– Si besas asi por compromiso, ¿cómo serán tus besos cuan estés verdaderamente enamorada?

Leo estaba peligrosamente cerca y mantenía la barbilla de Serena entre sus dedos. Ella pudo lil rape con un movimiento brusco.

– Eso es algo que no podras comprobar- dijo dando media vuelta para salir de la terraza.

Serena cerro la puerta de su rurgoneta con violencia y se agachó para recoger sus tres bolsas de la compra. Llevaba tan sólo tres semanas en Erskine Brookes y todo le había salido mal.

La culpa de todo la tenía Leo Kerslake ya que, desde la escena de la terraza, había sido incapaz de olvidarse de él y con demasiada frecuencia su imagen volvía a su memoria.

No había vuelto a tener noticias de Leo desde la boda de Candace y ya habían pasado dos semanas. Se imaginaba que habría vuelto a los Estados Unidos y que no habría dedicado ni un sólo instante a pensar en ella.

Haciendo un gran esfuerzo por apartarle de sus pensamientos, Serena se había concentrado en su nuevo trabajo, pero cocinar para unos cuantos directivos todos los días era algo demasiado fácil nara una cocinera tan sofisticada y experta como ella. Erskine Brookes era un banco regentado por directivos de gustos muy conservadores.

En aquellos momentos, lo único que deseaba era un trabajo que representara un reto y que la hiciera olvidar a Leo; sin embargo, no podía dejar a la banca Brookes, ya que era la única fuente de ingresos con la que contaba. Si alguna vez podía montar su propio restaurante, tendría que trabajar durante bastante tiempo para gente tan aburrida como aquella, pero que, al menos, pagaba bien.

Además, tenía que pensar también en su hermana Madeleine. La pobre Madeleine se había quedado sola con sus tres hijos y un montón de deudas. Poco después, su ex-marido y su nueva esposa se mataron en un accidente y el mundo se le vino encima. A pesar de ser la mayor, Madeleine siempre se había apoyado en Serena en los malos momentos. Lo único que deseaba era saldar algunas de las deudas de su hermana y conseguir que trabajara en algo. Después de conseguir un futuro para su hermana, comenzaría a ahorrar para el suyo.

Madeleine la había llamado como cada semana y le había dicho que seguía buscando trabajo, a pesar de ser difícil cuidar a tres hijos y trabajar al mismo tiempo. Serena había sugerido a su hermana que regresara a Inglaterra. pero ella se había negado ya que sus hijos eran americanos como lo había sido su padre: su hogar estaba ya en los Estados Unidos.


Cuando miraba hacia el pasado, a Serena no le extrañaba que el matrimonio de su hermana hubiera fracasado como el de su propia madre. Tanto su padre como el marido de su hermana había tratado de privar a sus mujeres de la confianza en sí mismas; por aquella razón, sabía que, si Madeleine encontraba un trabajo, su autoestima se increnmentaría y podría ser una mujer más segura e independiente.

– ¿Has conocido a alguien interesante? -había preguntado su hermana en la última conversación.

A Serena le asombraba la capacidad que tenía su hermana de interesarse por los asuntos del corazón, a pesar del fracaso de su matrimonio. Pero lo que más le molestó fue el comprobar que el recuerdo de Leo volvía a su memoria y que su imagen la hacía estremecerse.

– No -había mentido.

Sin embargo, el mal estaba hecho y, desde aquel instante, no había podido deshacerse del pensamiento de Leo Kerslake. Incluso aquella misma noche, no pudo conciliar el sueño hasta las tres de la mañana. A la mañana siguiente, se levantó temprano para ir a trabajar a la banca Brookes y, desde el primer momento, todo le fue saliendo mal. Perdió el tren que la llevaba hasta la City londinense y más tarde, no encontró los ingredientes del menú que había previsto para aquel día. Tuvo que cambiar sus planes y comprar otros alimentos. Cuando por fin llegó al banco, el ascensor del personal de servicios estaba estropeado y tuvo que cruzar el vestíbulo con las bolsas de la compra ante la mirada horrorizada del recepcionista del banco. Serena se dirigía a los ascensores principales pensando que, por una vez que incumpliera las normas, no pasaría nada. Además, llegaba tarde al trabajo y le habían dejado muy claro que no podía retrasarse con los almuerzos.

Al entrar en el ascensor, que afortunadamente tan sólo ocupaba el botones, Serena suspiró aliviada y se apoyó contra la pared esperando a que se cerrara la puerta de un momento a otro. En el último instante, un hombre se coló por el pequeño espacio que quedaba.

Se trataba de Leo Kerslake.

– Hola, Serena -dijo él.

Serena creyó que el suelo del ascensor cedía bajo sus pies y se sintió desfallecer. Su vista no le estaba jugando una mala pasada. Ante sí tenía a Leo y por mucho que había tratado de olvidar sus facciones, cada ángulo de su cuerpo, allí lo tenía ante ella. Sus ojos eran aún más claros de lo que los recordaba, su mirada más intensa y su pelo más oscuro. Parecía más alto, más fuerte. más arrebatador. Tan sólo su boca permanecía como la recordaba: fría, firme, atractiva, burlona.

– Creí que estabas en los Estados Unidos -dijo ella, pues fue lo primero que se le ocurrió.

– Volví el fin de semana.

Leo no parecía en absoluto sorprendido de verla y, según creyó Serena, más bien parecía resignado o irritado.

– ¿Estás aquí por negocios? -preguntó ella en un tono algo brusco.

Él levantó las cejas sorprendido.

– Sí -contestó y advirtió que llevaba bolsas de la compra-. ¿Qué estás haciendo aquí?

– Trabajando.

– ¿Siempre usas este ascensor cuando vienes con la compra?

– ¿Y a ti qué te importa?

– No da una buena imagen ante los clientes del banco -señaló él.

– No todos los clientes del banco tienen que ser tan exigentes como tú -dijo ella de mal humor-. No hay duda de que siempre es mejor no tenerse que mezclar con la clase trabajadora -añadió con ironía-, pero el ascensor del personal de servicios está estropeado y no creo que tenga que subir nueve pisos cargada con bolsas tan sólo por no poder usar este ascensor. Aunque la verdad, si hubiera sabido que me iba a encontrar contigo, habría subido andando.

Leo sacudió la cabeza.

– ¡Siempre tan encantadora! Debías ser cuidadosa con tus palabras, Serena; puede que no sepas con quién estás hablando.

Serena sabía que Leo estaba en lo cierto, pero aquella mañana todo le había salido mal y estaba dispuesta a terminar de estropearlo.

– Bueno, bueno, vamos y me lo quito de encima cuanto antes -cedió por fin Serena.

– Er… llevas puesto el delantal -señaló Lindy-. ¿No te gustaría quitártelo?

– No, claro que no -dijo Serena-. Ya sabe que soy la cocinera, ¿no? Supongo que no esperará un pase de modelos.

– Bueno, no…, claro, pero es el presidente -dijo Lindy con seriedad.

– ¿Y qué? -replicó Serena sin dejarse impresionar-. Eso no hace que sea un dios y, además, no tengo por qué arreglarme.

Lindy se dio por vencida, pues, en realidad, como el resto del personal del banco, no sabía qué pensar sobre Serena. Los que la conocían poco, se llevaban una impresión equivocada pues, en general, intimidaba a la gente. Sin embargo, aquellos que tenían la posibilidad de hablar más con ella, se daban cuenta de que sus palabras, aunque bruscas, nunca eran malintencionadas. En el fondo, era una mujer amable y encantadora.

El despacho del presidente estaba un piso por debajo de la cocina y Serena se alegró de no tener que montar en el ascensor, por si volvía a encontrarse con Leo Kerslake. Esperaba que hubiera terminado el asunto que le había conducido al banco y que se hubiera marchado.

Lindy, al ver que Serena iba derecha al despacho sin siquiera llamar a la puerta, corrió para ade

lantarse y abrió ella misma la puerta después de llamar.

– Serena Sweeting, señor Kerslake.

Serena se quedó petrificada en la antesala del despacho sin dar crédito a lo que había oído. Era imposible que el destino le hubiese jugado tan mala pasada.

– ¿Cómo? -dijo de forma estúpida-. ¿Qué nombre es el que he oído?

– Has oído bien -dijo Leo, mientras se levantaba de su sillón-. Gracias, Lindy -añadió, despidiendo a su secretaria con una mirada.

Lindy abandonó el despacho con una expresión de sorpresa en su rostro.

– Tú no eres el presidente -dijo Serena parpadeando, como si tuviera que convencerse de lo que tenía ante sus ojos.

– Es curioso, pero eso es lo que muchos de mis directivos querrían -replicó él, bromeando-. Desgraciadamente para ti y para ellos, soy el presidente de Erskine Brookes.

CAPÍTULO 3

P ERO…-dijo Serena todavía de pie junto a la puerta-. ¿Por qué no me lo dijiste'? Él se encogió de hombros. -No es un secreto. Si te hubieras fijado un poco, habrías visto mi nombre en el vestíbulo del banco y en el papel timbrado. La verdad es que creí que trabajando para esta empresa, te interesaría saber quién era su presidente. Es de profesionales el saber con quién se está tratando.

– Yo soy una profesional en lo que me incumbe que es la cocina -aseguró ella, sin que Leo pareciera impresionado.

– Pues perdona que te diga que no pareces muy profesional en estos momentos -dijo él, mirándola de arriba a abajo.

La mirada de Leo hizo que Serena recordara que llevaba el delantal, el pelo recogido con una cuerda que había encontrado por la cocina. y que, probablemente, tendría manchas de harina en las mejillas.

Leo tendió la mano hacia una de las sillas que había en el despacho.

– Será mejor que te sientes -dijo y ella obedeció-. ció-. Debo también decirte que tampoco te comportas como una profesional. En este banco, los empleados no pueden entrar a trabajar con vaqueros y una camiseta, o con el pelo despeinado, y menos aún utilizar los ascensores de los clientes con bolsas de la compra.

– ¿Acaso en Erskine Brookes se deja a los empleados respirar sin tu penniso'? -replicó ella.

Sabía que él llevaba razón y que le estaba bien empleada la recriminación, pero Serena era demasiado testaruda y no iba a dejar que le echara un sermón sin protestar.

– Si recuerdas lo que pasó esta mañana, subí en el ascensor porque el de servicio está estropeado y las bolsas estaban llenas de comida para alimentar a tus directivos. No las llevaba por diversión. Y en cuanto a mis ropas, no veo qué puede importar lo que lleve en la cocina. Tengo que vestirme con ropa informal y cómoda, no querrás que me vista de largo por si el ministro de Economía aparece para probar mis pastelillos, ¿verdad'?

– Lo único que espero de ti es que te comportes de forma educada y profesional mientras estés en el banco -dijo Leo-. Si vuelves a hablarle a alguien como me has hablado a mí esta mañana, te despediré inmediatamente. Afortunadamente, hay dos factores a tu favor: el primero es que eres una excelente cocinera y el segundo que, por lo que he hablado con otros empleados, puedes llegar a ser encantadora. Me han dicho que hiciste un pastel especial para celebrar el cumpleaños de una de las empleadas de la limpieza y que ayudaste a la secretaria de Bob Chambers a preparar un postre para una cena en su casa a la que llegaba tarde por quedarse a trabajar más de la cuenta…

– Sí, lo sé, pero lo hice en horas extras; al banco no le perjudicó en absoluto -comenzó Serena a la defensiva.

– Oh, sí, te creo -dijo él-. Lo único que siento es que mantengas tu forma de ser encantadora tan escondida la mayor parte del tiempo. Quieres dar la impresión de que eres dura, pero no eres ni la mitad de dura de lo que pretender ser. Después de todo -continuó sin apartar la mirada de los labios de Serena-, tengo más razones que cualquiera para saber lo dulce y lo cariñosa que puedes ser cuando lo intentas.

Serena se sonrojó y se puso en pie por un acto casi reflejo al recordar el beso que los unió durante unos breves minutos. Incapaz de mirarlo, Serena se dirigió hacia una de las ventanas y rodeó su cintura con los brazos.

– ¿Sabías en la boda que trabajaría para ti? -preguntó.

– No. Lo he descubierto al volver este fin de semana y mirar los papeles que tenía pendientes.

– No podía imaginar que eras el dueño de este banco -dijo Serena, malhumorada-. Richard tan sólo me dijo que habías heredado una fortuna.

– Sí, heredé las participaciones de mi madre,

que al ser la última de los Erskine, me lo dejó toda, a mí. Eso me ha hecho ser el presidente de Erskinf Brookes y la verdad es que no ha sido un cambia muy bien recibido entre algunos directivos y I. cocinera, pero no pienso abandonar el cargo par. haceros felices -dijo irónico-. Eso significa que si quieres quedarte a trabajar aquí, tendrás que ha cerlo a mi manera. Y ahora, siéntate otra vez Quiero discutir contigo cómo vas a trabajar.