasiado fácil.
– Estabas allí por el dinero -dijo él en un intento desesperado por defenderse.
– Oh, por favor. Estaba allí porque había descubierto que tenía una abuela y aún sigo pensando que quiero llevarme bien con ella. Nunca se trató del dinero y lo sabes. Eso es lo que más me molesta, Ryan. Lo sabes todo. Conectamos increíblemente. Aquella noche fue… -se detuvo y tragó saliva-. Olvídalo.
– Julie, no hagas esto. No me des la espalda. Tienes razón. Fue una noche fantástica. Mágica. Eso no me ocurre con mucha frecuencia. ¿Y a ti? ¿Vas a ignorar eso por un simple error?
– Me mentiste sobre tu identidad sólo para hacerme daño. Con magia o sin ella, ésas no son cualidades que busco en un hombre.
– ¿Y por qué estás aquí?
– Estoy embarazada. Nos acostamos y no usamos protección. Ni siquiera lo hablamos, lo cual es una estupidez, pero aquí estamos. Mi excusa es que llevaba más de un año sin tener una relación y no estaba tomando nada. No fingiré saber cuál es tu excusa.
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