«¿Otra persona?», se preguntó muy extrañada.
– Tía Rose, ¿a quién conoces que tenga tanto dinero y que, además, esté dispuesto a pagar tanto dinero por mí?
– Yo puedo responderte a eso -contestó en tono aterciopelado una voz masculina.
Tracey empezó a sentir un sudor helado por todo el cuerpo; estaba angustiada y era incapaz de darse la vuelta, porque aquélla era la voz que la atormentaba en sus pesadillas.
– ¡Julien! -exclamó tía Rose, haciéndole gestos para que saliera de la habitación.
El mero hecho de oír aquel nombre descompuso a Tracey. No tenía que ver a aquel hombre para recordarlo. Sabía que sería moreno, de ojos negros, alto y delgado, arrebatadoramente varonil. A su lado, cualquier hombre parecería insignificante. Tracey lo amaba más que a su propia vida… Pero era un amor prohibido.
De pronto, Tracey sintió un dolor indescriptible; un dolor que le había hecho sufrir mucho los meses anteriores al accidente; un dolor que sólo el estado de coma había podido anestesiar… temporalmente.
– ¡Dios mío! -exclamó con agonía. Entonces le entró una terrible arcada y apenas logró llegar al baño.
– Tracey -murmuró Julien con ansiedad en ese tono ronco que la volvía loca. Luego la siguió al baño.
«No me toques», quiso gritar Tracey cuando Julien le acarició por la cintura, en un gesto que tantas veces había repetido durante su luna de miel. Por aquel entonces no eran capaces de estar separados ni un sólo segundo.
Cada vez que él la tocaba era como la primera vez. Pero en ese momento tenía demasiadas ganas de vomitar y estaba demasiado impresionada como para decir nada.
– Si no le importa, señor Chappelle, yo me encargaré de ella -dijo Gerard, uno de los enfermeros, con autoridad.
– Por supuesto que me importa -exclamó Julien-. ¡Es mi mujer!
– ¡Julien, por favor! -intervino Rose-. Es mejor que esperemos en la sala de estar.
Tracey notó que a Julien le costaba despegar las manos de su cintura; pero finalmente se resignó a soltarla y se marchó.
– En seguida vuelvo, preciosa -susurró con dulzura.
Una vez se hubieron marchado, se apoyó en Gerard para llegar hasta la cama.
– No le dejes que vuelva, Gerard -le imploró mientras éste la ayudaba a recostarla y le tomaba las constantes vitales-. Ya no es mi marido. Manténlo alejado de mí. Por favor, no quiero verlo.
– Mientras la doctora Louise no diga lo contrario, nadie podrá entrar aquí salvo el personal del hospital -la tranquilizó-. Vamos, métete en la cama, Louise viene en seguida.
– Sí, tengo que ver a Louise. Necesito verla -dijo nerviosa.
Cuando Gerard la dejó a solas, Tracey fue al armario y se puso un camisón. Luego volvió a meterse en la cama. Se sentía sin fuerzas. Sólo quería descansar y olvidar.
Nada más cubrirse con las sábanas, Louise entró en la habitación con su bata blanca. Las dos mujeres se miraron a la cara mientras la doctora colocaba una silla frente a la cama de Tracey para sentarse cerca de ésta.
– Has tenido un día muy intenso y creo que tenemos que hablar de como te sientes después de lo que has averiguado.
– No voy a poder pegar ojo mientras sepa que él va a estar fuera esperándome; que puede venir y entrar en cualquier momento -comentó Tracey aterrorizada, tapándose la boca con el embozo de la sábana.
– Tranquila, ya se ha marchado del hospital con tu tía. Les pedí que se fueran y vi como se iban en el coche.
– ¡Gracias a Dios!
– Cuando se dio cuenta de que había sido su presencia la que te había indispuesto, no necesitó que nadie le dijera que se fuese. Tienes que entender que ha pasado todas las noches a tu lado durante los últimos meses, intentando calmarte cuando tenías pesadillas. Se ha portado de maravilla.
«Perdóname por hacerte esto, Julien. Pero tendremos que separarnos cuando salga de aquí», pensó Tracey sumamente afligida.
– Cuéntame algo sobre tu marido.
– No es mi marido.
– ¿Por que no quieres que lo sea?
– No, porque estamos divorciados -explicó.
– Pues está pagando las facturas del hospital.
– Lo sé. Ya me lo ha dicho mi tía. La culpa es suya -dijo saltándosele las lágrimas mejilla abajo.
– ¿Ella tiene la culpa de que pague las facturas?
– No, de que haya averiguado donde estoy. Él insistió y acabó sonsacándole la respuesta porque ella siempre ha pensado que Julien era el hombre más maravilloso del mundo… Lo que, sin duda, es cierto -añadió.
– Entiendo. O sea, que no se lo reveló para que se encargara él de los gastos, ¿no?
– No, no. Mi mari… Julien no habría parado hasta pagarlo él todo. Siempre ha sido así.
– ¿Siempre? ¿Cuánto tiempo llevabais casados?
– Dos meses; pero nuestras familias se conocen hace muchos años. El hecho es que él es el hombre más honrado que hay sobre la capa de la tierra. A nadie se le escapa su bondad y lo bien que se porta con todo el mundo. Es excepcional… ése es el problema: aunque estamos divorciados, me temo que siempre se va a sentir responsable de mí. Sería inútil decirle que quiero pagarme yo mi tratamiento ahora que he recuperado la consciencia. No lo permitiría.
– A ver si te estoy entendiendo bien: me estás diciendo que es el hombre más maravilloso del mundo, pero que, simplemente, no quieres seguir viviendo con él.
– ¡Exacto! -exclamó.
– Él sigue locamente enamorado de ti.
– Lo sé -Tracey bajó la cabeza-. Si no te importa, preferiría no seguir hablando de este tema. No quiero seguir en el hospital más tiempo. Te agradezco mucho todo lo que has hecho por mí. Si no fuera por lo mucho que me has ayudado, lo más seguro es que no siguiera viva. Pero ya estoy bien. Tú misma me lo has dicho esta mañana.
– Eso es verdad. Físicamente estás en perfectas condiciones.
– Quiero volver a mi casa, Louise. Quiero irme esta misma noche.
– ¿Dónde está «tu casa»? -preguntó la doctora recostándose sobre el respaldo de la silla.
– En San Francisco.
– ¿Y cómo vas a ir allí?
– Tengo suficiente dinero en el monedero para ir en taxi hasta el aeropuerto de Ginebra. Puedo telefonear a mi hermana para que me tenga reservado un billete para el avión. Ella me recogerá en el aeropuerto y me llevará a su casa. Dentro de unos pocos días habré alquilado un apartamento, estaré trabajando y empezaré a vivir mi vida.
– En teoría, parece un buen plan. Pero no puedes salir del hospital así como así.
– ¿Cómo que no puedo? ¿Qué quieres decir? -dijo enfadada.
– Fue tu marido el que te ingresó aquí y él es el único que puede decir cuando puedes marcharte.
– Pero si te lo acabo de explicar ¡ya no es mi marido!, ¡estamos divorciados!
– Puede que para ti lo estéis; pero él nunca llegó a firmar los papeles del divorcio. Legalmente sigues siendo su mujer.
Capítulo 2
– ¡No es verdad! -exclamó Tracey.
– Sí. Yo nunca te he mentido. Y nunca lo haré. Cuando tu abogado le entregó los papeles del divorcio al abogado de tu marido, ya te habían atropellado y estabas en coma. Según tu tía Rose, Julien no quiso tomar ninguna decisión entonces, porque estaba demasiado confuso y preocupado por tu accidente.
– ¿Entonces sigo siendo Tracey Chapelle?
– Sí.
– No… no es posible.
– Lamento que esta noticia te afecte tanto.
– ¿Por qué no me lo habías dicho antes?
– Porque, en los casos de pérdida de memoria, es mejor que el paciente la vaya recuperando por su cuenta, sin forzar el proceso, cuando el cerebro esté preparado para recibir nueva información. Así estás evolucionando tú y por eso has mejorado tanto. Pero esta noche tu marido se saltó las reglas del juego al insistir en que lo vieras. Corrimos un riesgo al dejarle entrar en tu habitación y ahora he tenido que contarte algunas cosas para las que aún no estabas preparada. Lo siento, Tracey. No era mi intención. Yo quería que recuperaras la memoria a tu ritmo, pero tu marido lleva mucho tiempo sufriendo. Cuando vio que habías reconocido a tu tía Rose, no pudo seguir aguantando.
– ¿Qué más debo saber que no recuerde? -preguntó Tracey luchando por no llorar.
– No voy a mentirte: todavía hay más; pero no creo que sea el momento de decirte nada. Bastantes emociones has tenido ya esta noche…
– ¡Así que me estás diciendo que voy a tener que quedarme aquí hasta que recupere toda mi memoria y que, incluso entonces, no podré marcharme hasta que Julien considere que estoy en condiciones de dejar el hospital! -exclamó desesperada.
– No. No estoy diciendo eso. Ya has recuperado la mayoría de tu memoria. Pero no hay manera de predecir si podrás recuperarla del todo o no. Sólo el tiempo tiene la respuesta -respondió Louise-. Tracey, eres mi paciente y, por lo que a mí respecta, podrías marcharte de aquí mañana mismo, aunque, por supuesto, me gustaría despedirme de ti sabiendo que has resuelto los miedos que generan tus pesadillas. En cualquier caso, no puedo darte de alta mientras tu marido no quiera.
– ¿Y si contrato a un abogado?
– Podrías hacerlo -contestó Louise dubitativamente-. Pero, ¿tienes dinero para procurarte un abogado que sea tan bueno como el de tu marido?
– Necesito estar a solas -comentó Tracey, consciente de que no podía competir con Julien.
– Está bien. Vendré a verte mañana y seguiremos hablando.
– Dame… algo… para dormir… -suplicó Tracey entre lastimeros gemidos.
– Ya no te hace falta. El monstruo que te atormentaba por las noches ya ha salido a la superficie. Hazle frente y dejará de molestarte mientras duermas. Buenas noches.
Tracey se sintió furiosa con Louise y empezó a llamarla a gritos para que volviera y la ayudara.
– ¿Tracey? -la interrumpió una voz minutos después. Se incorporó sobresaltada, por unos segundos, pensó que aquella voz masculina había sido la de su marido. Por suerte, se trataba de Gerard-. ¿Te apetece cenar algo?
– ¡No! -respondió malhumorada.
– ¿Y un zumo de frutas fresquito?
– No. Lo que necesito es una pastilla para dormir.
– La doctora Louise no cree que la necesites. Quizá un poco de leche caliente…
– No gracias. No me gusta la leche caliente.
– Entonces, buenas noches. Si quieres cualquier cosa, basta con que aprietes el botón.
– ¡Pero no podré dormirme en toda la noche!
– ¿Por qué no ves un poco la televisión?
– Odio la televisión. ¿Puedo salir fuera? Para pasear y cansarme. Quizá así logre conciliar el sueño. Aquí dentro me siento atrapada.
– El doctor Simoness estará de servicio mañana por la mañana. Cuéntale como te sientes cuando venga a visitarte.
– ¡No puedo esperar hasta mañana! ¿Se… se ha ido ya la doctora Louise?
– No lo sé.
– ¿Te importa comprobarlo, por favor? Dile que necesito hablar con ella otra vez -dijo Tracey desesperada.
– Gerard me ha dicho que nunca te había visto tan nerviosa -dijo la doctora Louise unos minutos más tarde, después de entrar en la habitación de Tracey-. Y las dos sabemos a qué se debe, ¿verdad?
– Louise, tengo que salir de aquí, de Suiza. ¿Qué puedo hacer?
– Yo sé lo que haría en tu caso.
– ¿El qué?
– Ser fuerte.
– ¿Fuerte?
– Ser suficientemente fuerte como para decirle a tu marido que ya no quieres vivir con él -afirmó Louise-. En realidad, está esperando a que se lo digas a la cara. ¿No me has dicho que era un hombre maravilloso?
– Sí, lo es.
– Entonces se merece una explicación. Tal como tú misma me has confesado, él nunca ha querido separarse de ti. Eres tú la que se marchó un buen día sin decirle adonde ibas. Y eres tú la que has tomado la iniciativa de divorciaros.
– Lo sé -dijo con un hilillo de voz, apesadumbrada por el daño que le estaba haciendo a Julien.
– Tengo la impresión de que Julien es tan maravilloso como me cuentas. Y creo que, si le hablas con sinceridad, no se opondrá a que abandones el hospital y acabará firmando los papeles del divorcio… aunque le pese. Está loco por ti. Y precisamente por eso, por ser su amor tan desinteresado, hará cualquier cosa porque seas feliz, y te podrás marchar sin que nadie descubra tu secreto.
– ¿Qué secreto? -preguntó Tracey extrañada.
– Tracey, llevo demasiado tiempo trabajando contigo como para darme cuenta de que me ocultas algo. Me parece perfecto. Todos tenemos derecho a tener nuestros secretos. Pero, sea como sea, recuerda que tienes que ser fuerte y hablar con Julien.
– ¿Te importa llamarlo y decirle que venga esta misma noche? -le pidió Tracey.
– No me importa. Pero si de veras estás dispuesta a dar este paso, deberías ser tú quien lo llamara. Si se encuentra con una mujer capaz de controlar sus sentimientos y de comportarse como una persona normal, le resultarás el doble de convincente -le aconsejó-. Tracey, te lo digo por tu bien.
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