Jillian volvió la cabeza y forzó una sonrisa.
– A los niños les encantará.
Dicho aquello, Nick se marchó.
Para mediodía ya había logrado apartar a Nick Callahan de su mente. Pero, tenía que reconocer que el recuerdo de sus manos sobre sus hombros la había torturado largas horas. Jamás antes la había tocado ningún hombre de un modo tan casual y a la par tan perturbador.
A la hora de comer, el fantasma del carpintero volvió a asediarla. No podía pensar en otra cosa. Esperaba ansiosa el regreso de Nick.
Después de alimentar a los pequeños con unos sustanciosos macarrones que acabaron en su mayor parte esparcidos por el suelo, se peleó con los trillizos durante inagotables minutos de travesuras.
Cuando, después de una ardua lucha, logró acostarlos la siesta, se quedó exhausta y rendida sobre el suelo, junto a la cama de los pequeños.
¿Cómo demonios iba a ser capaz de sobrevivir ocho días más? Se sentía incapaz de organizar, pues ellos siempre buscaban algún modo de aportar más trabajo a su ya abarrotada y desbaratada agenda.
El único foco de luz en todo aquel caos era Nick. Una imagen de él atrapó sus pensamientos. Se tocó los hombros allí donde sus manos se habían posado, sintiendo un reconfortante calor.
Podía racionalizar sin problemas lo que sentía. Era un hombre muy atractivo, de eso no cabía duda. Y no había nada de malo en reconocer la belleza masculina: hombros anchos, el pelo lleno de mechas rubias por el sol, brazos musculosos…
Sus pensamientos se encaminaron a un territorio más íntimo.
«Nick Callahan no es tu tipo», se dijo a sí misma. «Es arrogante y engreído, y no usa su cerebro. Tú siempre has preferido tipos inteligentes antes que guapos».
Abrió los ojos para tratar de borrar la mente que tan insistentemente se le aparecía. Pero se dio cuenta de que estaba agotada. Apenas si podía mantenerse despierta, a pesar de que tenía que aprovechar los pocos minutos que los niños dormían para organizar.
Cuando se despertó, lo hizo con la sensación de que era la voz de Nick la que resonaba en el fondo de sus sueños.
Alzó la cabeza, se acercó a uno de los trillizos y entonces lo vio.
Zach había sacado de no sabía dónde un rotulador rojo con el que había decorado profusamente su rostro travieso. Sin pensárselo dos veces, el pequeño surcó las mejillas de su tía con el endemoniado artilugio.
– Rojo-dijo el diablillo-. Huele a fruta.
– ¿Jillian? ¿Dónde estás?-resonó la voz de Nick en la parte de abajo.
Jillian se levantó con urgencia y buscó las toallitas. Limpió con frenetismo el rostro «apache» del niño, justo a tiempo de guardarse las pruebas del delito en el bolsillo del vestido.
Cuando el carpintero entró ella sonrió.
– ¡Hola! ¿Qué tal? ¡Mirad quién está aquí, el tío Nick!
Los niños gritaron su nombre y él los sacó de sus cunas. Inmediatamente, los pequeños salieron del cuarto corriendo y los dejaron solos.
– ¿Va todo bien?-preguntó él.
– Sí, estupendamente-respondió ella-. Los niños se han dormido un rato y… creo que finalmente estoy consiguiendo organizarme.
Nick miró de un lado a otro de la caótica habitación.
– Sí, ya lo veo.
– En realidad no hacía falta que viniera.
El gesto de él fue entre confuso y divertido por la situación.
Tendió la mano sin pensar como para tocarle la mejilla. Ella se apartó asustada.
Nick forzó una sonrisa.
– Es que…
Ella se revolvió sin pensar.
– Creo que en la situación que nos encontramos no ha lugar…
– No intentaba propasarme. Sólo quería limpiarle la mejilla. La tiene manchada.
Ella se ruborizó, pero actuó como si no pasara nada, quitándose los restos de pintura roja que decoraban su cara con la misma toallita que aún conservaba en el bolsillo.
Sin decir más, se arrodilló y se puso a recoger juguetes.
– Y bien, ¿qué quiere que haga por usted?
Ella lo miró durante unos segundos, mientras un sinfín de ideas se le agolpaban en la mente, podría tocarla del modo en que lo había hecho aquella mañana o, simplemente, dejarse contemplar. Era un placer ver aquel cuerpo de ensueño.
– ¿Y bien?
– No lo he pensado-dijo ella, encogiéndose de hombros-. Quizás podría jugar con los niños un rato. O, tal vez, se los podría llevar a dar un paseo, mientras yo recojo la casa.
Él le tendió la mano y la ayudó a levantarse, quitándole con el pulgar lo que aún quedaba de pintura sobre su mejilla. Pero, en aquella ocasión, ella no se apartó. Se permitió a sí misma disfrutar de su breve tacto.
– ¿Por qué no se viene con nosotros?-sugirió él.
Ella sonrió, sorprendida y complacida con la sugerencia.
– De acuerdo. La verdad es que me vendrá bien un poco de aire fresco.
– Y a mí me vendrán bien un par de ojos adicionales para vigilar a los pequeños.
Nick tardó sólo unos segundos en ponerles los zapatos, lo que, normalmente, suponía media hora para ella.
En cuestión de minutos ya estaban en la calle, corriendo tras una pelota, mientras se dirigían al lago.
Fue un paseo agradable y reconfortante.
– Se le dan bien los niños-reconoció Jillian ya de vuelta hacia la casa. Llevaba a Sam en los hombros y actuaba como si el papel del padre fuera algo natural para él.
De pronto, Jillian tuvo una duda.
– ¿Tiene hijos?-le preguntó. Roxy, en su breve conversación telefónica le había dicho que era soltero, pero no había especificado nada sobre niños.
– Me encantan los niños, pero no, no tengo hijos.
– ¿Ha estado casado?
– Casi. Pero no funcionó-dijo él con un tono helador.
Jillian se arrepintió de su curiosidad.
– La verdad es que los niños lo adoran-se aclaró la garganta y cambió de tema-. A mí nunca se me han dado bien. Bueno, supongo que ya se ha dado cuenta. Por eso decidí ocuparme de ellos. Me gustan los niños, pero se necesita práctica y paciencia.
– ¿Y organización?-dijo él en tono de sorna.
– Sí, eso es lo que creo-respondió firmemente ella-. Los niños necesitan una estructura en su vida. Para cuando Roxy y Greg regresen me he propuesto haber creado un orden en esta casa.
– ¿Y piensa que los pequeños van a cooperar?
– No veo por qué no.
– Creo que sobrestima su capacidad organizativa, profesora Marshall. Me temo que los niños, al contrario que los números, desafían la organización.
Ella se tensó.
– Soy más que capaz de alcanzar cualquier objetivo que me proponga.
– Pues, si es tan «capaz», ¿por qué me ha pedido que viniera a ayudarla?
– Porque se le dan bien los niños y yo necesito ayuda. No soy tan soberbia como para no admitir eso.
Nick se rió.
– Vaya, y yo que creía que me había invitado porque le gustaba cómo me quedaban los vaqueros.
Jillian se ruborizó.
– No se haga la sorprendida. Me he dado cuenta de cómo me mira el trasero.
– ¡Yo no le he mirado el trasero!
– Sí, claro que lo ha hecho.
– ¿Por qué iba a perder mi tiempo en algo semejante? Usted no es el tipo de hombre que a mí me gusta.
Dicho aquello aceleró el paso.
– ¿Y qué tipo de hombre le gusta?-dijo él, agarrando a los niños para poder seguirla.
Ella se volvió.
– Desde luego, ninguno tan engreído ni tan orgulloso de su trasero.
Nada más llegar a la casa se encaminó a la habitación de los pequeños, dispuesta a recoger y a limpiar. Aún estaba furiosa por el impertinente comentario de él.
De pronto, por accidente, vio su imagen reflejada en el espejo. ¡Cielo santo! No le extrañaba que Nick hubiera estado mirándola tan extrañado. Tenía el rostro cubierto de rayas rojas, como un necio payaso expulsado del peor circo.
– ¡Te odio, Nick Callahan! Me vas a pagar el haberme hecho quedar como una necia.
Jillian se lavó con frenetismo la piel tintada. Luego se secó con un gran trozo de papel higiénico que echó en el retrete sin pensar. Pero, al tirar de la cisterna, el agua comenzó a subir hasta desbordarse.
Lanzó al suelo todas las toallas que logró recopilar, sin éxito alguno.
Desesperada, Jillian se asomó a la ventana y comenzó a llamar a Nick.
Una eternidad después, él apareció con los tres niños y miró el espectáculo con gran calma.
– ¡Agua!-gritó Andy, mientras Zach se reía divertido.
Duke, el perro, lamía gustoso el líquido elemento.
– Parece que necesita un fontanero-dijo Nick-. Yo soy carpintero… No podré ayudarla a menos que esté dispuesta a pagar lo que el sindicato exige.
– ¿Cuánto?-preguntó ella rabiosa.-Cincuenta dólares a la hora.
Jillian le lanzó la toalla empapada que tenía en la mano al pecho.-Arréglelo.
Cuando Nick bajó con los tres niños, Jillian estaba sentada delante de una botella de vino, aunque no había copa alguna.
«Debe de sentirse realmente mal para estar bebiendo de la botella», pensó Nick.
– Debería haberme dicho que tenía un aspecto tan idiota.
– Lo intenté-respondió él-. Pero no me dejó. Además, no le di mayor importancia. Creía que lo había hecho a propósito mientras jugaba con los niños.
– ¿Cuál era el problema con el retrete?
– Un atasco-respondió, mostrando en la mano un montón de camiones de juguete.
– ¡Barcos!-dijo Zach.
– Son camiones y no se meten en el retrete. Ahora son míos.
Zach lo miró ceñudo, mientras decidía si ponerse a llorar o no. Finalmente, algo captó su atención y se puso a jugar.
Jillian miró al reloj y suspiró.
– Dos horas a cincuenta dólares, le debo uno de cien-se levantó para buscar el dinero en su bolso.
– Lo cierto es que… bueno el agua ha calado al piso de abajo-se arrepintió de inmediato de haber dicho aquello, pues ella agarró la botella y le dio otro trago-. Pero no se preocupe, que lo dejaré como nuevo. Ni Roxy ni Greg se darán cuenta de lo sucedido.
Jillian apoyó la cabeza en la encimera.
– ¿Ha oído hablar alguna vez de la teoría del caos, señor Callahan?
Nick estaba fascinado con su pelo. Tenía un hermoso color castaño con reflejos rojizos.
– No estoy seguro-respondió él. Recordaba haber estudiado algo en la universidad, pero no tenía en la memoria los detalles.
Ella alzó la cabeza ligeramente.
– Es un área de las modernas matemáticas. Trata de explicar las erráticas e irregulares fluctuaciones de la naturaleza. Cuando un sistema es caótico, su comportamiento sólo es predecible si conocemos todas las infinitas condiciones que le afectan.
– En otras palabras, tienes que saber a priori cuántos camioncitos admite un retrete antes de que se atasque.
La expresión de Jillian se iluminó.
– ¡Exacto! Creo que ahí es donde he fracasado. No se me ha ocurrido aplicar a todo esto la teoría del caos. Lo mío es la teoría numérica, que resulta extremadamente ordenada y predecible, por eso no he pensado en la teoría del caos.
– ¿Y qué significa?
– Significa que no es culpa mía que todo salga mal-dijo ella-. También significa que debo esperar que las cosas se comporten de modo caótico de vez en cuando. Es parte del orden del universo-ella suspiró-. No debería ser tan dura conmigo misma y con mis errores. Y, para acabar, debería pagarle.
El se quedó temporalmente confuso por el cambio radical de tema.
– No soy ese tipo de hombres-bromeó él, fingiendo haber malinterpretado sus palabras.
Ella se ruborizó. Nick no pudo evitar reparar en lo atractiva que era incluso cuando hablaba de matemáticas. No era sólo su cuerpo lo que le resultaba atractivo, sino también su fascinante mente.
– Quiero proponerle algo-dijo ella-. Estoy dispuesta a pagarle bien.
– ¿Qué tipo de propuesta?-preguntó él curioso y precavido al mismo tiempo.
– Me gustaría contratarlo como niñera durante un día, hasta que consiga organizar la casa.
Nick frunció el ceño. ¿Niñera? Había tenido muchas proposiciones de mujeres en su vida, pero ninguna semejante. Que Jillian Marshall lo considerara primo hermano de Mary Poppins no ayudaba a su autoestima.
– ¿Por qué no llama a su madre?-le preguntó-. Se supone que era ella la que se iba a ocupar de los trillizos, ¿no es así?
Jillian esquivó la pregunta con una rotunda afirmación.
– Le pagaré seiscientos dólares por tres días, entrando a las tres y terminando a las ocho. Después podrá seguir con su trabajo de carpintería.
Nick sonrió. Aquello supondría pasar tres días en compañía de la encantadora Jillian Marshall. Tres tardes-que podría tomarse libres por una vez y disfrutar al lado de aquella brillante e intrigante mujer. ¿Por qué no? Necesitaba evadirse un poco. Su vida no había sido un camino de rosas en los últimos meses.
Él silbó levemente.
– ¡Seiscientos dólares por tres días a cuatro horas cada uno son cuarenta dólares la hora! Debe de estar realmente desesperada.
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