– ¡Casi creo que estás hablando en serio!

El carruaje se balanceó hasta detenerse en la esquina antes de Whitehall y se unió a la fila de coches que esperaban turno para aparcar ante las escaleras iluminadas con antorchas y los lacayos de Melbourne House. Darcy golpeó el techo con su bastón y en segundos apareció el cochero en la puerta.

– Señor Darcy.

– Harry, creo que iremos caminando desde aquí. ¿El señor Witcher le ha dado algo?

– Sí, señor. -Harry sonrió y se dio un golpecito en el bolsillo de la chaqueta, de la cual salió un alegre tintineo-. James y yo tenemos con qué tomarnos algo en el Bull 'n' Boar. Gracias, señor -contestó el cochero, mientras metía la mano por la puerta para bajar la escalerilla del carruaje.

– Muy bien, Harry. -Darcy se bajó y Bingley lo siguió-. Venga a buscarme a las dos. Espero salir temprano, a menos que el señor Bingley no se quiera ir.

– Sí, señor. A las dos en punto, entonces, y que tenga una buena noche, señor Darcy.

Los dos hombres dieron media vuelta y recorrieron a buen paso la calle, que ya estaba llena de curiosos y vendedores callejeros de todas clases. Darcy apretó el precioso mango de su bastón. Se enderezó, proyectando un aire de inquebrantable determinación, mientras se abría paso entre la multitud, con Bingley detrás de él. Rápidamente alcanzaron la fila de antorchas que iluminaban las entradas de Melbourne House, y tras entregar al lacayo sus tarjetas, fueron escoltados de inmediato escaleras arriba, al interior de la casa, antes que otros invitados que habían llegado primero.

Bingley miró a Darcy con un gesto de desconcierto, mientras un criado se acercaba a recoger el sombrero y el abrigo, pero Darcy se limitó a encogerse de hombros a modo de respuesta. Siempre había recibido aquel trato preferente, y sería difícil explicarle a Bingley, que era un recién llegado, que esto sólo era uno de los elementos básicos del juego al que tanto le gustaba jugar a la alta sociedad. Aunque mientras se dirigía al mayordomo y volvía a presentar su tarjeta, Darcy reconoció para sus adentros que él tampoco esperaba tanta deferencia en aquel lugar, en Melbourne House. Sólo se había mezclado con ese grupo en contadas ocasiones, a pesar de haber tenido muchas oportunidades y ser invitado innumerables veces, y sabía que la mayor parte de esa gente lo consideraba un tipo orgulloso y pomposo, por su devoción a los principios y el decoro. Pero parecía que esa noche su apellido y su fortuna superaban todos esos defectos. Faltaba ver quiénes eran los otros invitados de lady Melbourne. Entonces, tal vez, pudiera evaluar mejor la forma en que había sido recibido.

Darcy avanzó hacia el arco que llevaba a los salones sociales y esperó a que el mayordomo de los Melbourne lo anunciara a él y luego a Bingley. Un rápido examen le confirmó que casi todo el mundo había llegado, los nobles y los políticos, los literatos y los artistas, los hombres que estaban en la cima de sus carreras y aquellos cuyo momento de gloria acababa de pasar. Mujeres nobles y señoritas muy ricas colgaban airosas de sus brazos, mientras el esplendor de sus vestidos contrastaba con la austeridad brummelliana de los caballeros, que miraban a todos lados con el único objetivo de ver y ser vistos. La música sonaba en el salón de baile, que sumada a las voces daba como resultado una mezcla ensordecedora.

Darcy se volvió hacia Bingley y sonrió con ironía, al ver la expresión de asombro e intimidación de la cara de su amigo. ¡Claro que era una experiencia apabullante para un joven tan poco presuntuoso como Charles! A Darcy le entraron dudas sobre la conveniencia de su plan, pero ya era demasiado tarde para reconsiderarlo. El mayordomo estaba anunciándolos precisamente en ese momento.

Lady Melbourne se disculpó con el grupo con el que estaba conversando y se dirigió hacia ellos, con una sonrisa muy elogiada por su calidez pero no por su sinceridad.

– Señor Darcy, ¡qué maravilla tenerlo aquí! -Extendió su elegante mano enguantada, que el caballero tomó con suavidad al tiempo que hacía una reverencia-. Sefton -dijo lady Melbourne por encima del hombro-. ¿Ve usted? ¡Sí ha venido, aunque usted juró que no lo haría! -Lord Sefton le hizo a Darcy una rápida inclinación a modo de disculpa.

– Encantado de verle, Darcy -saludó, arrastrando las palabras el fundador del club Four-In-Hand-. Sólo estaba tratando de evitar que la dama sufriera una decepción. Además, usted nunca viene, al menos no hasta ahora.

– Shhh, Sefton, hará que piense que no hacemos otra cosa que chismorrear, y eso no es del todo cierto. -Lady Melbourne miró coquetamente a Darcy con sus famosos ojos negros y sonrió-. Hay muchas maneras de divertirse, señor Darcy, y hoy tenemos disponibles para los invitados muchas de ellas. -Al tomar el brazo de Darcy, lady Melbourne se fijó en Bingley, que estaba parado en silencio, detrás de su amigo-. ¡Ay, por favor excúseme, señor! ¿Un amigo suyo, señor Darcy?

– En efecto. ¿Me permite tener el honor de presentárselo, su señoría? -Después de que la dama asintiera con curiosidad, Darcy hizo la presentación. Para alivio de Darcy, Charles parecía haberse recuperado de su asombro por todo lo que lo rodeaba y pudo recibir la mano de la señora con genuina elegancia.

– Señor Bingley, debe usted aprovechar todas las oportunidades de divertirse que tenemos esta noche. Hay baile en el salón de baile, partidas de cartas en varios salones alrededor del vestíbulo… -Lady Melbourne hizo una pausa. Darcy pudo percibir que estaba evaluando rápidamente a Charles y asignándole una posición entre la clasificación de sus conocidos. ¿Dónde lo clasificará?, se preguntó, lo cual fue seguido de una pregunta más pertinente: ¿Y dónde me incluirá a mí esta noche?-. Pero si sus gustos tienden, como los de su amigo, hacia lo filosófico y lo político, mi hijo Lamb está atendiendo a los invitados más intelectuales en el salón azul. Ahora, ¿adónde quiere que lo lleve?

– Lady Melbourne, es usted muy amable. -Bingley volvió a inclinarse ante su anfitriona y luego miró a Darcy sin saber qué hacer-. No sé por dónde comenzar…

– Entonces, permítame que decida por usted, señor Bingley. -Lady Melbourne dio media vuelta, y después de examinar a los que tenía cerca, levantó con elegancia su abanico y le hizo señas a una joven que enseguida se disculpó con su distinguido acompañante y se dirigió hacia ella-. Mi querida señorita Cecil, permítame presentarle al señor Bingley, un amigo especial de nuestro querido señor Darcy. Señor Bingley, la señorita Cecil, sobrina nieta del marqués de Salisbury, Hertfordshire. -Darcy observó a Bingley mientras hacía una inclinación, y pensó que le habría gustado conocer mejor a la joven. La muchacha se inclinó graciosamente ante su amigo y ante él, pero tenía un aire de presunción que a él no le gustó, aunque era una mujer muy atractiva.

– Señorita Cecil -dijo Bingley con esa sonrisa sincera que contribuía a desplegar su encanto normal-, ¿le gustaría bailar o…?

– Claro que quiere bailar, señor Bingley; ¿no es así, querida? -Lady Melbourne le sonrió a la señorita Cecil con sorna y ésta, inmediatamente después de intercambiar una mirada con su señoría, asintió en señal de aceptación y tomó el brazo que Bingley le ofrecía.

– Entonces bailaremos, señorita Cecil, si tiene usted la bondad de enseñarme el camino. Darcy -le dijo por encima del hombro a su amigo-, tendrás que arreglártelas sin mí. ¡Buena suerte! Lady Melbourne. -Bingley hizo una reverencia y se perdió rápidamente entre la multitud de invitados, dejando a Darcy con la certeza de que había sido manipulado con exquisita pericia y preguntándose dónde diablos se habría metido Dy.

– Bueno, Darcy, su joven amigo ya está en buena compañía -señaló lady Melbourne, dándole un suave golpecito en el brazo con el abanico-. Ahora ya no tiene que cuidar a su encantador protegido y puede divertirse a sus anchas. -Levantó la vista hacia él y luego agitó las pestañas, mirándolo a través de ellas-. ¿Y qué lo divierte a usted, Darcy? Sefton tenía razón; usted nunca viene. ¡Sin embargo, aquí está! Me pregunto cuál puede ser la razón.

– La razón, querida señora, es tan clara como el agua -dijo una voz desde la espalda de la dama. Darcy enarcó la ceja izquierda cuando una espléndida figura vestida con una levita negra muy satinada y una impecable camisa de lino almidonado se detuvo delante de ellos. Enseguida se formó un círculo de espectadores, mientras el hombre procedía a obsequiar a Darcy con un minucioso escrutinio, que realizó mientras se llevaba una mano a la espalda y apoyaba la barbilla sobre la otra, golpeándose la mejilla con el dedo índice.

– Y esa razón es… -comenzó a decir lady Melbourne, pero fue interrumpida por un rápido gesto de la mano.

– ¡Shhh, necesito silencio, madame!

Lady Melbourne miró a Darcy y entornó los ojos a modo de disculpa, pero él estaba totalmente concentrado en su examinador, a quien observaba con cierta presunción. El silencio exigido por el mayor árbitro de la moda de la sociedad inglesa se extendió hacia los alrededores, llamando la atención de más invitados. Darcy se enderezó todavía más ante la insolente mirada del hombre, decidido a no dejar traslucir su disgusto y a contener el comentario descortés que tenía en la punta de la lengua, pues sabía que cualquiera de las dos cosas sería un terrible error. Hasta el príncipe se sometía al exquisito gusto de aquel hombre.

– Humm -musitó el hombre mientras miraba a Darcy por un lado y luego por el otro. Después, de repente, dijo-: ¿Qué? -Entonces se acercó más, mirando a través de un monóculo con montura dorada que colgaba de una cadena que salía de su chaleco-. ¡Ah, sí, ya veo! -Soltando un gran suspiro, el hombre retrocedió un paso y por fin miró a Darcy a la cara-. ¿Cómo se llama?

Darcy esbozó una fugaz sonrisa al percibir el tono de resignación de la voz del hombre, pero mantuvo una actitud impasible y contestó con indiferencia:

– El roquet.

El otro enarcó las cejas al oírlo.

– Un nombre bastante audaz, ¿no lo cree? ¿Fletcher?

Darcy inclinó levemente la cabeza.

– Fletcher.

– Vamos, Brummell, no nos tengas a todos en ascuas. -La anhelada voz de Dy llegó hasta Darcy, que lo vio abriéndose paso hasta donde ellos estaban-. Hay algunas guineas en juego. ¿Cuál es el veredicto?

Todo el salón contuvo la respiración con asombro, cuando Beau Brummell se inclinó ante Darcy y le hizo una reverencia.

– Que todo el mundo lo sepa: el roquet es una obra maestra, digna de los mayores aplausos, y ante semejante genio, declaro aquí mismo que mi propia creación, la esfinge, pasa a disfrutar de un honorable retiro.

– Con seguridad, Brummell, no estará insinuando que el señor Darcy ha venido a esta velada únicamente a desafiarlo con su corbata. -La protesta de lady Melbourne quedó casi perdida en medio del alboroto general que despertó la asombrosa afirmación de Beau Brummell y el cálculo del total de guineas perdidas y ganadas a causa de ello.

– Pues eso es precisamente lo que quiero decir, madame. -Brummell dirigió perezosamente su monóculo hacia ella-. Aunque yo no podría añadir la palabra «únicamente» a esa afirmación. Estoy bastante desmoralizado, su señoría, bastante desmoralizado. Mi único consuelo es que acabo de ser derrotado por un verdadero artista. Por favor observe, madame, las dobleces aquí y los nudos allá…

– Brummell, si desea usted impartir una clase, con gusto pondré un salón a su disposición, pero el señor Darcy…

Brummell dio media vuelta y sorprendió a Darcy con un guiño que sólo él pudo ver y dijo:

– ¡Dios, no, su señoría! Si cuento todo lo que sé, ¿quién me prestará luego la más mínima atención? -Les hizo una inclinación a los dos y añadió-: Encantado de verle, Darcy. -Luego se marchó a grandes zancadas, sólo para detenerse de repente frente a un caballero y declarar a los pocos segundos-: Mi querido muchacho, ¿llama usted chaleco a eso?

Lady Melbourne sonrió delicadamente y volvió a tomar el brazo de Darcy.

– Nunca había pensado que usted fuera un rival de Brummell, Darcy. ¿Cómo es que nunca antes lo había sabido? Y ¿quién es Fletcher?

– Rival, ciertamente no lo soy, su señoría -respondió Darcy de manera enérgica. La mirada que ella le devolvió al oír su declaración hizo que el caballero sintiera una oleada de rubor que comenzó a subir por su cuello.

La dama desvió la mirada, como si estuviera decidiendo qué ruta tomaría en medio del salón lleno de gente.

– ¿Y Fletcher? -Lo miró con una sonrisa de pura cortesía.

– Mi ayuda de cámara, madame.

– Sí, claro. -Lady Melbourne señaló en una dirección y Darcy no pudo hacer otra cosa que acompañarla. De pronto, Dy apareció de la nada junto a ellos.