– No te preocupes, Madeleine. Lo más importante ahora es que operen a Bobby cuanto antes. Yo consecuiré el dinero de una forma u otra. Diles a los médicos que tendrás el dinero hoy mism última hora.

Madeleine se deshizo en palabras de gratitutud.

– Me siento fatal -dijo llorando-. Ya me m daste mucho, y parece que sólo te llamo para pedirte más, pero es que no sé a quién acudir…

– Para eso está la familia -dijo Serena con firmeza.

– Pero, ¿de dónde estás sacando tanto dinero?

Serena sonrió con tristeza.

– Es una larga historia -explicó-. Ya te la contaré algún día; por el momento, lo único que importa es Bobby.


Leo abrió la puerta de su despacho cuando Lindy le dijo que Serena estaba allí y que quería hablar con él.

– ¡Serena! Creí que te vería más tarde.

– Necesito hablar contigo -dijo ella-. Es muy importante. ¿Tienes unos minutos?

– Por supuesto -señaló él con la puerta abierta todavía-. No me pases llamadas, Lindy.

Serena se colocó junto a una de las ventanas del despacho jugueteando nerviosa con el anillo. Leo se acercó a ella, pero Serena no quería ni mirarlo, por miedo a echarse en sus brazos y llorar. Durante tantos años había cargado sobre sus hombros con la responsabilidad de su hermana y de su madre, que ya no sabía cómo pedir ayuda.

– No pareces la misma mujer que dejé en casa esta mañana -dijo él al observar la alteración de Serena-. ¿Qué pasa?

Explicarlo no iba a ser fácil, así que decidió ir al grano.

– Necesito dinero -dijo directamente. Leo se quedó paralizado.

– ¿Cómo? -preguntó él y se quedó callado sin entender qué estaba pasando o quizás entendiendo demasiado.

– No sé si podrás adelantarme algo del dinero… Leo dio un paso hacia atrás indignado, pero sin perder el control.

– Todavía no he cerrado el trato.

– Sí, pero ha pasado una semana y pensé que… -Que como hemos llegado muy lejos, podrías

pedirme algo más. ¿no?

– ¡No! -exclamó ella con desesperación-. ¡No es eso!

– ¿Ah no? Creo que eres una mujer muy fría. La mayoría de las mujeres habría esperado unos días antes de pedir el dinero; ¡las sábanas están todavía calientes y ya me estás exigiendo que te pague! ¡Eres buena, pero no tanto!

Serena se mantuvo impasible. -No entiendes nada.

– Oh, claro que entiendo. Anoche casi logras engañarme; ahora veo claramente lo que significó para ti. ¡Y pensar que yo creí que tu profesión era la cocina!

– ¿Cómo te atreves? -preguntó ella lívida-. ¡Lo de anoche no tuvo nada que ver con el dinero y lo sabes bien!

– ¿No me digas?

– No entiendes nada, deja que te lo explique…

– ¡No quiero que me expliques nada! -exclamó él muy enérgico.

– Leo, por favor…

– He dicho que no quiero escuchar nada -murmuró entre dientes-. Eres como todas. Anoche dijiste que me deseabas, pero debí darme cuenta de que lo único que querías era mi dinero.

– ¡Pues sí, debiste darte cuenta! -dijo ella, despechada-. ¿Por qué te extraña tanto si me has comprado? Sabías que el dinero era la única razón por la que accedí a hacer el paripé.¿O es que crees que quiero engañar a mis amigos diciéndoles que soy tu novia? ¿Crees que me gusta que me traten como a una mujer objeto, que me gusta que me vistan, que me enjoyen y que luego me tiren a la basura? ¡Por supuesto que lo hago por dinero! Me lo he ganado, ¿o es que crees que tengo que acostarme contigo unas cuantas veces más?

– Ya me pediste un adelanto -señaló él con los labios blancos y un ligero temblor en la comisura de la boca-. El trato era que te pagaría el resto al final.

– Necesito el dinero ahora -insistió ella.

– ¿Porqué?

– No te importa -dijo ella al fin, sin considerarle ya merecedor de contarle la verdad. -¿Y si no te lo doy?

– Le diré a todo el mundo que nuestro compromiso es falso -amenazó ella.

– ¡Vaya, vaya! ¡Ahora me chantajeas!

– No te estoy pidiendo nada que no hayamos pactado -dijo ella-. Yo he cumplido mi parte: Noelle piensa que estamos comprometidos y Bill Redmayne quiere seguir hablando contigo del tema. Todo lo que quiero es que me adelantes el dinero que de todas formas me darás al final. Anoche me dijiste que me estabas agradecido.

– Anoche dije muchas cosas que no quería decir -dijo Leo que caminó hacia su mesa y sacó una chequera-. ¿Cuánto crees que vale una noche contigo, Serena?

Serena calculó lo que podría valer la operación de Bobby.

– Cinco mil libras -dijo ante el asombro de Leo. -Ningún revolcón en la oscuridad vale eso -dijo él con desprecio.

Serena sintió un nudo en la garganta al escuchar aquellas palabras, pero no se dejó atropellar.

– ¿Crees que me acostaría contigo por menos?

– Toma -dijo Leo, después de firmar un cheque-. Esto es un adelanto, no una gratificación. Dado que el sexo no estaba contemplado en nuestro trato, parece como si fuera yo el que ha recibido la gratificación.

– Piensa así si te place, pero no creas que recibirás otra. A partir de ahora, no quiero que me toques.

Se produjeron unos instantes de silencio y Leo puso su rostro muy cerca del de Serena.

– Jamás lo haría -dijo con voz firme-. Me gusta esta situación tanto como a ti, pero te aseguro que estoy haciendo todo lo posible para que acabe cuanto antes. De esa forma, no tendré que verte nunca más. Hasta entonces, cumplirás tu parte del trato, aunque trataré de excusarte de muchas invitaciones, para que no tengamos que vernos tanto. Pero, si alguien sospecha de lo que ha pasado hoy entre tú y yo, tendrás que devolverme mi dinero. ¿Está claro?

– Sí -respondió ella con el corazón hecho pedazos.

– Entonces, lo primero que tienes que hacer es salir por esa puerta sonriendo para que Lindy no sospeche.

Sin una palabra más, Serena se dio media vuelta y salió del despacho. No supo cómo pudo hacerlo, pero sonrió y siguió con la misma sonrisa estúpida en su rostro hasta que llegó a la cocina. Una vez allí, cerró la puerta y se echó a llorar amargamente. Se preguntó cómo podía amar tanto a Leo y odiarlo al mismo tiempo. Lo que más le dolía fue que Leo no le concedió ni siquiera el beneficio de la duda, sino que la trató desde el primer momento como escoria. Un hombre que la amara no habría reaccionado así, la habría confortado sin exigirle explicación alguna.

Llegó a la conclusión de que Leo no la amaba.

Durante las tres semanas siguientes, Serena mantuvo su estado de cólera contra Leo en su punto más álgido y, de aquella forma, intentaba contrarrestar lo mucho que lo quería.

Por su parte, Leo le mandó una nota breve en la que le explicaba que no quería verla el fin de semana y que le diría a todo el mundo que tenía la gripe. Aquello obligó a Serena a quedarse en casa y lo hizo encantada. Preparó litros de sopa, que era lo que de verdad la relajaba, y pasó largas horas hablando con su hermana. Sin embargo, nada podía calmar su ansiedad.

El lunes volvió al trabajo, pues Leo no había indicado lo contrario, pero no lo vio en el almuerzo. Hasta el miércoles por la tarde no volvió a verlo y apareció en la cocina sin previo aviso.

Serena estaba fregando unas cacerolas con la misma fuerza con la que querría lavar para siempre sus recuerdos. Alzó la vista ante el portazo de la puerta y lo miró sin dejar que a su rostro asomara expresión alguna.

– Bill Redmayne y yo nos hemos reunido esta mañana -dijo Leo-. Me ha prometido que considerará mi propuesta.

– Supongo que no esperarás que me alegre -replicó ella, mientras manipulaba las cacerolas sin ningún cuidado.

– Esto te interesa, así que escucha bien -dijo él fríamente-. Bill me dirá su respuesta dentro de tres semanas.

– ¿Así que sólo nos quedan tres semanas de aguantarnos mutuamente'?

– Exacto -dijo él-. Desgraciadamente, ha decidido que quiere verme antes de tomar la decisión. Nos ha invitado a los dos a su casa de Yorkshire a pasar el fin de semana y ha insistido en que quiere que vayas -explicó-. He aceptado en nombre de los dos, así que será tu última aparición como mi prometida. Sea lo que sea lo que decida Bill, podemos seguir cada uno nuestro camino. Diremos que hemos cambiado de idea sobre el matrimonio.

– ¿Y ése será el final'?

– Ése será el final -Corroboró él y salió sin decir ni una palabra más.

Serena no supo si estaba deseando que pasara el fin de semana o que no llegara nunca. Si pasaba no volvería a ver a Leo, pues también dejaría su trabajo en el banco. De hecho, ya se sabía que iba a dejarlo puesto que iba a casarse con él.

Durante el resto de la semana, salieron alguna vez evitando siempre los roces y las miradas. Nadie sospechó, pues tampoco se esperaba mucho de ella, mientras fuera decorativa y no desentonara.

Sin embargo, una noche. Candace y Richard se empeñaron en salir con ellos a cenar y Serena no pudo engañar a su amiga.

– ¿Habéis discutido Leo y tú? -preguntó Can

dace en el servicio de señoras del restaurante. Serena estaba concentrada cepillándose el pelo. -¿Por qué lo dices?

– Por la forma en que os miráis.

– No lo miro de forma especial.

– Sí que lo haces y Leo lo mismo. No sabe muy bien si besarte o pegarte un bofetón -dijo Candace-. Estar enamorado no es siempre tan fácil como parece, ¿verdad?

– No -dijo Serena, sintiéndose morir-. No es fácil.

– No te preocupes -dijo Candace, mirando a su amiga a través del espejo-. Todo saldrá bien. Está clarísimo que Leo está loco por ti. Os besaréis y haréis las paces esta noche.

No sucedió así. Leo la acompañó a su casa como siempre, pero en silencio. Ni siquiera la miró cuando ella bajó del coche y Serena se acostó torturada por el recuerdo de aquella noche de intimidad, de caricias, suspiros y sollozos de placer, frente a las lágrimas que cayeron lentas y amargas sobre su almohada.

CAPÍTULO 9

C DANDO por fin partieron hacia Yorkshire, Serena estaba tan desesperada que cualquier cosa le parecía mejor que continuar con aquella situación. Salieron de Londres a las tres de la tarde del viernes y lo hicieron directamente desde el banco, hecho que no impidió el que se toparan con los embotellamientos del fin de semana. El viaje que les quedaba por delante fue mucho peor, pues las obras sembraban las carreteras y para colmo se puso a llover.

Tardaron cinco horas en llegar a Leeds y, durante aquellas horas, no intercambiaron ni una sola palabra. Una vez en Leeds, tomaron carreteras comarcales para llegar a la mansión de Coggleston Hall, residencia de los Redmayne.

– No vayas a estropearlo todo ahora -dijo Leo, frente a la puerta de la mansión-. Todo lo que tenemos que hacer es pasar como podamos este fin de semana. ¡Recuerda que estamos enamorados!

– ¡Oh. calla! -dijo ella, justo antes de que la puerta se abriera.

Bill Redmayne abrió en persona.

– Veo que estamos teniendo el típico verano inglés -señaló Bill al ver que ambos llegaban empapados-. ¿Habéis tenido buen viaje? Por vuestra cara parece que no.

– Digamos que pasable -dijo Leo-. Siento que hayamos llegado un poco tarde, pero había mucho tráfico en todas las carreteras.

– Bueno, os sentiréis mejor después de tomar una copa y de cenar en condiciones. Seguro que primero querréis refrescaron, así que Dorothy os enseñará vuestra habitación; cuando estéis listos, nos reuniremos todos.

Bill llamó al ama de llaves a quien encargó que los condujera a su dormitorio.

– Puede que sea un viejo anticuado, pero sé cómo son las cosas hoy en día, así que os he puesto en la misma habitación. Estáis enamorados y no hay nada más molesto que los huéspedes corriendo de una habitación a otra por las noches. Despierta a los perros -explicó Bili, antes de que la pareja siguiera a Dorothy.

Serena evitó mirar a Leo mientras se dejaban conducir al piso de arriba. La habitación era grande y lujosa; tenía su propio cuarto de baño y la cama era doble, cosa que paralizó a Serena.

Fue Leo el primero en reaccionar quitándose la cazadora y colgándola en el armario.

– Será mejor que bajemos cuanto antes.

– ¿Qué vas a hacer con la cama? -preguntó ella torturada por la idea de tener que dormir con él.

– ¿Y qué quieres que haga? -dijo Leo-. Baja y dile a Bill que no quieres dormir conmigo y que prefieres una habitación para ti sola, sonaría estupendamente.

– No es algo tan raro -dijo Serena con dignidad-. Podrías decirle que me respetas demasiado como para dormir conmigo antes de casarnos o algo así.

– ¡Ja, Ja! -rió él-. ¡Muy convincente!

– Bueno, ¿y qué sugieres?

– Te sugiero que pienses en el dinero y que le saques el máximo partido. No pienso hacer el ridículo delante de Bill Redmayne a estas alturas. Los dos vamos a dormir en esta habitación y yo, desde luego, voy a dormir en la cama. Si la quieres compartir conmigo, bien, si no, ya sabes que puedes dormir en el suelo.