– Fletcher -dijo Darcy, cuando su ayuda de cámara avanzaba hacia la puerta-, lord Brougham me pidió que le transmitiera sus felicitaciones.

– ¿En serio, señor? Lord Brougham es muy amable.

– Quería que usted supiera que recordará durante varios días la expresión de la cara de Brummell mientras contemplaba su derrota a manos suyas. Y, Fletcher -concluyó-, reciba también mis felicitaciones.

– ¡Gracias, señor Darcy! -Fletcher hizo una pronunciada reverencia.

Se desearon buenas noches mutuamente y Darcy dio media vuelta para prepararse para dormir, mientras rogaba con devoción para que su tarea de disuadir a Bingley estuviese a punto de finalizar y nada se interpusiera en el camino de una pronta partida hacia Pemberley. Tanto él como Fletcher podrían recuperar el equilibrio allí. Todo volvería a la normalidad.


Darcy sacudió las páginas del Morning Post y volvió a doblar metódicamente el periódico antes de dar un último bocado a su tostada con mantequilla y finalizar su taza de café. Las noticias que se había perdido mientras estaba en Hertfordshire eran alarmantes y perturbadoras, los últimos disturbios públicos habían desplazado de las primeras páginas del Post los informes sobre el escándalo de Melbourne House y lo hacían desear con mayor intensidad la finalización de sus asuntos, para abandonar Londres y marcharse a Pemberley lo antes posible. Consultó su reloj de bolsillo; todavía faltaban tres cuartos de hora para que su agente de negocios se presentara en la biblioteca. Suspiró mientras devolvía el reloj a su lugar, pensando que la alarma por el levantamiento de los tejedores de las Midlands no era, ciertamente, la única razón de su inquietud por su situación en Londres; claro que tenía razones más personales.

Empujó la silla hacia atrás, se levantó y se dirigió a la ventana para mirar el césped de Grosvenor Square, blanco ahora por la nieve. Los árboles del parque parecían oscuros centinelas contra la blancura, excepto por las ramas más altas, cuyos dedos fibrosos estaban delicadamente cubiertos de hielo y brillaban con el sol de la mañana. Darcy respiró hondo y dejó salir el aire lentamente, llenando de vapor uno de los helados cristales de la ventana, que enseguida se cubrió de hielo. Pasó el dedo por el hielo e hizo el dibujo de un pequeño Punch. ¿Cuántos años hacía que no le dibujaba a Georgiana figuras sobre el hielo? ¿Diez? Estaba seguro de que eran al menos diez.

Cerró el puño y con el dorso de la mano borró el payaso, mientras terminaba de revisar los resultados de su campaña hasta ahora. No, las cosas que lo ataban a Londres le dolían intensamente, pero sin importar la forma en que analizara el problema, estaba atrapado entre sus promesas a la señorita Bingley y su propia preocupación por su amigo. Estaba obligado a concluir el plan.

La reunión con su agente de negocios resultó ser, afortunadamente, muy corta, y Darcy quedó por fin libre para dedicarse a la única actividad de esa corta visita a la ciudad que había anhelado con placer: elegir los regalos de Navidad para su hermana. Mientras James y Harry, bien envueltos en abrigos y bufandas, discutían en el pescante sobre la mejor ruta hacia Piccadilly, dada la nevada que había caído aquella mañana temprano, el caballero dedicó su atención a pensar en las próximas fiestas y todas las responsabilidades que le esperaban. Tanto el señor Witcher en Londres como el señor Reynolds en Pemberley habían recibido dinero para comprarles regalos a los sirvientes que tenían a su cargo. Hinchcliffe sólo había aceptado para sí mismo una impersonal bonificación anual de vacaciones, que a estas alturas, según sospechaba Darcy, ya debía de haber convertido en una importante reserva. También el regalo de Navidad de Fletcher había sido siempre el mismo: los gastos del transporte hasta la casa de sus padres en Nottingham durante una semana y una pequeña suma para alegrar los corazones y la vida de sus ancianos progenitores. Una suma bastante moderada ese año, si se tomaba como referencia el tributo que le había mandado Dy y que había llegado esa mañana. Darcy resopló, mientras el coche se detenía frente a Hatchard's. Harry abrió la puerta y bajó la escalerilla casi enseguida.

– Será una tarde fría hoy, señor Darcy -dijo el cochero, estremeciéndose a pesar del abrigo y la bufanda que llevaba encima.

– ¡Así es, Harry! Dígale a James que mantenga a los caballos en movimiento y usted venga conmigo.

– Gracias, señor. ¡James! -Harry se dirigió al pescante, impartió las instrucciones oportunas y se apresuró a seguir a Darcy al interior del establecimiento. La campana de la puerta sonó alegremente cuando entraron, lo que atrajo la mirada del señor Hatchard, que se encontraba tras el mostrador.

– ¡Señor Darcy, qué placer verlo, señor! -Se acercó a ellos. Antes de devolver el saludo, Darcy hizo una señal a Harry para que se retirara al cuarto donde esperaban los cocheros-. Y ¿qué le han parecido los volúmenes que le envié a Hertfordshire? Confío en que hayan llegado bien.

– Sí, es usted muy amable, Hatchard. ¿Hay algo más en esa línea?

– No, señor, ni siquiera un rumor. Wellesley se encuentra en sus cuarteles de invierno en Portugal, ya sabe. Tal vez, entre las fiestas y los bailes, alguien encuentre tiempo para garabatear unas cuantas líneas. Estoy esperando una cantidad de manuscritos que deben llegar en primavera y ciertamente lo mantendré informado.

– ¡Muy bien! Hoy estoy buscando algo para la señorita Darcy. ¿Tiene alguna sugerencia?

– ¡La señorita Darcy! Ah, hay muchas cosas, a pesar de lo que piensa el señor Walter Scott. -El señor Hatchard llevó a Darcy a una pequeña estancia amueblada con una mesa y sillas. Pocos instantes después depositó delante de él un montón de libros. Darcy hojeó las obras seleccionadas, frunciendo el ceño al revisar la mayoría. Tras elegir The Scottish Chiefs (Los jefes o caudillos escoceses) de la señorita Porter y el último volumen de Tales from Fashionable Life, de la señorita Edgeworth, los dejó sobre el mostrador para que los empaquetaran y se metió por un pasillo para echar un vistazo a las estanterías.

– ¡Darcy! ¡Vaya, Darcy, qué suerte! -Darcy levantó la vista del estante que estaba revisando y vio que «Poodle» Byng venía hacia él, con su característico acompañante canino trotando detrás.

Ya empezamos. Darcy lanzó una mirada de súplica al cielo.

– Darcy, viejo amigo, ¿qué era ese nudo que llevaba usted anoche en Melbourne House? Una cosa endemoniadamente complicada. Dejó a Beau Brummell en un terrible estado de irritación durante el resto de la noche. Por eso arremetió contra el chaleco del pobre Skeffington, ¿lo sabía? -La sonrisa cordial de Poodle se transformó en una sonrisita de indeseable intimidad mientras continuaba-: Alguien me dijo que se llamaba el roquefort, pero yo le dije que no lo creía. «No es el roquefort», dije yo. «El roquefort es un queso, cabeza de chorlito». Fue Vasingstoke el que lo dijo; todo el mundo sabe que su poni le dio una coz en la cabeza cuando montó por primera vez. «El roquefort es un queso», dije yo, «y le apuesto a cualquiera a que Darcy nunca llevaría un queso alrededor del cuello», ¿no fue así, Pompeyo? -Poodle se dirigió a su perro, que ladró a modo de respuesta. Con firme convicción, los dos dirigieron sus ojos expectantes hacia Darcy.

– No, Byng, tiene usted razón. Es el roquet. Y, por favor -se apresuró a continuar-, le ruego que no me pida instrucciones. Es una creación de mi ayuda de cámara. Sólo él puede hacerlo.

– ¡El roquet! Aja, espere a que se lo cuente a Vasingstoke. «Fuera de juego», ¿no es así? Bueno, no es de sorprender que Brummell quedara de tan mal humor. Pero lo único que le pido es una mínima indicación. No quiero competir, imagínese; sólo molestar un poco a Brummell.

Darcy estiró la mano por detrás y agarró un libro del estante.

– Por favor, acepte mis disculpas y créame que no puedo satisfacer su curiosidad, Byng. No estaba prestando atención cuando Fletcher lo anudó y por eso no puedo darle ninguna indicación sobre cómo proceder. Tendrá que excusarme y entenderá que no puedo tener a mis caballos esperando mucho con este tiempo y debo llevarle esto -sacó el volumen desde atrás- a Hatchard. -Le hizo una ligera reverencia, pasó al lado del perro, que siguió sus movimientos con un gruñido, y se dirigió rápidamente hasta el mostrador.

– ¿Eso será todo, señor Darcy? -Hatchard enarcó las cejas en señal de sorpresa cuando Darcy puso sobre el montón de libros que había escogido el volumen que le había servido de disculpa-. ¡La nueva edición de Practical View! ¡No sabía que tenía intereses en ese tema!

– ¿Qué? Ah… sólo empaquételo con el resto, si es usted tan amable, y llame a Harry.

En unos segundos, Harry estaba ya junto al mostrador, recibiendo el paquete que Hatchard había envuelto con tanto cuidado. Darcy lo siguió al exterior, pues no tenía deseos de esperar dentro hasta que el coche llegara y arriesgarse a sufrir más impertinencias por parte de Byng y su confidente canino.

Un poco más adelante, cerca de St. James, Darcy se detuvo un momento en Hoby's para que le tomaran medidas para un nuevo par de botas. Allí tuvo que defenderse de más admiradores del roquet. Luego dirigió a su cochero hasta Leicester Square y la tienda de sedas de madame LaCoure. Dejándose aconsejar por la modista, eligió tres piezas de seda y dos de muselina y prometió regresar con su hermana para elegir los encajes y las cintas apropiadas. Luego siguió hasta DeWachter's, en Clerkenwell, el joyero que trabajaba para los Darcy desde hacía varias generaciones, donde escogió una sencilla pero hermosa gargantilla y un brazalete de perlas y aceptó con toda la elegancia que pudo las felicitaciones del señor DeWatcher por su «triunfo». Su última parada fue la imprenta a la que Georgiana solía encargar sus partituras. Tras llevarse todas las partituras nuevas de los compositores que ambos admiraban, Darcy se subió al coche con sus últimos paquetes.

– ¿Señor Darcy? -preguntó Harry mientras colocaba los paquetes y sacudía la manta.

– ¿Sí, Harry?

– ¿Qué es eso del roquet, señor?

Darcy suspiró pesadamente.

– Una nueva forma de anudar una corbata de lazo que ha inventado Fletcher. ¿Por qué lo pregunta, Harry?

– Ah, señor, porque un par de caballeros me acaban de ofrecer una moneda de oro cada uno si los dejaba entrar a hurtadillas a su vestidor para verlo. -Harry sacudió la cabeza-. Le ruego que me perdone, señor, pero la alta sociedad tiene, a veces, unas extrañas costumbres.

Darcy cerró los ojos.

– No hay palabras más ciertas. Volvamos a casa, Harry.


Después de regresar de hacer sus compras, Darcy se reunió con Hinchcliffe, que lo recibió con un montón de tarjetas e invitaciones que habían sido entregadas recientemente y que solicitaban su asistencia a una increíble cantidad de recepciones, desayunos, exhibiciones de boxeo, clubes discretos, reuniones políticas y representaciones teatrales. Darcy les echó un vistazo con desaliento y luego las arrojó sobre su escritorio.

– ¿Debo enviar la respuesta habitual, señor? -Hinchcliffe se inclinó, las recogió y las organizó sobre una bandeja de plata.

– Sí. Excusas para cualquier persona que usted no conozca y que esté por debajo de un baronet, sentidas excusas para cualquier persona por encima de eso y páseme el resto a mí. Tal como están las cosas, aunque empiece ahora mismo, me temo que se pasará trabajando la mayor parte de la noche. -Hinchcliffe inclinó la cabeza en señal de acuerdo silencioso y se marchó hacia su oficina.

Cuando la puerta se cerró, Darcy se sintió invadido por una repentina inquietud que lo impulsó a pasearse por la biblioteca. Faltaba poco más de una hora para la cena, y aunque había planeado cenar solo esa noche, el perverso deseo de tener una agradable compañía se apoderó de él. Después de Año Nuevo, cuando regresara a la ciudad con Georgiana, noches como ésa podrían transcurrir de manera agradable, dedicado a compartir libros y música con su hermana. Pero incluso mientras contemplaba esos futuros placeres, Darcy descubrió que, para su desgracia, esa perspectiva no lo satisfacía por completo. Una inquietud inmensa e indefinida, que Darcy nunca había sospechado que existiera, se hizo hueco en su interior, amenazando con robarle la satisfacción y la tranquilidad.

Mientras se paseaba de un lado a otro, Darcy se acercó hasta una estantería. Con la esperanza de que la disciplina que implicaba seguir el curso de una batalla pudiera ayudarlo a poner sus pensamientos en orden, sacó Fuentes de Oñoro del lugar donde estaba guardado y se desplomó en uno de los sillones junto al fuego. Estirando las piernas hacia la chimenea, deslizó el dedo por las páginas y abrió el libro en el lugar marcado por los hilos de bordar. Cuando se inclinó para comenzar a leer, las palabras le parecieron borrosas, como si se hubiesen vuelto incomprensibles por el reflejo que producía la luz del fuego sobre los hilos trenzados que reposaban sobre la página. ¡Elizabeth! ¡Cuánto se había resistido a pensar en ella! Sintió que la respiración se le aceleraba a medida que un torrente de recuerdos invadía su mente: Elizabeth en la puerta de Netherfield, vacilante pero decidida; en las escaleras, agotada pero dedicada al cuidado de su hermana; en el salón, enarcando una ceja cuando desafiaba su manera de ser; en el piano, ajena a la gracia que imprimía a su canción; en el baile, la noche de Milton, con los ojos brillantes, bañada por el encanto del Edén.