– … lo más llevaderas posible. Y estimo como cosa de mucha importancia que un clérigo sea atento y conciliador con todo el mundo, y en especial con aquellos a quienes debe su cargo.
¡No lo hagas, hombre! No te dirijas a mí…
– Considero que esto es indispensable -seguía diciendo el señor Collins, y entonces, con una sonrisa lisonjera, se volvió hacia Darcy-. Y no puedo tener en buen concepto al hombre que desperdicia la ocasión de presentar sus respetos a cualquiera que esté emparentado con la familia de sus bienhechores. -Para horror de Darcy, el salón se quedó en silencio mientras el vicario le hacía una pronunciada reverencia. Por fortuna, el hombre no esperaba una respuesta y se sentó. Transcurridos unos instantes, el salón concluyó que el extraño discurso del clérigo no tendría ninguna respuesta y dirigió su atención a otra cosa.
Darcy se permitió respirar nuevamente y le hizo señas a un criado para que volviera a llenar su vaso. Agarrándolo con dedos fríos a causa de la indignación, se levantó y se dirigió rápidamente hacia la exigua sombra de la chimenea. Le dio un generoso sorbo a su vaso y luego se giró para observar a los invitados de Bingley. ¡Su valoración inicial había sido totalmente acertada! Iracundo, bebió otro trago. La sociedad campesina y su idea de modales y distinción estaban lejos de lo que se consideraba correcto. Desde el momento en que llegó al campo, había sido insultado, humillado o halagado de manera servil por sus habitantes principales. Se desconocían totalmente las reglas sociales, se permitía que las jovencitas crecieran sin control y en cualquier momento uno podía ser víctima de la mayor falta de decoro, ¡incluso en un baile!
Recorrió con su mirada la multitud hasta encontrar a Bingley en un rincón, con la cabeza inclinada, en medio de una conversación privada con la señorita Bennet, mientras el baile se desarrollaba sin orden ni concierto. ¡No! Darcy sacudió la cabeza. ¡Por el bien de Charles, aquello debía llegar a su fin! A pesar de las afirmaciones de su madre, la señorita Bennet no tenía más mérito que ser la hija de un caballero, sin ninguna influencia que beneficiara a su amigo, y una pequeña dote que no significaría ningún aumento en sus ingresos o propiedades. A eso había que añadir que significaría para Bingley la adquisición de una suegra increíblemente vulgar, de cuatro -no, tres- hermanas sin ningún talento, a las cuales se esperaría que presentara en sociedad, un sarcástico ermitaño por suegro y una innumerable cantidad de personas de la clase profesional. Era una descripción que presagiaba el desastre. Darcy sabía cuánta influencia tenía sobre su amigo, y era probable que aquel asunto la pusiera a prueba, pero tenía que, debía, salvarlo de un destino condenado al fracaso.
Bebió lo que quedaba del vino y, con un propósito claro en mente, depositó el vaso sobre la mesa más cercana, preparado para poner en marcha su plan, cuando el susurro de un papel interrumpió sus pensamientos y le recordó las expectativas con las cuales había iniciado la velada. ¿Qué era lo que deseaba que resultara de esta noche? ¿Sólo la buena opinión de Elizabeth Bennet sobre él? Darcy dio un paso atrás entre las sombras. Ella todavía estaba sentada, escuchando de manera respetuosa a una dama cuyo atractivo eclipsaba de lejos. Todavía estaba un poco colorada, pero tenía mejor aspecto. La sesión de canto terminó y el comedor comenzó a vaciarse en busca de más baile. Elizabeth se levantó junto con los demás y se dirigió hacia donde se encontraba su amiga, la señorita Lucas.
Su respeto. Darcy había deseado granjearse el respeto de Elizabeth, su amistad, un oasis de ingenio y gracia en medio de un desierto de estupidez provinciana. Quería la sensación de vitalidad que sentía en su presencia y que fluía a través de él como un buen vino. Deseaba que esos maravillosos ojos se posaran en él con un sentimiento más profundo que la burla o la rivalidad. Elizabeth y la señorita Lucas salieron del salón; Darcy las siguió con la mirada, mientras sentía un espasmo de dolor en lo más profundo de su corazón. La carta que tenía en el bolsillo de la chaqueta volvió a crujir cuando él se tocó el pecho casi sin darse cuenta. Ya no habría forma de conseguir una buena opinión de la señorita Elizabeth Bennet. Lo que él quería hacer, lo que debía hacer, por el bien de Charles, le aseguraría su irrevocable antipatía.
– Caroline, te ruego que no pidas mi opinión ni mi ayuda, ni nada más esta noche -le dijo Bingley a su hermana, después de cerrar la puerta tras la partida de la familia Bennet-. Toda la velada ha resultado espléndida, querida. -Hizo una pausa en su elogio, mientras el reloj de pared daba una campanada-. ¿De verdad son las dos y media? ¡Por Dios! Darcy, si vamos a salir mañana, tengo que irme a la cama enseguida. -Bingley se detuvo al pie de las escaleras, trató infructuosamente de reprimir un bostezo y luego le dijo a su hermana con un tono que la desarmó-: De verdad, Caroline, mereces la mayor de las felicitaciones. Todo el mundo hablará de esta noche durante semanas. Bien hecho y ¡buenas noches a todos! -les dijo a los criados que estaban cerca y que todavía trabajaban para restablecer el orden en los salones ahora vacíos-. Darcy -añadió, haciendo un gesto hacia su amigo-, hoy tendrás que servirte el brandy solo. Yo no sería capaz.
– A la cama, Charles. Si lo necesito, ya sé dónde está. Dile a tu ayuda de cámara que te tenga preparado a las doce o yo mismo iré a buscarte -lo amenazó Darcy en tono jocoso.
– Después de esa advertencia, os deseo a todos buenas noches -dijo Bingley, estremeciéndose-. Excepto a Darcy, que espero que dé vueltas toda la noche.
El caballero se rió en respuesta al comentario burlón de su amigo y se preguntó hasta qué punto se cumplirían los deseos de Bingley. No le cabía duda de que el sueño le sería esquivo esa noche. La tarea que tenía ante él era una pesada carga para su mente.
– Louisa, tú y el señor Hurst no tenéis que esperarme. Todavía tengo algo que hacer esta noche. -La señorita Bingley le dirigió una sonrisa de agotamiento a su hermana. Darcy vio que la señora Hurst parecía demasiado fatigada para preguntarse si sería apropiado que su hermana se quedara en compañía de Darcy a solas, y por esa vez, se alegró de ello. Su plan para separar a Bingley de la señorita Bennet necesitaba un aliado, y Darcy sabía que en Caroline encontraría uno bien dispuesto.
– Señor Darcy. -La señorita Bingley se volvió hacia él tan pronto como subieron los Hurst-. ¡Charles todavía está en las garras de esa muchacha! ¡Esperaba que usted hablara con él!
– Lamento mucho haberla decepcionado, señorita Bingley. No he tenido oportunidad de complacerla. No podía agarrarlo del cuello y sacudirlo como una marioneta. -Darcy la miró con frialdad y con un aire de superioridad-. Y usted sabe perfectamente cómo se tomaría Charles una charla sobre este tema, incluso viniendo de mí.
– Él no quiere oír más que elogios sobre la señorita Bennet.
– Precisamente -respondió Darcy de manera contundente-. Pero si usted es capaz de seguir mis instrucciones, creo que todavía podemos salvarlo de cometer un desastroso error.
– Lo que sea, señor Darcy. Todo lo que esté a mi alcance.
A Darcy se le congeló la sangre al oír esas palabras, exactamente lo mismo que Charles le había dicho hacía sólo unos días. ¿Qué estaba haciendo? Aquella duplicidad era totalmente ajena a su carácter y le resultaba repugnante. Pero al acordarse de la funesta naturaleza de las inclinaciones de su amigo, suprimió la oleada de inquietud que sintió en lo más hondo de sus entrañas.
– Señor Darcy, ¿qué quiere usted que haga? -insistió la señorita Bingley.
– Espere unos cuantos días después de que hayamos salido para Londres. Luego despida a los criados, cierre la casa y síganos a la ciudad. Pero no permita que Charles se entere de su llegada. Cuando tenga la certeza de que mis planes han dado fruto, le enviaré una nota. Sólo en ese momento debe usted avisarle de su llegada. Lo único que tendrá que hacer será confirmar a su hermano lo que yo le he dicho, pero con el más suave de los tonos. ¡No lo atosigue! ¿Podrá hacerlo, señorita Bingley?
– S-s-sí, será como usted dice, señor Darcy. -La señorita Bingley se estremeció ante la seriedad de la actitud de Darcy.
– Muy bien, señorita Bingley. Entonces, yo también le deseo buenas noches. -Hizo una reverencia y se dirigió a las escaleras, pero se detuvo en el primer escalón para fulminarla otra vez con su autoritaria mirada-. Una cosa más. Deberá enviarle una carta muy clara a la señorita Bennet. Dígale que lo más probable es que Charles se quede en la ciudad y que ustedes han ido a reunirse con él. Y que ninguno de ustedes regresará a Netherfield antes de Navidad. De hecho, que es posible que nunca vuelvan. Diga todo lo que exige la cortesía, pero deje muy claro el punto esencial. ¡Qué Charles no regresará! ¿Ha comprendido usted?
– Sí, señor. -La señorita Bingley asintió con la cabeza, con los ojos muy abiertos. Darcy volvió a inclinarse y continuó su camino hacia sus aposentos. Ya eran las tres de la mañana y cada paso que daba hacia su habitación confirmaba lo exhausto que lo habían dejado todas las tensiones y emociones de la noche. El picaporte de su habitación giró al mismo tiempo que él estiraba la mano para agarrarlo y la puerta se abrió en silencio, dejando ver a un Fletcher grave y taciturno, contra la luz de una sola vela que reposaba en la mesilla de noche.
– Señor Darcy.
– Fletcher. -Suspiró Darcy mientras se sentaba-. No pensé que un baile de provincia terminara tan tarde.
– No se preocupe, señor. He aprovechado muy bien este tiempo y ya he empaquetado todas sus pertenencias, señor -contestó el ayuda de cámara, retirando el alfiler de esmeralda de la corbata de Darcy y comenzando a deshacer el nudo. Mientras se desabrochaba el controvertido chaleco, Darcy miró con curiosidad la cabeza inclinada de su empleado.
– ¿Todas mis pertenencias?
– Sí, señor… y he ordenado a los mozos del establo que envíen a Trafalgar a Pemberley. ¿Querrá usted montar a Nelson en su viaje a Londres o debo enviar al caballo junto con el perro, señor? -Fletcher se arrodilló para retirar con cuidado los zapatos de baile de Darcy.
– Envíe a Nelson a Pemberley. Fletcher, ¿usted sabía que yo no iba a volver?
El ayuda de cámara lo miró de reojo.
– Desde luego, señor Darcy. ¿Todavía quiere partir a mediodía, señor?
Darcy miró a su ayuda de cámara con suspicacia.
– ¡Tal vez debería decírmelo usted!
– Oh, no, señor. Eso sería una ligereza por mi parte y causa de despido, aunque he oído que lord… depende mucho de la opinión de su ayuda de cámara, que lo acompaña incluso en la mesa de juego.
– Lo mismo he oído yo -contestó Darcy lentamente-. Entonces, debo replantear la pregunta. ¿A qué hora sugiere usted que parta, Fletcher?
– El mediodía es lo más tarde que se puede partir, señor, en la medida en que eso le permitirá llegar a Erewile House un poco tarde, pero no demasiado. El mediodía también es la hora más recomendable, pues es lo más temprano que el ayuda de cámara del señor Bingley puede comprometerse a tenerlo listo. ¿Ya puedo quitarle la chaqueta, señor?
Darcy se levantó de la silla con esfuerzo, se quitó la chaqueta y, mientras Fletcher la recogía, también se desprendió del chaleco. Estaba seguro de haber oído cómo suspiraba su ayuda de cámara cuando dejó las dos prendas encima de un taburete tapizado. Darcy lo miró con disimulo mientras se quitaba los puños y el cuello de la camisa.
– Entonces será a mediodía. ¿No siente pena por marcharse de Hertfordshire, Fletcher?
El ayuda de cámara tardó un poco en contestar, pero su expresión se volvió melancólica, mientras vertía un poco de agua caliente de la jarra de cobre que tenía calentando junto al fuego en la jofaina que reposaba sobre el lavabo.
– ¿Pena, señor? Londres tiene sus encantos, y Pemberley es el lugar más hermoso de esta verde tierra. ¿En cuanto a Hertfordshire? Hertfordshire, según he descubierto, tiene sus propios tesoros, señor; y ¿qué hombre no lamenta dejar atrás un tesoro?
– ¿Qué hombre, en efecto? -susurró Darcy, mientras desfilaban ante sus ojos las imágenes de la primera vez que había visto a Elizabeth esa noche: la atractiva figura, los rebeldes rizos, sus ojos brillantes y, luego, su ceño fruncido, su voz calmada y aquella mirada de angustia. Darcy cerró los ojos agotado.
– ¿Señor Darcy?
– El hombre que conoce su deber y lo cumple contra toda inclinación natural, ese hombre, Fletcher, al final no tendrá de qué arrepentirse.
– Como usted diga, señor. -El rostro de Fletcher no mostró ninguna reacción ante las palabras de Darcy, mientras señalaba la jofaina y la ropa de dormir que reposaba sobre la colcha-. ¿Hay algo más que necesite esta noche, señor?
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