Él se tocó la cabeza.

– ¡Vaya, la famosa Jillian, la genial matemática! Sabía que odiaba a los hombres, pero no me imaginaba que se dedicara a torturarlos.

Jillian jadeó levemente. ¿Cómo se atrevía a ser tan impertinente?

– ¡No odio a los hombres! No puedo creerme que Greg le haya dicho eso. ¿Quién es usted para que se tome esas confianzas?

El extraño se sentó.

– ¿No le advirtieron que vendría?-volvió a frotarse la cabeza-. Soy Nick Callahan y le estoy haciendo una librería a los Hunter. Ellos me dejan dormir en la cabaña del jardín y, mientras, les hago de carpintero.

– ¿Cómo sé yo que no está mintiendo?

– ¿Qué quiere, que le enseñe el martillo?

– Con el carné de conducir me bastará.

Nick Callahan se sacó el carné del bolsillo del pantalón y ella lo miró con excesivo empeño, hasta que reparó en que su interés estaba más centrado en su trasero que en otra cosa. Alzó la mirada y se encontró con sus ojos de mirada irónica. Sabía exactamente lo que había llamado su atención.

Él le tendió el carné y ella lo agarró con mano indecisa.

Finalmente, comprobó que se trataba de Nick Callahan, de Providence, Rhode Island. También era la única persona del mundo que estaba guapo en la foto de su carné de conducir.

– ¿Satisfecha?-preguntó él.

Ella cerró su cartera y se la lanzó sobre el pecho.

– Espere en el porche mientras llamo a mi hermana y no intente hacer nada raro.

– No se preocupe-dijo él y tras levantarse, se estiró sinuosamente, dejando que su camisa marcara los músculos de su torso.

Quince minutos después, ya había despertado a su hermana de la siesta y le había confirmado que Nick era ese «algo» que se le había olvidado decirle.

Lo buscó hasta dar con él en el estudio, donde se había puesto manos a la obra con su trabajo.

– Le había dicho que esperara fuera-refunfuñó Jillian.

– Me cansé de esperar. He entrado con «mi» llave. ¿Ya le ha confirmado Roxy que soy quien digo ser y no un maniaco asesino?

Jillian levantó la barbilla con orgullo.

– Sólo estaba protegiendo a mis sobrinos. Roxy me ha dicho que es usted amigo de Greg y que está aquí exactamente para lo que afirma estar.

– Bien-respondió él, y se quedaron un rato mirándose fijamente-. En tal caso, ¿me da su permiso para ponerme a trabajar?

Ella apartó los ojos.

– Sólo le pido que no haga mucho ruido. He tardado dos horas en lograr que los pequeños se durmieran.

– Haré lo que pueda-respondió él, regalándole una de aquellas devastadoras sonrisas momentos antes de volver a su labor.

Jillian le lanzó una heladora mirada y salió del estudio.

Aquello era lo que le faltaba. ¿Cómo se suponía que podría organizarse cuando, además de tres niños imparables, tenía que enfrentarse a la enervante presencia de Nick Callahan?

Quizás si incorporaba a aquel nuevo elemento al cuadro seudo familiar que componían, podría elaborar un sistema de ordenamiento casero. Podría imaginar que Nick era el marido. Por supuesto, no ayudaría en nada con los niños, pero ese era el prototipo de hombre generalizado. Su labor de carpintería la asimilaría a la de ver los partidos de fútbol o a dormir la siesta. Representaría al típico macho humano en el contexto familiar y le serviría para confirmar lo que ya sabía: que no necesitaba un hombre en su vida.

Pero una inesperada imagen de él se iluminó en su cabeza: hombros anchos, cintura estrecha, rostro de ensueño. La borró rápidamente.

De acuerdo, tenía que admitir que un hombre podía aportar otras cosas. Pero, definitivamente, ella no podía sentirse atraída por un individuo como él. No era su tipo. Jillian prefería hombres de su talla intelectual.

Podía comprender la fascinación que alguien como Nick Callahan despertaba. Tantos músculos y masculinidad condensados en un solo individuo eran un poderoso reclamo.

Pero ella tenía muy claro lo que quería en la vida y, desde luego, no era compartirla con alguien como Nick Callahan.

Jillian bostezó. Era casi medianoche. Los niños se despertarían en cuestión de seis horas y ella estaba agotada. Lo mejor que podía hacer era acostarse y dejar a Nick que hiciera su trabajo.

Se dirigió a su dormitorio y se tumbó.

Inesperadas imágenes de Nick la tomaron por sorpresa. Se colocó varias veces la almohada y decidió que el mejor somnífero era recitar los números desde el uno. Finalmente, cuando ya había llegado a ochenta y nueve se quedó dormida y sueños cálidos de cuerpos musculosos inquietaron su noche.

Capítulo 2

Nick estaba junto a la ventana de la cocina, tomándose su humeante café, mientras veía el sol aparecer por el horizonte.

De todas las casas que había diseñado, aquella era sin duda la que más le gustaba. Por encima incluso que la que se había construido para sí mismo en Providence.

Su ex novia, Claire, y el hijo de ésta, Jason se habían quedado temporalmente allí tras la separación. Era el hogar que había creado con la esperanza de tener, definitivamente, una verdadera familia.

Nick siempre había asegurado que no quería niños y se lo había dejado perfectamente claro a Claire desde el principio.

Sin embargo, la estrecha relación que se había creado entre Jason, de siete años, y él lo había obligado a revisar su opinión sobre los niños

Al cabo de unos meses con Claire, Nick le había pedido que tanto ella como su hijo se trasladaran a vivir con él.

Todo había ido muy bien durante un año, hasta que él había sacado el tema de los niños. La rotunda negativa de ella, alegando no sin razón que aquel no había sido el trato inicial y que ella tenía ya un hijo, había creado distancias insalvables en la pareja.

Poco tiempo después, Claire ya había encontrado a alguien capaz de darle una relación llena de glamour y libre de bebés.

Nick se había marchado de la casa en el instante mismo en que se había sabido traicionado. No había podido soportar permanecer allí. Le había dicho un sombrío adiós a Jason, el niño que casi se había convertido en su hijo, y le había dado a Claire dos meses para marcharse de la casa.

Por suerte, Greg y Roxy habían puesto a su disposición la cabaña del jardín para que pasara el verano. Con la esperanza de que un poco de soledad lo ayudaría a clarificar su cabeza, se había trasladado allí hacía un mes y medio.

Oyó unos pasos suaves que lo sacaron de sus pensamientos, y se volvió para ver a Jillian Marshall apostada en la jamba de la puerta de la cocina.

Tenía un aspecto dulce vestida con aquel camisón blanco. Cuando se relajaba resultaba francamente hermosa.

Sintió un inesperado deseo que contuvo rápidamente. No quería saber nada de mujeres al menos durante unos meses más. Se había prometido a sí mismo un tiempo para meditar y asimilar lo sucedido con Claire, y estaba decido a mantener su promesa.

– ¿Cómo es que está todavía aquí?-preguntó Jillian en un tono medio gruñón.

– Acabo de terminar lo que estaba haciendo-respondió él-. ¿Quiere una taza de café? Eso la ayudará a recobrar el buen humor.

– ¿Ha hecho café?-preguntó ella sorprendida.

Nick le sirvió una taza.

– ¿Ha dormido bien?

– Pues no particularmente.

Jillian se fue despertando poco a poco.

Así era como Nick se había imaginado siempre lo que sería una familia: compartir el momento de una taza de café por la mañana, empezar el día juntos, en silencio, mientras los pequeños dormían en sus habitaciones. No había pensado en una mujer como Jillian. Pero tampoco en aquella Claire que empezaba el día completamente vestida y maquillada.

– ¿Usted nunca duerme?

– Últimamente tengo muchos problemas para conciliar el sueño.

– Pues debería dormir como mínimo ocho horas al día-murmuró ella entre bostezos-. Generalmente, yo sigo una rutina estricta. Me acuesto a las once y me levanto a las siete. En cuanto consiga organizar esta casa, volveré a mis horarios habituales.

– ¿Las cosas le salen siempre de acuerdo a sus planes?

– Por supuesto-dijo Jillian-. Es una cuestión de organización. Por ejemplo, ahora son las cinco y media. Los niños se despiertan a las seis, de modo que me queda media hora para desayunar y recoger un poco el salón.

Apenas había acabado la frase cuando oyó un llanto.

– Se le debió olvidar programar a los niños conforme a su horario.

Ella lo miró irritada.

– Se suponía que dormían hasta las seis-dijo ella-. No importa. Llorará unos minutos y se volverá a dormir.

Un segundo llanto se unió al primero.

– ¡Roxy me aseguró que dormían hasta las seis!-dijo Jillian algo desesperada, mientras oía como una tercera voz se unía al dúo.

– ¿Por qué no me deja que me encargue de ellos? Yo los vestiré.

Ella lo miró incrédula.-¿Sabe cambiar pañales?

– Fui el mayor de una familia irlandesa de diez hermanos. Tuve que aprender.

Ella lo miró admirada durante unos segundos.-Adelante-dijo ella-. Se los presto un rato.

Nick agarró su café y subió las escaleras.

Allí se encontró a los trillizos preparados para comenzar el día y frustrados por no poder salir de sus cunas.

– Buenos días, pequeños-les dijo-. Os habéis despertado un poco pronto.

– ¡Nick!-gritó Andy, tendiéndole los brazos para que lo sacara-. ¡Nick!

– Quiero salir-dijo Zach.

Sam lo miraba fijamente desde la cuna con el dedo metido en la boca.

No sin esfuerzo, vistió a los pequeños y los bajó a la cocina.

Pero la cansada mirada de Jillian le dijo que aún no estaba preparada para enfrentarse a una nueva jornada.

– Dejemos que la tía se tome otra taza de café-le dijo a los niños.

– Están hambrientos. Tengo que darles el desayuno-dijo ella, haciendo un amago de levantarse.

– Siéntese. Yo me encargaré de todo.

– Pero no sabe lo que desayunan.

Nick se rió.

– No se preocupe, lo averiguaré. Esto es sencillo. No hay que ser ingeniero aeroespacial.

Ella lo miró no sin cierta sospecha.

Pero pronto comprobó que sabía exactamente lo que hacía.

– Se le da bien cuidar de ellos-le dijo ella.

Él se ruborizó ante el inesperado cumplido.

– Es sólo cuestión de sentido común-respondió él.

– A mí no se me da bien.

– Tendrá otras habilidades.

– Las tengo-dijo ella y se quedó pensativa-. Por cierto, cuánto se gana en una profesión como la suya. A cuánto cobra la hora un carpintero.

Nick se sorprendió del repentino cambio de rumbo de la conversación.

– ¿Un carpintero?

– Sí, alguien como usted.

Le resultó divertida la asunción que ella había hecho sobre su profesión. Decidió no aclarar que era ingeniero industrial y que la carpintería no era más que una afición. Le pudo la curiosidad por saber adónde les llevaría aquella conversación.

– No sé. El sindicato establece treinta dólares a la hora.

Ella se quedó boquiabierta.

– ¡Eso supone unos sesenta mil dólares al año! ¡Es poco menos de lo que yo gano teniendo un doctorado en ciencias!

– Es una cuestión de oferta y demanda. Supongo que hay más necesidad de carpinteros que de matemáticos. La invención de la calculadora les arruinó el negocio.

Ella se ruborizó y Nick tuvo que reconocer que le encantaba desconcertarla. Era tan engreída y estaba tan llena de prejuicios que invitaba a burlarse de ella sin piedad. Le habría gustado saber lo que habría dicho de saber que era licenciado en Ingeniería Industrial y en Arquitectura y ganaba diez veces lo que un carpintero. Pero prefería guardarse esa información para sí mismo. Probablemente la necesitaría más tarde para bajarle los humos.

– Sepa que la matemática teórica es una ciencia muy compleja-dijo ella.

– Algo que un tipo de clase trabajadora como yo jamás comprendería, ¿verdad?-dijo él-. En cualquier caso, ¿por qué está tan interesada en saber cuánto gano? ¿Se está planteando cambiar de trabajo?

– No…-abrió la boca para continuar, pero se detuvo.

– ¿Qué?

– Nada-dijo Jillian-. Es, simplemente, que los niños lo adoran y había pensado que, quizás, podría venir a hacerles una visita esta tarde.

– Si le resulta tan difícil cuidar de ellos, ¿por qué se ofreció?

Ella se removió inquieta en la silla.

– Tengo mis razones. Además, estoy segura de que para el final del día ya me habré hecho con ellos.

– Me temo que está siendo excesivamente optimista. Cuidar de unos trillizos no es algo fácil.

Ella alzó la barbilla en ese familiar gesto de cabezonería que siempre usaba cuando no le gustaba una respuesta.

– Soy una mujer muy capaz, señor Callahan. Y ahora, si me disculpa, tengo cosas que hacer…

– Vendré a eso de las tres-la interrumpió él, levantándose y posándole inesperadamente las manos sobre los hombros.